El problema de conocer al hombre es paralelo al
problema religioso de conocer a Dios. En la teología
occidental convencional se intenta conocer a Dios por
medio del pensamiento, de afirmaciones acerca de Dios.
Se supone que puedo conocer a Dios en mi pensamiento. En
el misticismo, que es el resultado del monoteísmo (como
trataré
de demostrar más adelante), se renuncia al intento de
conocer a Dios por medio del pensamiento, y se lo
reemplaza por la experiencia de la unión con Dios, en la
que ya no hay lugar para el conocimiento acerca de Dios,
ni tal conocimiento es necesario.
La experiencia de la unión, con el hombre, o, desde un
punto de vista religioso, con Dios, no es en modo alguno
irracional. Por el contrario, y como lo señaló Albert
Schweitzer, es la consecuencia del racionalismo, su
consecuencia más audaz y radical. Se basa en nuestro
conocimiento de las limitaciones fundamentales, y no
accidentales, de nuestro conocimiento. Es el
conocimiento de que nunca «captaremos» el secreto del
hombre y del universo, pero que podemos conocerlos, sin
embargo, en el acto de amar. La psicología como ciencia
tiene limitaciones, y así como la consecuencia lógica de
la teología es el misticismo, así la consecuencia última
de la psicología es el amor.
Cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento son
mutuamente interdependientes. Constituyen un síndrome de
actitudes que se encuentran en la persona madura; esto
es, en la persona que desarrolla productivamente sus
propios poderes, que sólo desea
poseer los que ha ganado con su trabajo, que ha
renunciado a los sueños narcisistas de omnisapiencia y
omnipotencia, que ha adquirido humildad basada en esa
fuerza interior que sólo la genuina actividad productiva
puede proporcionar.
Hasta ahora he hablado sobre el amor como forma de
superar la separatidad humana, como la realización del
anhelo de unión. Pero por encima de la necesidad
universal, existencial, de unión, surge otra más
específica y de orden biológico: el deseo de unión entre
los polos masculino y femenino. La idea de tal
polarización está notablemente expresada en el mito de
que, originariamente, el hombre y la mujer fueron uno,
que los dividieron por la mitad y que, desde entonces,
cada hombre busca la parte femenina de sí mismo que ha
perdido, para unirse nuevamente con ella. (La misma idea
de
la unidad original de los sexos aparece también en la
Biblia, donde Eva es hecha de una costilla de Adán, si
bien en ese relato, concebido en el espíritu del
patriarcalismo, la mujer se considera secundaria al
hombre.) El significado del mito es bastante claro. La
polarización sexual lleva al hombre a buscar la unión
con el otro sexo. La polaridad entre los principios
masculino y femenino existe también dentro de cada
hombre y cada mujer. Así como fisiológicamente tanto el
hombre como la mujer poseen hormonas del sexo opuesto,
así también en el sentido psicológico son bisexuales.
Llevan en si mismos el principio de recibir y de
penetrar, de la materia y del espíritu. El hombre -y la
mujer- sólo logra la unión interior en la unión con su
polaridad femenina o masculina. Esa polaridad es la base
de toda creatividad.
La polaridad masculino-femenina es también la base de la
creatividad interpersonal. Ello se evidencia
biológicamente en el hecho de que la unión del esperma y
el óvulo constituyen la base para el nacimiento de un
niño. Y la situación es la misma en el dominio puramente
psíquico; en el amor entre hombre y mujer, cada uno
vuelve a nacer.
(La desviación homosexual es un fracaso en el logro de
esa unión polarizada, y por eso el homosexual sufre el
dolor de la separatidad nunca resuelta, fracaso que
comparte, sin embargo, con el heterosexual corriente que
no puede amar.)
Idéntica polaridad entre el principio masculino y el
femenino existe en la naturaleza; no sólo, como es
notorio, en los animales y las plantas, sino en la
polaridad de dos funciones fundamentales, la de recibir
y la de penetrar. Es la polaridad de la tierra y la
lluvia, del río y el océano, de la noche y el día, de la
oscuridad y la luz, de la materia y el espíritu. El gran
poeta y místico musulmán, Rumi, expresó esta idea con
hermosas frases:
Nunca el amante busca sin ser buscado por su amada.
Si la luz del amor ha penetrado en este corazón, sabe
que también
hay amor en aquel corazón.
Cuando el amor a Dios agita tu corazón, también Dios
tiene amor
para ti.
Sin la otra mano, ningún ruido de palmoteo sale de una
mano.
La sabiduría Divina es destino y su decreto nos hace
amarnos el uno
al otro.
Por eso está ordenado que cada parte del mundo se una
con su
consorte.
El sabio dice: Cielo es hombre, y Tierra, mujer. Cuando
la Tierra no
tiene calor, el Cielo se lo manda; cuando pierde su
frescor y su rocío,
el Cielo se lo devuelve. El Cielo hace su ronda, como un
marido que
trabaja por su mujer.
Y la Tierra se ocupa del gobierno de su casa: cuida de
los
nacimientos y amamanta lo que pare.
Mira a la Tierra y al Cielo, tienen inteligencia, pues
hacen el trabajo
de seres inteligentes.
Si esos dos no gustaran placer el uno del otro, ¿por qué
habrían de
andar juntos como novios?
Sin la Tierra, ¿despuntarían las flores, echarían flores
los árboles?
¿Qué, entonces, producirían el calor y el agua del
Cielo?
Así como Dios puso el deseo en el hombre y en la mujer
para que el
mundo fuera preservado por su unión.
Así en cada parte de la existencia planteó el deseo de
la otra parte.
Día y noche son enemigos afuera; pero sirven ambos un
único fin.
Cada uno ama al otro en aras de la perfección de su
mutuo trabajo.
Sin la noche, la naturaleza del. Hombre no recibiría
ganancia alguna,
y nada tendría entonces el día para gastar.
(R. A. Nicholson, Rumi, Londres, George Allen and Unwin,
Lid., 1950, págs. 122-3.)