(un relato de la vida del octavo Imam, Ali ibn Musa)
Fariba Calhore
Nadie sabía en qué pensaba aquel hombre llamado De’bal cuando miraba a lo lejos, o por qué causa sus brillantes ojos negros, de cuando en cuando, se llenaba de lágrimas. Aunque De’bal viajaba con una gran caravana desde la lejana ciudad de Merv hacia Medina, parecía como que no advertía a su alrededor la presencia de los caravaneros.
Frecuentemente recordaba los momentos que en Merv (hoy ciudad de Turkmenistán soviético), se encontraba frente al Imam Ali ibn Musa ar-Rida (en el que reside la complacencia divina) y recitaba una de sus poesías. Esa poesía que se refería a la opresión, llevada a cabo en el período de los Omeyas y los Abbásidas, contra la familia del Profeta. Le había dicho al Imam: “Veo sus trofeos repartidos entre ajenos, mientras sus propias manos permanecen vacías”. Este verso de la poesía había hecho llorar al Imam, por lo cual le dijo: “¡Oh De’bal, dices la verdad!”. Al recordar las lágrimas del Imam, una gran tristeza colmó su corazón y de sus ojos brotó el llanto. Y volvió a murmurar la última parte: “…sus propias manos permanecen vacías”.
Con el objeto de tomar un descanso la caravana se detuvo junto a un río. De’bal se sentó sobre una roca y fijó sus ojos en él. Nuevamente lo recordó todo, su entrada a Merv, su visita al Imam ar-Rida y la poesía. Luego al rememorar cuánto había agradado la poesía al Imam, e incluso cuando éste le obsequió uno de sus atuendos, una sonrisa llenó su rostro. Le había dicho el Imam, en el momento de obsequiarle el atuendo: “Por la bendición de esta vestidura estarás a salvo de todo peligro”.
De’bal estaba inmerso en su mundo de fantasías cuando de repente se oyó un alboroto. Eran los caravaneros que exclamaban: “¡Ladrones, ladrones!”. Muy atemorizado, él miró hacia la dirección en que venían los ladrones. Estos se acercaban velozmente con sus rostros cubiertos y montados en sus caballos. De’bal estaba muy cansado y era demasiado mayor como para poder huir. Por ello, se quedó sentado en aquella roca, como si nada ocurriese. En tanto, los caravaneros seguían gritando y corrían en todas direcciones buscando un refugio. Al aproximarse a la caravana, los ladrones daban exclamaciones de alegría y luego comenzaron a saquear todo indiscriminadamente. El sonido de los llantos y las exclamaciones se alzaba por todas partes. De pronto De’bal recordó el obsequio del Imam. El mismo estaba entre su equipaje y no quería perderlo. Por lo tanto se puso de pie y se dirigió hacia la caravana.
El alboroto causado por el llanto y los gritos, lo entristecía enormemente. El quería gritar: “¿Dejen de saquear! ¿Qué es lo que están haciendo?” Pero estaba seguro que sólo se escucharía a sí mismo. De pronto atemorizado oyó una voz cerca de la caravana que recitaba su propia poesía: “Veo sus trofeos repartidos entre ajenos mientras sus propias manos permanecen vacías”. Fue como si su corazón latiera mil veces más de lo normal. Todo su ser estaba temblando y sus manos vibrando de tanta emoción. La voz declamó nuevamente: “Veo sus trofeos…” De’bal se preguntaba: “?Quién es el que recita? ¿De dónde proviene esa voz?”
Inmensamente desolado, se sentó en el suelo y preguntó: “Por amor de Dios, díganme quién recita”. Desde allí mismo, vio que era uno de los ladrones quien lo hacía: “Veo sus trofeos…” Con suma impotencia se puso de pie, y se acercó aquel, y le dijo: “Espera, espera”. De’bal corrió tras él. “Espera, por Dios, aguarda”. El ladrón se detuvo. De’bal se le acercó, lo miró a los ojos y le preguntó: “Dime, ¿a quién pertenece esa poesía que has recitado?” Asombrado lo observó el ladrón y le dijo: “¿De qué te vale saberlo?”
Insistentemente, De’bal agregó: “Tengo mis razones, te ruego me lo digas”. Al notar su interés, cedió el ladrón y dijo: “De’bal ibn Ali Jazaí, el mejor poeta dedicado a la familia del Profeta”. Al oírlo se sentó nuevamente. El hombre lo observó asombrado. Como si la voz le saliera de lo más profundo de su ser, replicó: “De’bal, yo soy De’bal, soy De’bal ibn Ali Jazaí”. Repitió su nombre y una vez más recordó lo ocurrido con el Imam. El ladrón lo observó un instante más y de repente corrió a buscar al líder del grupo.
De’bal seguía sentado, los gritos fueron disminuyendo. Transcurrieron unos instantes. El anciano percibió una sombra a su lado, luego oyó que le decían: “¡Eh hombre! ¿Por qué pretendes ser lo que no eres?”.
De’bal no contestó. Encolerizado, el jefe de los ladrones le dijo: “¿Por qué alegas ser De’bal Jazaí?” Le respondió: “Soy De’bal. Si no me creen pregunten a los caravaneros”. El jefe miró al resto y afirmó: “Ten por seguro que lo haremos”.
Cuando los caravaneros descubrieron que algo nuevo acontecía se reunieron todos en un rincón, y el jefe se acercó y los miró uno por uno. Por fin preguntó a uno de ellos: “¿Conoces el nombre de aquel hombre?” Contestó con voz temblorosa: “Le llamábamos De’bal y el respondía nuestro llamado”. Luego se acercó a una mujer y le reiteró la pregunta.
La respuesta fue exactamente la misma. Después acudió a una anciana y ésta asintió de igual manera.
El hombre gritó: “¡Basta ya! Todos me responden lo mismo como puedo cerciorarme que dicen la verdad? Es posible que se hayan puesto de acuerdo y que esto esté premeditado a fin de defender a ese anciano”. Más luego enmudeció y miró a su alrededor. Todos lo miraron desconcertados y atemorizados. Sólo la mirada de De’bal estaba clavada en el suelo. Repentinamente el jefe del grupo ladrón halló una niña. Sonrió alegremente y dijo: “La verdad debe ser oída de boca de los niños”. Se acercó a ella, se puso de cuclillas y a fin de impresionarla con su amabilidad le preguntó con suave voz: “¿Cómo se llama aquel hombre, el que está sentado sobre el suelo?”. La niña dijo: “Lo llamamos De’bal”, y se escondió detrás de su madre. “¡Y seguramente les respondía…!”, agregó el jefe. Todos los ladrones se echaron a reír y él también sonrió.
“Entonces, este es el famoso De’bal, poeta de Ahlul Bait”, murmuró. Y en voz alta dijo a sus compañeros: “Seguramente es De’bal”. Se acercó a él y lo ayudó a levantarse del suelo. Su afable comportamiento sorprendió a los caravaneros. Le rogó: “¡Oh De’bal!, continúa recitando tu poesía”. Y mientras el poeta decía el poema con melancolía, no advirtió lo que estaba ocurriendo.
Los ladrones se habían fugado y habían devuelto todos los bienes a sus dueños. Los caravaneros, felices y sorprendidos, se decían: “¡Es realmente extraordinario que unos bandidos guarden tanto respeto por un poeta de Ahlul Bait!”. Sin embargo a De’bal no le preocupaba eso. Para él lo más importante y valioso era el regalo del Imam. Por eso corrió hacia su equipaje. Cuando vio que el mismo estaba intacto suspiró profundamente. En ese instante recordó la voz del Imam cuando le dijo: “Por la bendición de esta vestidura estarás a salvo de cualquier peligro”.