Comprender el Islam
Autor: Frithjof Schuon
El Islam es el encuentro entre Allâh como tal y el hombre como tal
Allâh como tal, es decir, considerado no en cuanto ha podido
manifestarse de tal o cual forma en tal o cual época, sino
independientemente de la historia y en cuanto Él es lo que es y, por
tanto, en cuanto crea y revela por Su naturaleza.
El hombre como tal, es decir, considerado no como un ser caído y que
necesita un milagro salvador, sino en cuanto es una criatura
deiforme dotada de una inteligencia capaz de concebir el Absoluto y
de una voluntad capaz de escoger lo que conduce a Él.
Capítulo 1: El Islam
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El Islam es el encuentro
entre Allâh como tal y el hombre como tal
Allâh como tal, es decir, considerado no en cuanto ha podido
manifestarse de tal o cual forma en tal o cual época, sino
independientemente de la historia y en cuanto Él es lo que es y, por
tanto, en cuanto crea y revela por Su naturaleza.
El hombre como tal, es decir, considerado no como un ser caído y que
necesita un milagro salvador, sino en cuanto es una criatura
deiforme dotada de una inteligencia capaz de concebir el Absoluto y
de una voluntad capaz de escoger lo que conduce a Él.
Decir «Allâh» es decir «ser», «crear», «revelar» o, en otros
términos: «Realidad», «Manifestación», «Reintegración»; y decir
«hombre» es decir «deiformidad», «inteligencia trascendente»,
«voluntad libre». Éstas son, a nuestro juicio, las premisas de la
perspectiva islámica, las que explican todas sus formas de actuar, y
que nunca hay que perder de vista si se quiere comprender un aspecto
cualquiera del Islam.
El hombre se presenta, pues, a priori como un doble receptáculo
hecho para el Absoluto; el Islam viene a llenarlo, primero con la
verdad del Absoluto, y luego con la ley del Absoluto. El Islam es,
pues, esencialmente una verdad y una ley – o la Verdad y la Ley –;
la primera responde a la inteligencia y la segunda a la voluntad.
Así es cómo entiende abolir la incertidumbre y la duda y, a fortiori,
el error
y el pecado: el error de que el Absoluto no es, o de que es
relativo, o de que hay dos Absolutos, o de que lo relativo es
absoluto; el pecado sitúa estos errores en el plano de la voluntad o
de la acción. (1)
La idea de la predestinación, tan fuertemente acusada en el Islam,
no anula la de la libertad. El hombre está sometido a la
predestinación porque no es Allâh, pero es libre porque está «hecho
a imagen de Allâh». Sólo Allâh es absoluta Libertad, pero la
libertad humana, a pesar de su relatividad –en el sentido de lo
«relativamente absoluto»–, no es otra cosa que libertad, como una
luz débil no es otra cosa que luz. Negar la predestinación
equivaldría a pretender que Allâh no conoce «de antemano» los
acontecimientos, que no es, pues, omnisciente; quod absit.
En resumen: el Islam confronta lo que hay de inmutable en Allâh con
lo que hay de permanente en el hombre. En el Cristianismo el hombre
es a priori voluntad o, más precisamente, voluntad corrompida. La
inteligencia, que con toda evidencia no es negada, no se toma en
consideración más que a título de aspecto, de la voluntad; el hombre
es la voluntad, y ésta, en el hombre, es la inteligencia. Cuando la
voluntad está corrompida, la inteligencia lo está al mismo tiempo,
en el sentido de que ésta no puede de ninguna manera enderezar a
aquélla; por consiguiente, es necesaria una intervención divina: el
sacramento. En el Islam, en el que el hombre es la inteligencia y en
el que ésta es «antes» que la voluntad, lo que posee la eficacia
sacramental es el contenido o la dirección de la inteligencia: se
salva todo aquél que admite que sólo el Absoluto trascendente es
absoluto y trascendente y que saca las consecuencias volitivas de
ello. El Testimonio de Fe ‑la Shahâda‑ determina a la inteligencia,
y la ley en general ‑la Sharia determina a la voluntad; en el
esoterismo ‑la Tariqa‑ se encuentran las gracias iniciáticas, que
poseen el valor de claves y no hacen sino actualizar nuestra
«naturaleza sobrenatural». Una vez más, nuestra salvación, su
textura y su desarrollo están prefigurados por nuestra deiformidad:
puesto que somos inteligencia trascendente y voluntad libre, son
esta inteligencia y esta voluntad, o la trascendencia y la libertad,
las que nos salvarán; Allâh no hace sino volver a llenar las copas
que el hombre había vaciado, pero no destruido; el hombre no tiene
poder para destruirlas.
Y asimismo: sólo el hombre está dotado de palabra, porque sólo él,
entre todas las criaturas terrestres, está «hecho a imagen de Allâh
» de una manera directa e íntegra; ahora bien, si es esta
deiformidad la que opera, gracias a un impulso divino, la salvación
o la liberación, la palabra tendrá su parte en ella al mismo título
que la inteligencia y la voluntad. Estas son, en efecto,
actualizadas por la oración, que es a la vez palabra divina y
humana, y en la que el acto (2) se refiere a la voluntad y el
contenido a la inteligencia; la palabra es como el cuerpo inmaterial
y sin embargo sensible de nuestro querer y nuestro comprender. En el
Islam nada es más importante que la oración canónica (Salât)
dirigida hacia la Kaaba y la «mención de Dios» (Dhikru‑Llâh)
dirigida hacia el corazón; la palabra del sufí se repite en la
oración universal de la humanidad, e incluso en la oración, a menudo
inarticulada, de todos los seres.
La originalidad del Islam es, no el haber descubierto la función
salvadora de la inteligencia, de la voluntad y de la palabra –pues
esta función es evidente y toda religión la conoce–, sino el haber
hecho de ello, en el marco del monoteísmo semítico, el punto de
partida de una perspectiva de salvación y de liberación. La
inteligencia se identifica con su contenido salvador, ella no es
otra que el conocimiento de la Unidad –o del Absoluto– y de la
dependencia de todas las cosas con respecto al Uno; de la misma
manera, la voluntad es al‑islâm, es decir, la conformidad a lo que
quiere Allâh –el Absoluto– con respecto a nuestra existencia
terrenal y a nuestra posibilidad espiritual, por una parte, y con
respecto al hombre como tal y al hombre colectivo, por otra; la
palabra es la comunicación con Allâh, es esencialmente oración e
invocación. Visto desde este ángulo, el Islam recuerda al hombre
menos lo que debe saber, hacer y decir que lo que son, por
definición, la inteligencia, la voluntad y la palabra: la Revelación
no sobreañade elementos nuevos, sino que descubre la naturaleza
profunda del receptáculo.
Podríamos, también, expresarnos así: si el hombre, estando hecho a
imagen de Allâh, se distingue de las demás criaturas por la
inteligencia trascendente, el libre albedrío y el don de la palabra,
el Islam será la religión de la certidumbre, del equilibrio y de la
oración, siguiendo el orden de las tres facultades deifonnes. Y así
encontramos el ternario tradicional del Islam: al‑imân (la «Fe»),
al‑islâm (la «Ley», literalmente la «sumisión») y al‑ihsân (la
«Vía», literalmente la «virtud»). Ahora bien, el medio esencial del
tercer elemento es el «recuerdo de Allâh» actualizado por la
palabra, sobre la base de los dos elementos precedentes. Al‑imân es
la certeza del Absoluto y de la dependencia de todas las cosas con
respecto del Absoluto, desde el punto de vista metafísico que aquí
nos interesa; al‑islâm ‑y el Profeta en cuanto personificación del
Islam‑ es un equilibrio en función del Absoluto y con miras a este;
por último, al‑ihsún devuelve, por la magia de la palabra sagrada
‑‑en cuanto ésta es el vehículo de la inteligencia y la voluntad‑
las dos posiciones precedentes a sus esencias. Este papel de
nuestros aspectos de deiformidad, en lo que podríamos llamar el
Islam fundamental y «pre‑teológico», es tanto más notable cuanto que
a la doctrina islámica, que subraya la trascendencia de Allâh y la
distancia inconmensurable entre Él y nosotros, le repugnan las
analogías hechas en provecho del hombre; el Islam está lejos, pues,
de apoyarse explícita y generalmente en nuestra cualidad de imagen
divina, aunque el Corán da fe de ello diciendo de Adán: «Cuando lo
haya formado según la perfección y haya insuflado en él una parte de
Mi Espíritu (min Rûhî), caed prosternados ante él» (XV, 29 y XXXVIII,
72), y aunque el antropomorfismo de Allâh, en el Corán, implique el
teomorfismo del hombre.
La doctrina islámica está
contenida en dos enunciados: «No hay divinidad (o realidad, o
absoluto) fuera de la única Divinidad (la Realidad, el Absoluto)» (Lâ
ilaha illâ‑Lláh), y «Muhammad (el Glorificado, el Perfecto) es el
Enviado (el portavoz, el intermediario, la manifestación, el
símbolo) de la Divinidad» (Muhammadun RasûluLlâh); éstos son el
primero y el segundo «Testimonios» (Shahâda) de la fe.
Estamos aquí en presencia de dos aserciones, de dos certidumbres, de
dos niveles de realidad: lo Absoluto y lo relativo, la Causa y el
efecto, Allâh y el mundo. El Islam es la religión de la certidumbre
y el equilibrio, como el Cristianismo es la del amor y el
sacrificio; con esto queremos decir, no que las religiones tengan
monopolios, sino que hacen hincapié en un determinado aspecto de la
verdad. El Islam quiere implantar la certidumbre – su fe unitaria se
presenta como una evidencia sin no obstante renunciar al misterio –,
y se funda en dos certidumbres axiomáticas, una concerniente al
Principio que es a la vez Ser y Sobre‑Ser, y la otra a la
manifestación formal y supraformal: se trata, pues, por una parte,
de «Allâh», y de la «Divinidad» – en el sentido eckhartiano de este
distingo–, y, por otra parte, de la «Tierra» y del «Cielo». La
primera de estas dos certidumbres es que sólo Allâh es»; y la
segunda, que «todas las cosas están vinculadas a Allâh». (4) En
otros términos: «No hay evidencia absoluta fuera del Absoluto»;
después, en función de esta verdad: «Toda manifestación –luego todo
lo que es relativo– está vinculada al Absoluto». El mundo está
ligado a Allâh – o lo relativo a lo Absoluto – desde el doble punto
de vista de la causa y del fin: la palabra «Enviado», en la segunda
Shahâda enuncia, por consiguiente, primero una causalidad y después
una finalidad; la primera concierne más particularmente al mundo, y
la segunda al hombre. (5)
Todas las verdades metafísicas están comprendidas en el primer punto
de vista, y todas las verdades escatológicas en el segundo. Pero
todavía podríamos decir esto: la primera Shahâda es la fórmula d
discernimiento o la «abstracción» (tanzih) y la segunda la de la
integración o la «analogía» (tashbih): la palabra «divinidad» (iIah)
– tomada aquí en el sentido ordinario y corriente –, en la primera
Shahâda designa al mundo en cuanto es irreal porque sólo Allâh es
real, y nombre del Profeta (Muhammad), en la segunda Shahâda,
designa mundo en cuanto es real porque nada puede ser fuera de Allâh;
des cierto punto de vista, todo es Él. Realizar la primera Shahâda
es ante todo (6) llegar a ser plenamente consciente de que sólo el
Principio es real y de que el mundo, aunque «existente» en su nivel,
«no es»; es pues, en cierto sentido realizar el vacío universal.
Realizar la segunda Shahâda es ante todo (7) llegar a ser plenamente
consciente de que mundo – la manifestación – «no es otro» que Allâh
o el Principio, pues «en la medida» en que tiene realidad, ésta no
puede ser sino que «es», es decir, no puede ser sino divina; es,
pues, ver a Allâh en todas partes, y todo en Él. «Quien me ha visto
ha visto a Allâh», dijo el Profeta; ahora bien, todas las cosas son
el «Profeta» desde el punto de vista, por una parte, de la
perfección de existencia y, por otra desde el de las perfecciones de
modo o de expresión. (8)
Si el Islam quisiera enseñar exclusivamente que no hay más que un
Dios, y no dos o varios dioses, no tendría ninguna fuerza de
persuasión. El ardor persuasivo que posee de hecho proviene de que
enseña en el fondo la realidad del Absoluto y la dependencia de
todas las cosas con respecto al Absoluto. El Islam es la religión
del Absoluto, como el Cristianismo es la religión del amor y el
milagro; pe el amor y el milagro pertenecen también al Absoluto, no
expresan otra cosa que una actitud que Él toma con respecto a
nosotros.
Si vamos al fondo de las cosas,
nos vemos obligados a comprobar –dejando de lado toda cuestión
dogmática– que la causa de la incomprensión fundamental entre
cristianos y musulmanes reside en esto: el cristiano ve siempre ante
sí su voluntad –esta voluntad que es casi él mismo–, se halla, pues,
ante un espacio vocacional indeterminado al que puede lanzarse
desplegando su fe y su heroísmo; el sistema islámico de
prescripciones «externas» y claramente establecidas le parece la
expresión de una mediocridad presta a todas las concesiones e
incapaz de elevación alguna; la virtud musulmana le parece, en
teoría –pues la desconoce en la práctica– cosa artificial y vana.
Muy diferente es la perspectiva del musulmán: tiene ante sí –ante su
inteligencia que escoge al único–, no un espacio volitivo que le
podría parecer una tentación a la aventura individualista, sino una
red de canales divinamente predispuestos para el equilibrio de su
vida volitiva; este equilibrio, lejos de ser un fin en sí mismo como
lo supone el cristiano habituado a un idealismo voluntarista más o
menos exclusivo, no es, por el contrario, en último término, más que
una base para, escapar, en la contemplación apaciguadora y
liberadora de lo Inmutable, a las incertidumbres y la turbulencia
del ego. En resumen: si la actitud de equilibrio que busca y realiza
el Islam aparece a los ojos de los cristianos como una mediocridad
calculada e incapaz de alcanzar lo sobrenatural, el idealismo
sacrificial del Cristianismo corre el riesgo de ser mal interpretado
por el musulmán como un individualismo despreciador de este don
divino que es la inteligencia. Si se nos objeta que el musulmán
ordinario no se preocupa de la contemplación, responderemos que el
cristiano medio no se ocupa en mayor medida del sacrificio; todo
cristiano lleva en el fondo de su alma un impulso sacrificial que
quizá no se actualizará nunca, e igualmente, todo musulmán tiene por
su misma fe una predisposición para una contemplación que quizá no
despuntará nunca en su corazón. Algunos podrían objetar, además, que
las místicas cristiana y musulmana, lejos de ser tipos opuestos,
presentan, por el contrario, analogías tan patentes que hay quien se
ha creído obligado a deducir de ellas la existencia de préstamos, ya
unilaterales, ya recíprocos; a esto responderemos: si se supone que
el punto de partida de los sufíes ha sido el mismo que el de los
místicos cristianos, se plantea la cuestión de saber por qué han
seguido siendo musulmanes y cómo han soportado el hecho de serlo; en
realidad, no eran santos «a pesar» de su religión. sino «por» su
religión; lejos de haber sido cristianos disfrazados, los Hallâj y
los lbn ‘Arabi no hicieron otra cosa, por el contrario, que llevar
las posibilidades del Islam a su punto culminante, como lo habían
hecho sus grandes predecesores. A pesar de ciertas apariencias, como
la ausencia de monaquismo como institución social, el Islam, que
preconiza la pobreza, el ayuno, la soledad y el silencio, posee
todas las premisas de una ascesis contemplativa.
Cuando el cristiano oye la palabra «verdad» piensa en seguida en el
hecho de que «el Verbo se hizo carne», mientras que el musulmán, al
oír esta misma palabra, piensa a priori que «no hay divinidad fuera
de la única Divinidad», lo que interpretará, según su grado de
conocimiento, bien literalmente, bien metafísicamente. El
Cristianismo se funda en un «acontecimiento», y el Islam en un
«ser», una «naturaleza de las cosas». Lo que en el Cristianismo
aparece como un hecho único, a saber, la Revelación, será en el
Islam la manifestación rítmica de un principio; (9) si para los
cristianos la verdad es que Cristo se dejó crucificar, para los
musulmanes –para quienes la verdad es que no hay más que un solo
Allâh–, la crucifixión de Cristo no puede, por su misma naturaleza,
ser «la Verdad»; el rechazo musulmán de la cruz es una manera de
expresarlo. El «antihistoricismo» musulmán –que podríamos calificar
por analogía de «platónico» o de «gnóstico»– culmina en este rechazo
que en el fondo es completamente externo, e incluso dudoso para
algunos en cuanto a la intención. (10)
La actitud reservada del Islam, no ante el milagro, sino ante el
apriorismo judeo‑cristiano –y sobre todo cristiano– del milagro, se
explica por el predominio del polo «inteligencia» sobre el polo
«existencia»: el Islam entiende fundarse sobre la evidencia
espiritual, el sentimiento de Absoluto, en conformidad con la propia
naturaleza del hombre, la cual es considerada aquí como una
inteligencia teomorfa y no como una voluntad que no espera sino a
ser seducida en el buen o mal sentido, es decir, por milagros o por
tentaciones. Si el Islam, que ha sido la última en llegar de la
serie de las grandes Revelaciones, no se funda en el milagro –aunque
admitiéndolo necesariamente, so pena de no ser una religión–, es
también porque el anticristo «seducirá a muchos por sus prodigios»
(11); ahora bien, la certeza espiritual, que está en los antípodas
del «trastocamiento» que produce el milagro –y que el Islam ofrece
bajo la forma de una lancinante fe unitaria, de un sentido agudo del
Absoluto–, es un elemento inaccesible al demonio; éste puede imitar
un milagro, pero no una evidencia intelectual, puede imitar un
fenómeno, pero no al Espíritu Santo, excepto en el caso de los que
quieren ser engañados y no poseen de todos modos ni el sentido de la
verdad ni el de lo sagrado.
Hemos aludido más arriba al carácter no histórico de la perspectiva
del Islam. Este carácter explica no sólo la intención de no ser sino
la repetición de una realidad intemporal o la fase de un ritmo
anónimo y, por tanto, una reforma –pero en el sentido estrictamente
ortodoxo y tradicional del término, e incluso en un sentido
traspuesto, puesto que una Revelación auténtica es forzosamente
espontánea y no proviene sino de Allâh, sean cuales sean las
apariencias–, sino que también explica nociones tales como la de la
creación continua: si Allâh no fuera en todo momento Creador el
mundo se vendría abajo; puesto que Allâh es siempre Creador, es Él
quien interviene en todo fenómeno, y no hay causas segundas, no hay
principios intermediarios, no hay leyes naturales que puedan
interponerse entre Allâh y el hecho cósmico, salvo en el caso del
hombre, el cual, siendo el representante (imâm) de Allâh en la
tierra, posee esos dones milagrosos que son la inteligencia y la
libertad. Pero tampoco éstas escapan, en último término, a la
determinación divina: el hombre elige libremente lo que Allâh
quiere; «libremente», porque Allâh lo quiere así; porque Allâh no
puede dejar de manifestar, en el orden contingente, Su absoluta
Libertad. Nuestra libertad es, pues, real, pero con una realidad
ilusoria como la relatividad en la que se produce, y en la cual es
un reflejo de Lo que es.
La diferencia fundamental entre el Cristianismo y el Islam aparece
en suma con bastante claridad en lo que cristianos y musulmanes
detestan respectivamente: para el cristiano es odioso, en primer
lugar, el rechazo de la divinidad de Cristo y de la Iglesia y,
luego, las morales menos ascéticas que la suya, sin hablar de la
lujuria; el musulmán, por su parte, odia el rechazo de Allâh y del
Islam, porque la Unidad suprema, y la absolutidad y trascendencia de
Ésta, le parecen fulgurantes de evidencia y majestad, y porque el
Islam, la ley, es para él la Voluntad divina, la emanación lógica
–en modo de equilibrio– de esta Unidad. Ahora bien, la Voluntad
divina –y es en esto sobre todo donde aparece toda la diferencia– no
coincide forzosamente con lo sacrificial, puede incluso «combinar lo
útil y lo agradable», según los casos; el musulmán dirá por
consiguiente: «Es bueno lo que Allâh quiere», y no: «Lo doloroso es
lo que Allâh quiere»; lógicamente, el cristiano es de la misma
opinión que el musulmán, pero su sensibilidad y su imaginación
tienden más bien hacia la segunda formulación. En clima islámico, la
Voluntad divina tiene a la vista, no a priori el sacrificio el
sufrimiento como pruebas de amor, sino el despliegue de la
inteligencia deiforme (min Rûhî, «de mi Espíritu») determinada por
lo Inmutable y que engloba, por consiguiente, nuestro ser, so pena
de «hipocresía» (nifâq), puesto que conocer es ser; las aparentes
«facilidades» del Islam tienden en realidad hacia un equilibrio –ya
lo hemos dicho– cuya razón suficiente es en último término el
esfuerzo «vertical», la contemplación, la gnosis. En cierto sentido,
debemos hacer lo contrario de lo que hace Allah, y en otro, debemos
actuar como Él: esto es así porque, por una parte, nos parecemos a
Allah porque existimos, y por otra, somos opuestos a Él porque, al
existir, estamos separados de Él. Por ejemplo, Allah es Amor; así
pues, debemos amar, porque nos parecemos a Él; pero, por otro lado,
Él juzga y se venga, cosa que nosotros no podemos hacer, porque
somos distintos de Él; pero como estas posiciones son siempre
aproximadas, las morales pueden y deben diferir; siempre hay lugar
en nosotros –en principio al menos– para un amor culpable y una
justa venganza. Todo es aquí cuestión de acento y de delimitación;
la elección depende de una perspectiva, no arbitraria –pues entonces
no sería una perspectiva–, sino conforme a la naturaleza de las
cosas, o a determinado aspecto de esta naturaleza.
Todas las posiciones que acabamos
de enunciar tienen su fundamento en los dogmas o, más profundamente,
en las perspectivas metafísicas que éstos expresan, es decir, en un
determinado «punto de vista» en cuanto al sujeto y en un determinado
«aspecto» en cuanto al objeto. El Cristianismo, desde el momento en
que se funda en la divinidad de un fenómeno terrenal –no es que
Cristo sea terrenal en sí mismo, sino en cuanto se mueve en el
espacio y el tiempo– el Cristianismo está obligado, por vía de
consecuencia, a introducir la relatividad en el Absoluto, o, más
bien, a considerar el Absoluto en un grado todavía relativo, el de
la Trinidad (12). Puesto que una determinada cosa «relativa» es
considerada como absoluta, es necesario que el Absoluto tenga algo
de la relatividad y, puesto que la Encarnación es obra de la
Misericordia o del Amor, es necesario que Allâh sea considerado de
entrada bajo este aspecto, y el hombre en el aspecto
correspondiente, el de la voluntad y el afecto; es necesario que la
vía espiritual sea igualmente una realidad de amor. El
«voluntarismo» cristiano es solidario de la concepción cristiana del
Absoluto, y ésta se halla como determinada por la «historicidad» de
Allâh, si está permitido expresarse así.
De modo análogo, el Islam, desde el momento en que se funda en la
absolutidad de Allâh, está obligado por vía de consecuencia –puesto
que por su forma es un dogmatismo semítico (13)– a excluir la
terrenalidad del Absoluto, debe, pues, negar, al menos en el plano
de las palabras, la divinidad de Cristo; no está obligado a negar, a
título secundario, que lo relativo está en Allâh –pues admite
forzosamente los atributos divinos, sin lo cual negaría la totalidad
de Allâh y toda posibilidad de relación entre Allâh y el mundo–,
pero debe negar todo carácter directamente divino fuera del único
Principio. Los sufíes son los primeros en reconocer que nada puede
situarse fuera de la Realidad suprema, pues decir que la Unidad lo
excluye todo equivale a decir que, desde otro punto de vista –el de
la realidad del mundo–, lo incluye todo; esta verdad no es, sin
embargo, susceptible de recibir una formulación dogmática, pero está
lógicamente comprendida en el
Lâ ilaha illâ‑Llâh.
Cuando el Corán afirma que el Mesías no es Allâh, entiende: el
Mesías no es «un dios» distinto de Allâh, o no es Allâh en cuanto
Mesías terrenal (14); y cuando el Corán rechaza el dogma trinitario,
entiende: no hay ningún ternario en «Allâh como tal», es decir, en
el Absoluto, que está más allá de las distinciones. Finalmente,
cuando el Corán parece negar la muerte de Cristo puede entenderse
que Jesús, en realidad, ha vencido a la muerte, mientras que los
judíos creían haber matado a Cristo en su esencia misma (15); la
verdad del símbolo prevalece aquí sobre la del hecho, en el sentido
de que una negación espiritual toma la forma de una negación
material (16). Pero, por otro lado, el Islam elimina con esta
negación –o esta apariencia de negación– la vía crística en lo que a
él concierne, y es lógico que lo haga desde el momento en que su vía
es otra y no necesita reivindicar los medios de gracia propios del
Cristianismo.
En el plano de la verdad total y que, por lo tanto, incluye todos
los puntos de vista, aspectos y modos posibles, todo recurso a la
razón sola es evidentemente inoperante: por consiguiente, es vano
sostener, por ejemplo, contra determinado dogma de una religión
ajena, que un error denunciado por la razón no puede convertirse en
una verdad en otro plano, pues esto es olvidar que la razón opera de
manera indirecta, o por reflejos, y que sus axiomas son
insuficientes en la medida en que invade el terreno del intelecto
puro. La razón es formal en su naturaleza y formalista en sus
operaciones, procede por «coagulaciones», por alternativas y
exclusiones, o por verdades parciales, si se quiere; no es, como el
intelecto puro, luz informal y «fluida». Es cierto que toma su
implacabilidad, o su validez en general, del intelecto, pero no
llega a las esencias más que por conclusiones, no por visiones
directas; es indispensable para la formulación verbal, pero no
compromete al conocimiento inmediato.
En el Cristianismo, la línea de demarcación entre lo relativo y lo
Absoluto pasa a través de Cristo; en el Islam, separa al mundo de
Allâh, o incluso –en el esoterismo–, a los atributos divinos de la
Esencia, diferencia que se explica por el hecho de que el exoterismo
siempre parte forzosamente de lo relativo, mientras que el
esoterismo parte de lo Absoluto y da a este una acepción más
rigurosa, e incluso la más rigurosa posible. Se dice también, en
sufismo, que los atributos divinos no se afirman como tales más que
con relación al mundo, que en sí mismos son indistintos e inefables:
no se puede, pues, decir de Allâh que es «misericordioso» o
«vengador» en un sentido absoluto, haciendo abstracción aquí de que
es misericordioso «antes» de ser vengador; en cuanto a los atributos
de esencia, como la «santidad» o la «sabiduría», no se actualizan,
como distinciones, más que con relación a nuestro espíritu
distintivo, sin por ello perder nada, en su ser propio, de su
infinita realidad, bien al contrario.
Decir que la perspectiva islámica es posible equivale a afirmar que
es necesaria y que, por consiguiente, no puede dejar de ser; es
exigida por sus receptáculos humanos providenciales. Las
perspectivas como tales no tienen, sin embargo, nada de absoluto,
pues la Verdad es una; ante Allâh sus diferencias son relativas y
los valores de una vuelven a encontrarse siempre, en una forma
cualquiera, en la otra. No hay solamente un Cristianismo de «calor»,
de amor emocional, de actividad sacrificial, sino que hay
igualmente, enmarcado en el anterior, un Cristianismo de «luz», de
gnosis, de pura contemplación, de «paz»; y, del mismo modo, el Islam
«seco» –ya sea legalista o metafísico– enmarca un Islam «húmedo»
(17), es decir, prendado de la belleza, del amor y del sacrificio.
Es necesario que sea así a causa de la unidad, no sólo de la Verdad,
sino también del género humano; unidad relativa, sin duda, puesto
que las diferencias existen, pero sin embargo lo bastante real como
para permitir o imponer la reciprocidad –o la ubicuidad espiritual–
de que se trata.
Un punto que quisiéramos tocar aquí es la cuestión de la moral
musulmana. Si se quieren comprender ciertas apariencias de
contradicción en esta moral hay que tener en cuenta lo siguiente: el
Islam distingue entre el hombre como tal y el hombre colectivo, el
cual se presenta como un ser nuevo y está sometido, en cierta medida
pero no más allá, a la ley de la selección natural. Esto es decir
que el Islam pone cada cosa en su lugar y la trata de acuerdo con su
naturaleza propia; considera lo humano colectivo, no a través de la
perspectiva deformadora de un idealismo místico de hecho
inaplicable, sino teniendo en cuenta las leyes que rigen cada orden
y que, dentro de los límites de cada uno, son queridas por Allâh. El
Islam es la perspectiva de la certidumbre y de la naturaleza de las
cosas más bien que del milagro y la improvisación idealista; hacemos
esta observación, no con la segunda intención de criticar
indirectamente al Cristianismo, el cual es lo que debe ser, sino
para hacer resaltar mejor la intención y lo bien fundado de la
perspectiva islámica. (18)
Si bien en el Islam se da una separación clara entre el hombre como
tal (19) y el hombre colectivo, estas dos realidades no por ello son
menos profundamente solidarias, dado que la colectividad es un
aspecto del hombre –ningún hombre puede nacer sin familia– y que,
inversamente, la sociedad es una multiplicación de individuos. De
esta interdependencia o de esta reciprocidad resulta que todo lo que
es realizado con miras a la colectividad –como el diezmo para los
pobres o la guerra santa– tiene un valor espiritual para el
individuo, e inversamente; esta relación inversa es cierta con mayor
razón puesto que el individuo es antes que la colectividad, pues
todos los hombres descienden de Adán, pero Adán no desciende de los
hombres.
Lo que acabamos de decir explica por qué el musulmán no abandona,
como lo hacen el hindú y el budista, los ritos externos en función
de tal o cual método espiritual que puede compensarlos, ni a causa
de un grado espiritual que le autoriza a ello por su naturaleza;
(20) puede que un determinado santo ya no necesite las oraciones
canónicas –puesto que se halla en un estado de oración infusa o de
«ebriedad»– (21) pero no por ello deja de realizarlas para orar con
todos y en todos, y a fin de que todos oren en él. Él encarna el
«cuerpo místico» que es toda comunidad creyente, o, desde otro punto
de vista, encarna la Ley, la tradición, la oración como tal; como
ser social debe predicar con el ejemplo, y como hombre personal debe
permitir a lo que es humano realizarse, y en cierto modo renovarse,
a través de él.
La transparencia metafísica de las cosas y la contemplatividad que
responde a ella hacen que la sexualidad, en su marco de legitimidad
tradicional –es decir, de equilibrio psicológico y social–, pueda
revestir un carácter meritorio, lo que, por lo demás, la existencia
de dicho marco muestra de antemano; en otros términos, no sólo
cuenta el goce –aparte la preocupación por la conservación de la
especie–, existe también su contenido cualitativo, su simbolismo a
la vez objetivo y vivido. La base de la moral musulmana es siempre
la realidad biológica y no un idealismo contrario a las
posibilidades colectivas y a los derechos innegables de las leyes
naturales. Pero esta realidad, aun constituyendo el fundamento de
nuestra vida animal y colectiva, no tiene nada de absoluta, pues
somos criaturas semicelestiales; siempre puede ser neutralizada en
el plano de nuestra libertad personal, pero no abolida en el de
nuestra existencia social. (22) Lo que hemos dicho de la sexualidad
se aplica analógicamente –sólo desde el punto de vista del mérito–
al alimento: como en todas las religiones, en el Islam comer
demasiado es un pecado, pero comer con mesura y con gratitud hacia
Allah, no sólo no es un pecado, sino que incluso es un acto
positivamente meritorio. Sin embargo, la analogía no es total, pues
el Profeta «amaba las mujeres», no «la comida». El amor a la mujer
está aquí en relación con la nobleza y la generosidad, sin hablar de
su simbolismo puramente contemplativo, que va mucho más lejos.
A menudo se le reprocha al Islam el haber propagado su fe por la
espada, pero se olvida, en primer lugar, que la persuasión desempeñó
un papel más importante que la guerra en la expansión global del
Islam; en segundo lugar, que sólo los politeístas y los idólatras
podían ser forzados a abrazar la nueva religión; (23) en tercer
lugar, que el Dios del Antiguo Testamento no es menos guerrero que
el Dios del Corán, bien al contrario; y en cuarto lugar, que también
la cristiandad se sirvió de la espada a partir del advenimiento de
Constantino. La cuestión que aquí se plantea es simplemente la
siguiente: ¿es posible el empleo de la fuerza con miras a la
afirmación y la difusión de una verdad vital? No cabe duda de que
hay que responder afirmativamente, pues la experiencia nos demuestra
que a veces debemos violentar a los irresponsables en su propio
interés. Puesto que esta posibilidad existe, no puede dejar de
manifestarse en las circunstancias adecuadas, (24) exactamente como
en el caso de la posibilidad inversa, la de la victoria por la
fuerza inherente a la verdad misma; es la naturaleza interna o
externa de las cosas la que determina la elección entre dos
posibilidades. Por una parte, el fin santifica los medios y, por
otra, los medios pueden profanar el fin, lo que significa que los
medios deben encontrarse prefigurados en la naturaleza divina; así,
el «derecho del más fuerte» está prefigurado en la «selva», a la que
pertenecemos indiscutiblemente, en cierto grado y en cuanto
colectividades; pero no vemos en la «selva» ningún ejemplo de
derecho a la perfidia y a la bajeza y, aunque en ella se hallasen
tales rasgos, nuestra dignidad humana nos prohibiría participar en
ellos. No hay que confundir nunca la dureza de ciertas leyes
biológicas con esa infamia de la que sólo el hombre es capaz, por el
hecho de su deiformidad pervertida. (25)
Desde un determinado punto de vista, puede decirse que el Islam
posee dos dimensiones, una «horizontal», la de la voluntad, y otra
«vertical» la de la inteligencia; designaremos a la primera
dimensión con la palabra «equilibrio» (26) y a la segunda con la
palabra «unión». El Islam es, esencialmente, equilibrio y unión; no
sublima a priori la voluntad por el sacrificio, la neutraliza por la
Ley, a la vez que hace hincapié en la contemplación. Las dimensiones
de «equilibrio» y de «unión» –la «horizontal» y la «vertical»–
conciernen a la vez al hombre como tal y a la colectividad; hay en
ello, no una identidad, ciertamente, sino una solidaridad, que hace
participar a la sociedad, a su manera y según sus posibilidades, en
la vía de unión del individuo, e inversamente. Una de las más
importantes realizaciones de equilibrio es precisamente el acuerdo
entre la ley que tiene por objeto al hombre como tal y la que tiene
por objeto a la sociedad; empíricamente, la cristiandad había
llegado también, por la fuerza de las cosas, a este equilibrio, pero
dejando subsistir ciertas «fisuras» y sin subrayar a priori la
divergencia de los dos planos humanos y por lo tanto su
armonización. El Islam –lo repetimos– es un equilibrio determinado
por el Absoluto y dispuesto con miras al Absoluto; el equilibrio
–como el ritmo que el Islam realiza ritualmente con las oraciones
canónicas que siguen el curso del sol y, «mitológicamente», con la
serie retrospectiva de los «Mensajeros» divinos y los «Libros»
revelados– el equilibrio, decimos, es la participación de lo
múltiple en lo Uno o de lo condicionado en lo Incondicionado; sin
equilibrio no hallamos –sobre la base de esta perspectiva– el
centro, y sin éste no hay ascensión ni unión posibles.
Como todas las civilizaciones
tradicionales, el Islam es un «espacio» y no un «tiempo»; el
«tiempo», para el Islam, no es más que la corrupción del «espacio»;
«No llegará ninguna época –predijo el Profeta– que no sea peor que
la precedente». Este «espacio», esta tradición invariable –aparte la
expansión y la diversificación de las formas en el momento de la
elaboración inicial de la tradición–, rodea a la humanidad musulmana
como un símbolo, a la manera del mundo físico que, invariable e
imperceptiblemente, nos nutre de su simbolismo; la humanidad vive
normalmente en un símbolo, que es una indicación hacia el Cielo, una
abertura hacia el Infinito. La ciencia moderna ha traspasado las
fronteras protectoras de este símbolo y ha destruido con ello el
propio símbolo, ha abolido, pues, esta indicación y esta abertura,
al igual que el mundo moderno en general rompe esos
espacios‑símbolos que son las civilizaciones tradicionales; lo que
él llama «estancamiento» y «esterilidad» es en realidad la
homogeneidad y la continuidad del símbolo. (28) Cuando el musulmán
todavía auténtico dice a los progresistas: «Ya no os queda más que
abolir la muerte», o cuando les pregunta: «¿Podéis impedir que el
sol se ponga o podéis obligarle a que salga?», expresa exactamente
lo que hay en el fondo de la «esterilidad» islámica, a saber, un
maravilloso sentido de la relatividad y, lo que viene a ser lo
mismo, un sentido del Absoluto que domina toda su vida.
Para comprender las civilizaciones tradicionales en general y el
Islam en particular también es necesario tener en cuenta el hecho de
que la norma humana o psicológica es, para ellas, no el hombre medio
hundido en la ilusión, sino el santo desapegado del mundo y apegado
a Allah; sólo él es enteramente «normal» y sólo él, por este hecho,
tiene totalmente «derecho a la existencia»; de ahí cierta falta de
sensibilidad hacia lo humano puro y simple. Como esta naturaleza
humana es poco sensible hacia el Soberano Bien, debe, en la medida
en que no tiene el amor, tener al menos el temor.
Hay en la vida de un pueblo como dos mitades, una que constituye el
juego de su existencia terrenal y otra su relación con el Absoluto;
ahora bien, lo que determina el valor de un pueblo o de una
civilización no es la forma literal de su sueño terrenal –pues aquí
todas las cosas no son más que símbolos–, sino su capacidad de
«sentir» el Absoluto y, en las almas privilegiadas, de alcanzarlo.
Es, pues, perfectamente ilusorio prescindir de esta dimensión de
absoluto y evaluar un mundo humano de acuerdo con criterios
terrenos, comparando por ejemplo una determinada civilización
material con otra. La distancia de varios milenios que separa la
edad de piedra de los pieles rojas de los refinamientos materiales y
literarios de los blancos no es nada comparada con la inteligencia
contemplativa y las virtudes, que son las únicas que determinan el
valor del hombre y las únicas que constituyen su realidad
permanente, o este algo que nos permite evaluarlo realmente, o sea
frente al Creador. Creer que hay hombres que están «atrasados» con
respecto a nosotros porque su sueño terrenal adopta modos más
«rudimentarios» que el nuestro ‑pero por eso mismo a menudo más
sinceros‑ es mucho más «ingenuo» que creer que la tierra es plana o
que un volcán es un dios; la mayor de las ingenuidades es sin duda
tomar el sueño por algo absoluto y sacrificarle todos los valores
esenciales, olvidar que lo «serio» no comienza sino más allá de su
plano, o, más bien, que, si hay algo «serio» en la tierra, es en
función de lo que está más allá.
Se opone fácilmente la civilización moderna como tipo de pensamiento
o de cultura a las civilizaciones tradicionales, pero se olvida que
el pensamiento moderno –o la cultura que él engendra– no es más que
un flujo indeterminado y en cierto modo indefinible, puesto que en
él ya no hay ningún principio real, dependiente, por tanto, de lo
Inmutable; el pensamiento moderno no es, de modo definitivo, una
doctrina entre otras, es lo que exige tal o cual fase de su
desarrollo, y será lo que hará de él la ciencia materialista y
experimental, o lo que hará de él la máquina; ya no es el intelecto
humano, es la máquina –o la física, la química, la biología– las que
deciden lo que es el hombre, lo que es la inteligencia, lo que es la
verdad. En estas condiciones, el espíritu depende cada vez más del
«clima» producido por sus propias creaciones: el hombre ya no sabe
juzgar humanamente, es decir, en función de un absoluto que es la
substancia misma de la inteligencia; extraviándose en su relativismo
sin salida, se deja juzgar, determinar y clasificar por las
contingencias de la ciencia y de la técnica; no pudiendo ya escapar
a la vertiginosa fatalidad que éstas le imponen y no queriendo
confesar su error (29) no le queda más que abdicar de su dignidad de
hombre y de su libertad. Son la ciencia y la máquina las que a su
vez crean al hombre, y son ellas las, que «crean a Allâh», si está
permitido expresarse así; (30) pues el vacío dejado por Allâh no
puede permanecer vacío, la realidad de Allâh y su sello en la
naturaleza humana exigen un sucedáneo de divinidad, un falso
absoluto que pueda llenar la nada de una inteligencia privada de su
substancia. Se habla mucho de «humanismo» en nuestra época, pero se
olvida que el hombre, desde el momento en que abandona sus
prerrogativas a la materia, a la máquina, al saber cuantitativo,
deja de ser realmente «humano». (31)
Cuando se habla de «civilización», generalmente se vincula a esta
noción una intención cualitativa; ahora bien, la civilización no
representa un valor más que a condición de ser de origen suprahumano
y de implicar, para el «civilizado», el sentido de lo sagrado: sólo
es realmente civilizado un pueblo que posea este sentido y viva de
él. Si se nos objeta que esta reserva no tiene en cuenta todo el
significado de la palabra y que un mundo «civilizado» sin religión
es concebible, responderemos que en este caso la civilización se
convierte en algo indiferente o, más bien –puesto que no hay
elección legítima entre lo sagrado y otra cosa–, que es la más falaz
de las aberraciones. El sentido de lo sagrado es fundamental para
toda civilización porque es fundamental para el hombre; lo sagrado
–lo inmutable y lo inviolable y por tanto lo infinitamente
majestuoso– está en la substancia misma de nuestro espíritu y de
nuestra existencia. El mundo es desgraciado porque los hombres viven
por debajo de sí mismos; el error de los modernos consiste en querer
reformar el mundo sin querer ni poder reformar al hombre; y esta
contradicción flagrante, esta tentativa de hacer un mundo mejor
sobre la base de una humanidad peor, no puede conducir más que a la
supresión misma de lo humano y por consiguiente también de la
felicidad. Reformar al hombre es unirlo de nuevo al Cielo,
restablecer el vínculo roto; es arrancarlo del reino de la pasión,
del culto a la materia, a la cantidad y a la astucia, y reintegrarlo
en el mundo del espíritu y de la serenidad, diríamos incluso: en el
mundo de la razón suficiente.
En este orden de ideas –y puesto que hay supuestos musulmanes que no
dudan en calificar al Islam de «precivilización»– debemos distinguir
entre la «caída», la «decadencia», la «degeneración» y la
«desviación»: toda la humanidad está «caída» como consecuencia de la
pérdida del Edén y también, más particularmente, por el hecho de
hallarse en la «edad de hierro»; ciertas civilizaciones son
«decadentes», como la mayoría de los mundos tradicionales de Oriente
en la época de la expansión occidental; (32) un gran número de
tribus bárbaras están «degeneradas», en la medida misma de su grado
de barbarie; la civilización moderna, por su parte, está «desviada»,
y esta desviación se combina cada vez más con una decadencia real,
tangible especialmente en la literatura y en el arte. Hablaríamos
gustosamente de «post‑civilización», para responder al calificativo
que hemos mencionado unas líneas más arriba.
Una cuestión se plantea aquí, quizás al margen de nuestro tema
general, pero sin embargo relacionado con él, ya que al hablar del
Islam hay que hablar de tradición y al tratar de ésta hay que decir
lo que no es: ¿qué significa prácticamente la exigencia, tan a
menudo formulada hoy en día, de que la religión debe orientarse
hacia lo social? Esto quiere decir, simplemente, que debe orientarse
hacia las máquinas; que la teología –para expresarnos sin rodeos–
debe convertirse en la sirvienta de la industria. Sin duda, siempre
ha habido problemas sociales como consecuencia de los abusos debidos
a la caída humana por una parte y a la existencia de grandes
colectividades –con grupos desiguales–, por otra; pero en la Edad
Media –que desde su propio punto de vista estaba lejos de ser una
época ideal–, e incluso mucho más tarde, el artesano obtenía una
gran parte de felicidad de su trabajo todavía humano y de su
ambiente todavía conforme a un genio étnico y espiritual. Sea lo que
fuere, el obrero moderno existe y la verdad le concierne: debe
comprender, en primer lugar, que no hay por qué reconocer en la
cualidad totalmente ficticia de «obrero» un carácter de categoría
intrínsecamente humana, pues los hombres que de hecho son obreros
pueden pertenecer a cualquier categoría natural; luego, que toda
situación externa no es sino relativa y que el hombre siempre sigue
siendo el hombre; que la verdad y la vía espiritual pueden adaptarse
gracias a su universalidad y su carácter imperativo a cualquier
situación, de modo que el llamado «problema obrero» es en su raíz
simplemente el problema del hombre situado en determinadas
circunstancias, y, por tanto, sigue siendo el del hombre como tal;
por último, que la verdad no puede exigir que nos dejemos oprimir,
llegado el caso, por fuerzas que, también ellas, no hacen sino
servir a las máquinas, al igual que no nos permite basar nuestras
reivindicaciones en la envidia, la cual no puede en ningún caso ser
la medida de nuestras necesidades. Y hay que añadir que, si todos
los hombres obedecieran a la ley profunda inscrita en la condición
humana, no habría más problemas, ni sociales ni, en general,
humanos; dejando aparte la cuestión de saber si es posible o no
reformar a la humanidad –lo que de hecho es imposible–, es necesario
de todos modos reformarse a sí mismo y no creer nunca que las
realidades interiores carecen de importancia para el equilibrio del
mundo. Hay que evitar un optimismo quimérico tanto como la
desesperación, pues el primero es contrario a la realidad efímera
del mundo en que vivimos, y el segundo a la realidad eterna que
llevamos ya en nosotros mismos, y que es la única que hace
inteligible nuestra condición humana y terrenal.
Según un proverbio árabe que refleja la actitud del musulmán ante la
vida, «la lentitud es de Allâh y la prisa es de Satán», (33) y esto
nos lleva a la reflexión siguiente: como las máquinas devoran el
tiempo, el hombre moderno va siempre apresurado, y como esta falta
perpetua de tiempo crea en él los reflejos de prisa y
superficialidad, el hombre moderno toma estos reflejos –que
compensan otros tantos desequilibrios– por señales de superioridad y
menosprecia en el fondo al hombre antiguo de costumbres «idílicas»,
y sobre todo al viejo oriental de paso tardo y turbante lento de
enrollar. Ya no es posible representarse, a falta de experiencia,
cuál era el contenido cualitativo de la «lentitud» tradicional, o
cómo «soñaban» las gentes de antaño; el hombre moderno se contenta
con la caricatura, lo que es mucho más sencillo y, por lo demás, es
exigido por un ilusorio instinto de conservación. Si las
preocupaciones sociales –de base evidentemente material– determinan
en tan gran medida el espíritu de nuestra época no es sólo a causa
de las consecuencias sociales del maquinismo y de las condiciones
inhumanas que engendra, sino también a causa de la ausencia de una
atmósfera contemplativa que sin embargo es necesaria para la
felicidad de los hombres, cualquiera que pueda ser su «nivel de
vida», para emplear una expresión tan bárbara como corriente. (34)
Hemos aludido más arriba al
turbante al hablar de la lentitud de los ritmos tradicionales; (35)
debemos hacer una pausa para reflexionar sobre ello. La asociación
de ideas entre el turbante y el Islam está lejos de ser fortuita:
«El turbante –dijo el Profeta– es una frontera entre la fe y la
incredulidad», y también: «Mi comunidad no decaerá mientras lleve
turbantes»; se citan igualmente los hâdîth siguientes«El Día del
juicio el hombre recibirá una luz por cada vuelta de turbante
(kawra) que haya alrededor de su cabeza»; «Llevad turbantes, pues
así ganaréis en generosidad». Lo que aquí queremos subrayar es que
se considera que el turbante confiere al creyente una suerte de
gravedad, de consagración y también de humildad majestuosa; separa
de las criaturas caóticas y disipadas –los «errantes» (dâllûn) de la
Fâtiha–, lo fija en un eje divino –el «camino recto» (al‑sirât
al‑mustaqîm) de la misma oración– y lo destina así a la
contemplación; en una palabra, el turbante se opone como un peso
celestial a todo lo que es profano y vano. Como la cabeza –el
cerebro– es para nosotros el plano de nuestra elección entre lo
verdadero y lo falso, lo duradero y lo efímero, lo real y lo
ilusorio, lo grave y lo fútil, es ella la que debe llevar la señal
de esta elección; se considera que el símbolo material refuerza la
conciencia espiritual, como es el caso, por lo demás, de todo tocado
religioso o incluso de toda vestidura litúrgica o simplemente
tradicional. El turbante «envuelve» en cierto modo al pensamiento,
siempre dispuesto a la disipación, el olvido y la infidelidad;
recuerda el encarcelamiento sagrado de la naturaleza pasional y
deífuga. (37) La ley coránica tiene por función el restablecimiento
de un equilibrio primordial perdido; de ahí este hadith: «Llevad
turbantes y distinguíos con ello de los pueblos ("desequilibrados")
que os han precedido». (38)
Se imponen aquí unas palabras sobre el velo de la mujer musulmana.
El Islam separa severamente el mundo del hombre del de la mujer, la
colectividad total de la familia, que es su núcleo, o la calle del
hogar, como separa también la sociedad del individuo y el exoterismo
del esoterismo; el hogar –como la mujer que lo encarna– tiene un
carácter inviolable y, por lo tanto, sagrado. La mujer encarna
incluso en cierto modo el esoterismo debido a ciertos aspectos de su
naturaleza y de su función; la «verdad esotérica» ‑la haqîqa‑ es
«sentida» como una realidad «femenina», como es el caso, también, de
la baraka. El velo y la reclusión de la mujer están por lo demás en
relación con la fase cíclica final en la que vivimos –y en la que
las pasiones y la malicia dominan cada vez más– y presentan cierta
analogía con la prohibición del vino y la ocultación de los
misterios.
Entre los mundos tradicionales no
sólo existen las diferencias de perspectiva y de dogma, existen
también las de temperamento y de gusto: así, el temperamento europeo
tolera con dificultad este modo de expresión que es la exageración,
mientras que para el oriental la hipérbole es una manera de hacer
resaltar una idea o una intención, de indicar lo sublime o de
expresar lo indescriptible, como la aparición de un ángel o la
irradiación de un santo. El occidental busca la exactitud de los
hechos, pero su falta de intuición de las «esencias inmutables»
(a’yân thâbita) hace contrapeso y reduce en mucho el alcance de su
espíritu observador; el oriental, por el contrario, posee el sentido
de la transparencia metafísica de las cosas, pero descuida
fácilmente –con razón o sin ella, según los casos– la exactitud de
los hechos terrenales; el símbolo es más importante para él que la
experiencia.
La hipérbole simbolista se explica en parte por el principio
siguiente: entre la forma y su contenido no sólo hay analogía, hay
igualmente oposición; si la forma –o la expresión– debe normalmente
ser a imagen de lo que transmite, puede también, debido a la
distancia que separa a «lo exterior» de «lo interior», verse
«descuidada» en favor del puro contenido, o como «rota» por el
desbordamiento de este último. El hombre que sólo se apega a lo
«interior» puede no tener conciencia alguna de las formas externas,
e inversamente; un hombre parecerá sublime porque es santo, y otro
parecerá digno de lástima por la misma razón; y lo que es cierto con
respecto a los hombres, lo es también con respecto a sus palabras y
a sus libros. El precio de la profundidad o de lo sublime es a veces
una falta de sentido crítico con respecto a las apariencias, lo que
ciertamente no quiere decir que deba ser así, pues en ese caso no se
trata sino de una posibilidad paradójica; en otros términos, la
exageración piadosa, cuando es un desbordamiento de evidencia y de
sinceridad, tiene «derecho» a no darse cuenta de que dibuja mal, y
sería ingrato y desproporcionado el reprochárselo. La piedad así
como la veracidad exigen que veamos la excelencia de la intención y
no la debilidad de la expresión, cuando la alternativa se presenta.
Los pilares (arkân) del Islam
son: el doble testimonio de fe (shahâdatân), la oración canónica que
se repite cinco veces al día (salât), el ayuno de Ramadán (siyâm,
sawn), el diezmo (zakat) y la peregrinación (hajj); a veces se añade
la guerra santa (jihâd), que tiene un carácter más o menos
accidental ya que depende de las circunstancias; (39) en cuanto a la
ablución (wudhû o ghusl, según los casos), no se la menciona por
separado, puesto que es una condición de la oración.
La Shaháda, tal como hemos visto más arriba, indica en último
término –y es el sentido más universal el que aquí nos interesa– el
discernimiento entre lo Real y lo irreal, y después –en su segunda
parte– la vinculación del mundo a Allâh desde el doble punto de
vista del origen y del fin, pues considerar las cosas separadamente
de Allâh ya es incredulidad (nifâq, shirk o kufr, según los casos);
la oración integra al hombre en el ritmo y –por la dirección ritual
hacia la Kaaba– en el orden centrípeto de la adoración universal; la
ablución que precede a la oración devuelve virtualmente al hombre al
estado primordial y en cierta forma al Ser puro. El ayuno nos separa
del flujo continuo y devorador de la vida camal, introduce una
especie de muerte y de purificación en nuestra carne; (40) la
limosna vence al egoísmo y a la avaricia, actualiza la solidaridad
de todas las criaturas; es un ayuno del alma, como el ayuno
propiamente dicho es una limosna del cuerpo; la pereginación
prefigura el viaje interior hacia la Kaaba del corazón, purifica a
la comunidad como la circulación sanguínea, al pasar por el corazón,
purifica al cuerpo; la guerra santa, por último, es, siempre desde
el punto de vista en que nos situamos, una manifestación exterior y
colectiva del discernimiento entre la verdad y el error; es como el
complemento centrífugo y negativo de la peregrinación –el
complemento, no el contrario, ya que permanece vinculada al centro y
es positiva por su contenido religioso.
Resumamos una vez más los
caracteres esenciales del Islam, desde el ángulo de visión que para
nosotros importa. El Islam en las condiciones normales, impresiona
por el carácter inquebrantable de su convicción y también por la
combatividad de su fe; estos dos aspectos complementarios, interior
y estático uno y exterior y dinámico el otro, derivan esencialmente
de una conciencia del Absoluto, la cual por una parte hace
inaccesible a la duda y por otra aparta el error con violencia;(41)
el Absoluto –o la conciencia del Absoluto– engendra así en el alma
las cualidades de la roca y del rayo, representadas una por la
Kaaba, que es el centro, y la otra por la espada de la guerra santa,
que señala la periferia. En el plano espiritual, el Islam hace
hincapié en el conocimiento, puesto que éste es el que realiza el
máximo de unidad, en el sentido de que rompe la ilusión de la
pluralidad y va más allá de la dualidad sujeto‑objeto; el amor es
una forma y un criterio del conocimiento unitivo, o también una
etapa hacia él, desde otro punto de vista. En el plano terrenal, el
Islam busca el equilibrio y pone cada cosa en su lugar,
distinguiendo claramente, por lo demás, entre el individuo y la
colectividad, a la vez que tiene en cuenta su solidaridad recíproca.
Al‑islâm es la condición humana equilibrada en función del Absoluto,
en el alma así como en la sociedad.
El fundamento de la ascensión espiritual es que Allâh es puro
Espíritu y que el hombre se Le asemeja fundamentalmente por la
inteligencia; el hombre va hacia Allâh mediante lo que, en él, es
más conforme a Allâh, a saber, el intelecto, que es a la vez
penetración y contemplación y cuyo contenido «sobrenaturalmente
natural» es el Absoluto, que ilumina y libera. El carácter de una
vía depende de una determinada definición previa del hombre: si el
hombre es pasión –como lo quiere la perspectiva general del
Cristianismo– (42) la vía es sufrimiento; si es deseo, la vía es
renunciamiento; si es voluntad, la vía es esfuerzo; si es
inteligencia, la vía es discernimiento, concentración y
contemplación. Pero también podríamos decir: la vía es tal cosa «en
la medida en que» –y no «porque»– el hombre posee tal naturaleza; y
esto permite comprender por qué la espiritualidad musulmana, aunque
se funda en el misterio del conocimiento, no implica menos la
renuncia y el amor.
El Profeta dijo: «Allâh no ha creado nada más noble que la
inteligencia, y Su cólera cae sobre el que la desprecia», y también:
«Allâh es bello y ama la belleza». Estas dos sentencias son
características del Islam: el mundo es para él un vasto libro lleno
de «signos» (âyât) o de símbolos –de elementos de belleza– que
hablan a nuestro entendimiento y que se dirigen a «los que
comprenden». El mundo está hecho de formas, y éstas son como los
vestigios de una música celestial congelada; el conocimiento o la
santidad disuelve nuestra congelación, libera la melodía interior.
(43) Debemos recordar aquí un versículo coránico que habla de las
«piedras de las que brotan arroyos» mientras que hay corazones «más
duros que las piedras», lo que podemos comparar con «el agua viva»
de Cristo y los «ríos de agua viva» que, según el Evangelio, «se
escapan de los corazones» de los santos. (44)
Estos «arroyos» o estas «aguas vivas» están más allá de las
cristalizaciones formales y separatívas; pertenecen al ámbito de la
«verdad esencial» (haqîqa) hacia la que conduce la «vía» (tarîqa)
–partiendo del «camino común» (sharî’a) que es la Ley general–, y en
este nivel la verdad ya no es un sistema de conceptos –por lo demás
intrínsecamente adecuado e indispensable–, sino un «elemento» como
el agua o el fuego. Y esto nos permite pasar a otra consideración:
si hay religiones diversas –cada una de las cuales habla, por
definición, un lenguaje absoluto y por consiguiente exclusivo– es
porque la diferencia de las religiones corresponde exactamente, por
analogía, a la diferencia de los individuos humanos; en otros
términos, si las religiones son verdaderas es porque es Allâh quien
ha hablado cada vez, y si son diversas es porque Allâh ha hablado
lenguajes diversos, en conformidad con la diversidad de los
receptáculos; por último, si son absolutos y exclusivos es porque en
cada una Allâh ha dicho: «Yo».
Esta tesis –lo sabemos muy bien, y está, por lo demás, en el orden
natural de las cosas– no es aceptable en el plano de las ortodoxias
exotéricas, (45) pero lo es en el de la ortodoxia universal, la
misma de la que Muhyi‑I‑Dîn Ibn ‘Arabî, el gran portavoz de la
gnosis en el Islam, dio fe en estos términos: «Mi corazón se ha
abierto a todas las formas: es un pasto para las gacelas (46) y un
convento de monjes cristianos, un templo de ídolos y la Kaaba del
peregrino, las tablas de la Tora y el libro del Corán. Practico la
religión del Amor; (47) en cualquier dirección hacia la que sus
caravanas (48) avancen, la religión del Amor será mi religión y mi
fe» (Tarjumân al‑ashwâq). (49)
Notas
1. Estas dos
doctrinas, la del Absoluto y la del hombre, están comprendidas
respectivamente en los dos testimonios de fe del Islam, el primero
de los cuales se refiere a Allâh y el segundo al Profeta.
2. La palabra no se exterioriza forzosamente, pues el
pensamiento articulado pertenece también al lenguaje.
3. El misterio es como la infinitud interna de la
certidumbre, ésta no puede agotar aquélla.
4. Estos dos aspectos también son expresados por la fórmula
coránica siguiente: «En verdad, somos de Allâh (inná‑li‑Llâhi) y en
verdad volveremos a Él» (wa‑inná ilayhi râji’ún). La Basmala –la
fórmula «En el nombre de Allâh, el infinitamente Bueno, el siempre
Misericordioso» (Bismi‑Lláhi‑l‑Rahmâni1‑Raffim)– expresa igualmente
la vinculación de las cosas al Principio.
5. 0 también, la causa o el origen está en la palabra rasúl
(«Enviado») y la finalidad en el nombre Muhammad («Glorificado»). La
risala (la «cosa enviada», la «epístola», el Corán) ha «descendido»
en la laylat al‑Qadr (la «noche del Poder que destina») y Muhammad
ha «ascendido» en la laylat al‑mi`raj (el «viaje nocturno»),
prefigurando así la finalidad del hombre.
6. Decimos «ante todo» porque la primera Shahâda contiene
eminentemente a la segunda.
7. Esta reserva significa aquí que en último término la
segunda Shahâda, siendo Palabra divina o «Nombre divino» como la
primera, actualiza a fin de cuentas el mismo conocimiento que ésta,
en virtud de la unidad de esencia de las Palabras o Nombres de
Allâh.
8. Hablar, en conexión con lbn'Arabi: de un islam
cristianizado, es perder de vista que la doctrina del Shaykh
al‑akbar era esencialmente muhammadiana, que era incluso en
particular como un comentario del Muhammadun RasúluLláh, en el
sentido de los adagios vedánticos: «Todas las cosas son Atma» y «tú
eres Esto».
9. También la caída –y no sólo la Encarnación– es un
«acontecimiento» único que se considera capaz de determinar de una
manera total a un «ser», a saber, el del hombre. Para el Islam, la
caída de Adán es una manifestación necesaria del mal, sin que el mal
pueda determinar el ser propio del hombre, pues éste no puede perder
su deiformidad. En el Cristianismo, la «acción» parece prevalecer en
cierta forma sobre el «ser» divino, en el sentido de que la «acción»
repercute en la definición misma de Allâh. Esta forma de ver las
cosas puede parecer expeditiva, pero hay aquí un distingo muy sutil
que no se puede descuidar cuando se trata de comparar las dos
teologías.
10. Como, por ejemplo, Abú HAtim, citado por Louis Massignon
en Le Christ dans les Evangiles selon Al‑Gházzáli.
11. Un autor católico de la «belle époque» podía exclamar:
«¡Necesitamos signos, hechos concretos!». Tales palabras serían
inconcebibles por parte de un musulmán, en el Islam parecerían
infidelidad, o incluso una llamada al diablo o al anticristo, y en
todo caso una extravagancia de las más censurables.
12. Quien dice distinción, dice relatividad. El término
mismo de «relaciones trinitarias» prueba que el punto de vista
adoptado –providencial y necesariamente– se sitúa en el nivel
metafísico de toda bhakti. La gnosis irá más allá de este plano
atribuyendo la absolutidad a la «Divinidad» en el sentido
eckhartiano, o al «Padre» cuando la Trinidad es considerada en
«sentido vertical»; el «Hijo» corresponderá entonces al Ser –primera
relatividad «en el Absoluto»– y el Espíritu Santo al Acto.
13. El dogmatismo se caracteriza por el hecho de dar un
alcance absoluto y un sentido exclusivo a un determinado «punto de
vista» o a un determinado «aspecto». En pura metafísica, toda
antinomia conceptual se resuelve en la verdad total, lo que no debe
confundirse con una nivelación negadora de las oposiciones reales.
14. En términos cristianos: la naturaleza humana no es la
naturaleza divina. Si el Islam insiste en ello de la forma en que lo
hace, de una manera determinada y no de otra, es debido a su ángulo
de visión particular.
15. «No digáis, de los que han sido muertos en la vía de
Allâh, que están muertos, sino que están vivos; aunque vosotros no
os deis cuenta de ello» (Corán, 11, 149). Cf. nuestro libro Sentiers
de gnose, cap. «El sentimiento de absoluto en las religiones», p.
15, nota.
16. La misma observación se aplica al Cristianismo cuando,
por ejemplo, se considera que los santos del Antiguo Testamento
–entre ellos Enoc, Abraham, Moisés y Elías– están excluidos del
Cielo hasta que Cristo «descienda a los infiernos». Sin embargo,
Cristo apareció antes de este descenso entre Moisés y Elías en la
luz de la Transfiguración, y mencionó en una parábola el «seno de
Abraham». Estos hechos son evidentemente susceptibles de
interpretaciones diversas, pero no por ello los conceptos cristianos
dejan de ser incompatibles con la tradición judía. Lo que los
justifica es su simbolismo espiritual y, por lo tanto, su verdad: la
salvación pasa necesariamente por el Logos, y éste, aunque se haya
manifestado en el tiempo con una determinada forma, está más allá de
la condición temporal. Señalemos igualmente la contradicción
aparente entre San Juan Bautista, que negaba ser Elías, y Cristo,
que afirmaba lo contrario: si esta contradicción ‑que se resuelve
por la diferencia de los aspectos considerados‑ tuviera lugar entre
dos religiones, sería explotada a fondo, con el pretexto de que
«Dios no puede contradecirse».
17. Nos referimos aquí a términos alquímicos.
18. Si partimos de la idea de que el esoterismo, por
definición, considera ante todo el ser de las cosas y no el devenir
o nuestra situación volitiva, es Cristo quien será, para el gnóstico
cristiano, el ser de las cosas, este «Verbo del que todo ha sido
hecho y sin el cual nada ha sido hecho». La Paz de Cristo es, desde
este punto de vista, el reposo del intelecto en «lo que es».
19. No decimos «el hombre singular», pues esta expresión
tendría todavía el inconveniente de definir al hombre en función de
la colectividad y no a partir de Allâh. No distinguimos entre un
hombre y varios hombres, sino entre la persona humana y la sociedad.
20. El principio de este abandono de los ritos generales es
sin embargo conocido y se manifiesta a veces, sin lo cual Ibn Hanbal
no hubiera reprochado a los sufíes el que desarrollaran la
meditación en detrimento de la oración y que pretendieran, a fin de
cuentas, liberarse de las obligaciones legales. Se distingue, de
hecho, entre derviches «viajeros» (hacia Allâh, sálikún) y
«atraídos» (por Allâh, majadhib): la primera categoría está formada
por la inmensa mayoría y obedece la Ley, mientras que la segunda se
dispensa de ella en mayor o menor medida, sin ser molestados
demasiado, pues se los toma fácilmente por medio locos dignos de
piedad, a veces de temor o incluso de veneración. En el sufismo
indonesio no parecen ser raros los casos de abandono de los ritos en
función de la sola oración del corazón; se considera, entonces, la
consciencia de la Unidad como una oración universal que dispensa de
las oraciones canónicas; se estima que el conocimiento supremo
excluye la multiplicidad «politeísta» (mushrik) de los ritos, pues
el Absoluto no tiene dualidad. En el Islam en general parece que
siempre ha existido ‑prescindiendo de la distinción muy particular
entre sálikún y majadhib‑ la división externa entre sufíes
«nomistas» y «anomistas», unos observantes de la Ley en virtud de su
simbolismo y su oportunidad, y otros desapegados de ella en virtud
de la supremacía,del corabón (qalb) y del conocimiento directo
(mar'rifa). Jaljal al‑Din Rúmi dice en su Mathnáwi: «Los amantes de
los ritos son una clase, y aquéllos cuyos corazones y almas están
inflamados de amor forman otra», lo cual se dirige únicamente a los
sufíes ‑por referencia a la «esencia de certidumbre»
(ayn‑al‑yaffin)‑ y no tiene por lo demás, con toda evidencia, ningún
carácter de alternativa sistemática, como lo prueba la vida misma de
Jaljal al‑Din; ningún «librepensamiento» podría aprovecharse de
ello. Por último, observemos que, según AI‑Junayd, el «realizador de
la unión» (muwahhid) debe observar la «sobriedad» (sahw) y guardarse
tanto de la «intoxicación» (sukr) como del «libertinismo» (ibáhiya).
21. El Corán dice: «No vayáis a la oración en estado de
ebriedad», lo que puede entenderse en un sentido superior y
positivo; el sufí que goza de una «estación» (maqám) de beatitud, o
incluso, simplemente, el dhákir (consagrado al dhikr, equivalente
islámico del lapa hindú) que considera su oración secreta como un
«vino» (khamr), podría en principio abstenerse de las oraciones
generales. Decimos «en principio», pues, de hecho, la preocupación
por el equilibrio y la solidaridad, tan marcada en el Islam, hace
inclinar la balanza en el otro sentido.
22. Muchos santos hindúes han hecho caso omiso de las
castas, pero ninguno ha pensado en abolirlas. A la cuestión de si
hay dos morales, una para los individuos y otra para el Estado,
responderemos afirmativamente, con la reserva, sin embargo, de que
una siempre puede extenderse al terreno de la otra, según las
circunstancias externas o internas. En ningún caso está permitido
que la intención de «no resistir al malo» se convierta en
complicidad, traición o suicidio.
23. Esta actitud cesó con respecto a los hindúes, en gran
medida al menos, cuando se vio que el hinduismo no es equivalente al
paganismo árabe; los hindúes fueron asimilados entonces a las
«gentes del libro» (ahl al‑Kitáb), es decir, a los monoteístas
semítico‑occidentales.
24. Cristo, al emplear la violencia contra los mercaderes
del Templo, mostró que esta actitud no podía excluirse.
25. «Vemos a príncipes musulmanes y católicos no sólo
aliarse cuando se trata de romper el poderío de un correligionario
peligroso, sino también ayudarse generosamente los unos a los otros
para dominar desórdenes y revueltas. El lector se enterará, no sin
sorpresa, de que en una de las batallas por el califato de Córdoba,
en 1010, fueron fuerzas catalanas las que salvaron la situación, y
que en esa ocasión tres obispos dejaron su vida por el «Príncipe de
los creyentes»... Al‑Mansúr tenía en su corte a varios condes, que
con sus tropas se habían unido a él, y la presencia de guardias
cristianas en las cortes andaluzas no tenía nada de excepcional...
Cuando se conquistaba un territorio enemigo, las convicciones
religiosas de la población eran respetadas en la mayor medida
posible; baste recordar que Mansúr ‑normalmente bastante poco
escrupuloso‑ se preocupó, cuando el asalto a Santiago, de proteger
contra toda profanación la iglesia que albergaba la tumba del
Apóstol y que en muchos otros casos los califas aprovechaban la
ocasión para manifestar su respeto por las cosas sagradas del
enemigo; los cristianos tuvieron una actitud semejante en
circunstancias análogas. Durante siglos el Islam fue respetado en
los países reconquistados, y no fue sistemáticamente perseguido y
exterminado hasta el siglo xvi... bajo la instigación de un clero
fanático y que se había vuelto demasiado poderoso, Durante toda la
Edad Media, por el contrario, la tolerancia hacia la convicción
ajena y el respeto a los sentimientos del enemigo acompaflaron a las
luchas incesantes entre moros y cristianos, suavizando mucho los
rigores de la guerra y confiriendo a los combates un carácter lo más
caballeresco posible... A pesar del abismo lingüístico, el respeto
al adversario así como la alta estima de sus virtudes, y, en la
poesía de ambos bandos, la comprenstón de sus sentimientos, se
convertía en un vínculo nacional común; esta poesía es testimonio
elocuente del amor o la amistad que unía a menudo a musulmanes y
cristianos por encima de todos los obstáculos (Ernst Kühnel,
Maurische Kunst, Berlín, 1924).
26. El desequilibrio tiene también un sentido positivo, pero
indirectamente; toda guerra santa es un desequilibrio. Se pueden
interpretar ciertas palabras de Cristo ‑«No he venido a traeros la
paz»‑ como la institución del desequilibrio con miras a la unión; el
equilibrio sólo será restituido por Dios.
27. Si el equilibrio pone la mira en el «centro», el ritmo,
por su parte, se refiere más particularmente al «origen» como raíz
cualitativa de las cosas.
28. «Ni la India ni los pitagóricos practicaron la ciencia
actual, y aislar en ellos los elementos de técnica racional, que
recuerdan nuestra ciencia, de los elementos metafísicos que no la
recuerdan en absoluto, es una operación arbitraria y violenta,
contraria a la verdadera objetividad. Platón, decantado de esta
manera, sólo tiene un interés anecdótico, mientras que toda su
doctrina consiste en instalar al hombre en la vida supratemporal y
supradiscursiva del pensamiento, de la que tanto las matemáticas,
como el mundo sensible pueden ser símbolos. Así pues, si los,
pueblos han podido prescindir de nuestra ciencia autónoma durante
milenios y en todos los climas, es que esta ciencia no es necesaria;
y si ha aparecido como fenómeno de civilización bruscamente y en un
solo lugar es para revelar su esencia contingente» (Fernand Brunner,
Science et Réalité, Paris, 1954).
29. Hay en ello como una perversión del instinto de
conservación, una necesidad de consolidar el error para tener la
conciencia tranquila.
30. Las especulaciones de Teilhard de Chardin ofrecen un
ejemplo patente de una teología que ha sucumbido ante los
microscopios y los telescopios, ante las máquinas y sus
consecuencias filosóficas y sociales ‑«caída» que estaría excluida
si aquí hubiera habido el menor conocimiento intelectivo directo de
las realidades inmateriales‑ El lado «inhumano» de dicha doctrina
es, por lo demás, muy revelador.
31. Lo más íntegramente «humano» es lo que da al hombre las
mejores oportunidades para el más allá, y es también, por eso mismo,
lo que corresponde más profundamente a su naturaleza.
32. No es, sin embargo, esta decadencia lo que los hacía
«colonizables», sino, al contrario, su carácter normal, que excluía
el «progreso técnico». El Japón, cuya decadencia era mínima, no
resistió mejor que otros países el primer asalto de las armas
occidentales. Apresurémonos a añadir que hoy en día la antigua
oposición Occidente‑Oriente no se revela ya casi en ninguna parte en
el plano político, o que se revela en el interior mismo de las
naciones; en el exterior no son sino variantes del espíritu moderno
que se oponen mutuamente.
33. Festina lente, decían los antiguos.
34. Se llama «huida de las responsabilidades» o Weltflucht
‑en inglés escapism‑ a toda actitud contemplativa y por consiguiente
a toda negativa a situar la verdad total y el sentido de la vida en
la agitación exterior. Se adorna con el nombre de
«responsabilidades» al apego hipócritamente utilitario al mundo y se
olvida rápidamente que la huida, suponiendo que sólo se trate de
esto, no es siempre una actitud falsa.
35. Lentitud que no excluye la rapidez cuando ésta se
desprende de las propiedades naturales de las cosas o cuando resulta
naturalmente de las circunstancias, lo que implica su acuerdo con
los simbolismos y con las actitudes espirituales correspondientes.
Está en la naturaleza del caballo el poder correr; una «fantasía»
tiene lugar con celeridad; una estocada debe ser rápida como el
rayo; lo mismo una decisión salvadora, La ablución anterior a la
oración debe hacerse con rapidez.
36. En el Islam los ángeles y todos los profetas se
representan con turbante, a veces de colores distintos, según el
simbolismo.
37. San Vicente de Paúl, al crear la toca de las hermanas de
la Caridad, tenía la intención de imponerles una suerte de
reminiscencia del aislamiento monástico.
38. El odio al turbante, como el odio a lo «romántico», a lo
«pintoresco», a lo «folklórico», se explica por el hecho de que los
mundos «románticos» son precisamente aquéllos en los que Allâh es
todavía verosímil; cuando se quiere suprimir el Cielo, es lógico
empezar por crear un ambiente que haga aparecer las cosas
espirituales como cuerpos extraños; para poder declarar con éxito
que Allâh es irreal hay que fabricar en torno al hombre una falsa
realidad, que será forzosamente inhumana, pues sólo lo inhumano
puede excluir a Allâh. Se trata de falsificar la imaginación y, así,
de matarla. La mentalidad moderna es la más prodigiosa falta de
imaginación que se pueda imaginar.
39. Lo mismo ocurre en el plano del microcosmo humano, para
la inteligencia lo mismo que para la voluntad: ni la veleidad ni el
discernimiento se ejercen en ausencia de un objeto.
40. El Ramadán es al año musulmán lo que el domingo
judeo‑cristiano es a la semana.
41. El error es, según esta perspectiva, la negación del
Absoluto, o la atribución de la cualidad de absoluto a lo relativo o
a lo contingente, o aun el hecho de admitir más de un Absoluto. No
hay que confundir, sin embargo, esta intención metafísica con las
asociaciones de ideas a las que puede dar lugar en la conciencia de
los musulmanes y que pueden no tener más que un sentido simbólico.
42. Pero sin que haya ahí una restricción de principio.
43. Los cantos y las danzas de los derviches son
anticipaciones simbólicas, y, por consiguiente, espiritualmente
eficaces, de los ritmos de la inmortalidad y también ‑lo que viene a
ser lo mismo‑ del néctar divino que fluye secretamente por las
arterias de toda cosa creada. Hay en esto, por otra parte, un
ejemplo de cierta oposición entre los órdenes esotérico y exotérico,
lo cual no puede dejar de producirse incidentaImente: la música y la
danza están proscritas por la Ley común, pero el esoterismo las
utiliza, lo mismo que el simbolismo del vino, que es una bebida
prohibida. No hay en ello nada de absurdo, pues el mundo también se
opone a Allâh desde cierto punto de vista a la vez que está «hecho a
Su imagen». El exoterismo sigue la «letra», y el esoterismo la
«intención divina».
44. Jalál al‑Din Rúmi: «El mar que yo soy se ha ahogado en
sus propias olas. ¡Qué extraño mar sin límites soy!».
45. Esta palabra indica una limitación, pero no contiene a
priofl ningún reproche, pues las bases humanas son lo que son.
46. Las «gacelas» son estados espirituales.
47. No se trata aquí de mahabba en el sentido psicológico o
metódico, sino de «verdad vivida» y de «atracción divina». El «amor»
se opone aquí a las «formas», que se consideran «frías» y «muertas».
«La letra mata», dijo también San Pablo, mientras que «el espíritu
vivifica». «Espíritu» y «amor» son aquí sinónimos.
48. Literalmente: «sus camellos». Como las «gacelas», los
«camellos» fi. guran aquí realidades del espíritu; representan las
consecuencias internas y externas ‑o las modalidades dinárnicas‑‑‑
del «amor», es decir, de la «conciencia esencial».
49. Del mismo modo, Jalal al‑Din Rúmi dice en sus cuartetos:
«Si la imagen de nuestro Bien Amado está en el templo de los ídolos,
es un error absoluto el dar vueltas alrededor de la Kaaba. Si la
Kaaba está privada de Su perfume, es una sinagoga. Y si sentimos en
la sinagoga el perfume de la unión con ]el, ella es nuestra Kaaba».
En el Corán este universalismo se expresa especialmente en estos
versículos: «De Allâh son el Oriente y el Occidente: adondequiera
que os volváis, allí está la Faz de Allâh » (11, 115). «Di: llamadle
Alláh o llamadle Al‑Rahmán; sea cual sea el nombre con el que lo
llaméis, de Él son los más bellos Nombres» (XVII, 110). En este
último versículo, los Nombres divinos pueden significar las
perspectivas espirituales, es decir, las religiones. Éstas son como
las cuentas del rosario; el cordón es la gnosis, la esencia que las
atraviesa todas.
Capítulo 2: El Corán y la Sunna
(primera parte)
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La gran teofanía del Islam es el
Corán; éste se presenta como un discernimiento (furqán)
entre la verdad y el error(1). En cierto sentido, todo el Corán ‑uno
de cuyos nombres es precisamente Al‑Furqan («el
Discernimiento»)‑ es una suerte de paráfrasis múltiple del
discernimiento fundamental, la Shahâda; todo su contenido
es en suma que «la Verdad ha venido y el error (al‑bâtil,
lo vano, lo inconsistente) se ha desvanecido; en verdad, el error es
efímero» (Corán, XXVII, 73)(2). Antes de
considerar el mensaje, queremos hablar de su forma y de los
principios que la determinan. Un poeta árabe pretendía poder
escribir un libro superior al Corán, cuya excelencia discutía
incluso desde el simple punto de vista del estilo. Este juicio, que
es evidentemente contrario a la tesis tradicional del Islam, puede
explicarse en un hombre que ignora que la excelencia de un libro
sagrado no es a priori de orden literario. Numerosos son, en efecto,
los textos que encierran un sentido espiritual y en los que la
claridad lógica se une al poder del lenguaje o a la gracia de la
expresión, sin que posean, no obstante, un carácter sagrado. Es
decir, las Escrituras sagradas no son tales a causa del tema que
tratan, ni a causa del modo en que lo tratan, sino en virtud de su
grado de inspiración o, lo que viene a ser lo mismo, a causa de su
procedencia divina; y ésta es la que determina el contenido del
libro, y no inversamente. El Corán - como la Biblia puede hablar de
una multitud de cosas distintas de Dios, por ejemplo, del diablo, de
la guerra santa o de las leyes de sucesión, sin ser por ello menos
sagrado, mientras que otros libros pueden tratar de Dios y de cosas
sublimes sin ser por ello Palabra divina.
Para la ortodoxia musulmana, el Corán se presenta no sólo como la
Palabra increada de Dios ‑ que se expresa, sin embargo, a través de
elementos creados, como las palabras, los sonidos, las letras‑, sino
también como el modelo por excelencia de la perfección del lenguaje.
Visto desde fuera, este libro aparece, no obstante, aparte la última
cuarta parte aproximadamente, cuya forma es altamente poética ‑pero
sin ser poesía‑, como un conjunto más o menos incoherente, y a veces
ininteligible a primera vista, de sentencias y relatos. El lector no
advertido, ya lea el texto en una traducción o en árabe, topa con
oscuridades, repeticiones, tautologías, y también, en la mayoría de
las suras largas, con una especie de sequedad, sin tener al menos la
«consolación sensible» de la belleza sonora que se desprende de la
lectura ritual y salmodiada. Pero éstas son dificultades que se
encuentran en un grado o en otro en la mayoría de las Escrituras
sagradas (3). La aparente incoherencia de estos textos (4) ‑como el
«Cantar de los Cantares» o ciertos pasajes de San Pablo‑ tiene
siempre la misma causa, a saber, la desproporción inconmensurable
entre el Espíritu, por una parte, y los recursos limitados del
lenguaje humano, por otra: es como si el lenguaje coagulado y pobre
de los mortales se rompiera, bajo la formidable presión de la
Palabra celestial, en mil pedazos, o como si Dios, para expresar mil
verdades, sólo dispusiera de una decena de palabras, lo que le
obligaría a alusiones preñadas de sentido, a elipsis, reducciones,
síntesis simbólicas. Una Escritura sagrada ‑y no olvidemos que para
el Cristianismo esta Escritura no es únicamente el Evangelio, sino
la Biblia entera con todos sus enigmas y sus apariencias de
escándalo‑, una Escritura sagrada, decimos, es una totalidad, es una
imagen diversificada del Ser, diversificada y transfigurada, con
vistas al receptáculo humano; es una luz que quiere hacerse visible
a la arcilla, o que quiere tomar la forma de ésta; o aun, es una
verdad que, debiendo dirigirse a seres hechos de arcilla o de
ignorancia, no tiene otro medio de expresión que la substancia misma
del error natural del que nuestra alma está hecha (5).
«Dios habla sucintamente», como dicen los rabinos, y esto explica
también las elipsis audaces, incomprensibles a primera vista, al
igual que las superposiciones de sentidos, que se encuentran en las
Revelaciones (6); además, y éste es un principio crucial, la verdad
está, para Dios, en la eficacia espiritual o social de la palabra o
del símbolo, no en la exactitud del hecho cuando ésta es
psicológicamente inoperante o incluso nociva; Dios quiere salvar
antes que informar, pone la mira en la sabiduría y la inmortalidad y
no en el saber exterior, y menos aún en la curiosidad. Cristo llamó
a su cuerpo «el Templo», lo cual puede sorprender cuando se piensa
que esta palabra designaba a priori, y aparentemente con mayor
razón, un edificio de piedra; pero el templo de piedra era mucho
menos que Cristo receptáculo del Dios vivo ‑puesto que Cristo había
venido‑ y en realidad el nombre «Templo» correspondía con mayor
razón a Cristo que al edificio hecho de mano del hombre. Diremos
incluso que el Templo, el de Salomón lo mismo que el de Herodes, era
la imagen del cuerpo de Cristo, pues la sucesión temporal no
interviene para Dios. Así es cómo las Escrituras sagradas desplazan
a veces palabras e incluso hechos en función de una verdad superior
que a los hombres se les escapa. Pero no sólo existen las
dificultades intrínsecas de los libros revelados, existen también su
lejanía en el tiempo y las diferencias de mentalidad de las
distintas épocas, o, digamos, la desigualdad cualitativa de las
fases del ciclo humano; en el origen ‑se trate de la época de los
Rishis o de la de Muhammad‑ el lenguaje era diferente de lo que es
en nuestros días; las palabras no estaban gastadas, contenían
infinitamente más de lo que podemos adivinar; muchas cosas que eran
evidentes para el lector antiguo podían silenciarse, pero tuvieron
que ser expresamente explicadas ‑y no «añadidas»- en una época
posterior (7).
Un texto sagrado, con sus aparentes contradicciones y sus
oscuridades, tiene algo de mosaico, a veces de anagrama; pero basta
con consultar los comentarios ortodoxos ‑luego guiados divinamente-
para saber con qué intención se hizo determinada afirmación y desde
qué punto de vista es válida, o cuáles son los sobreentendidos que
permiten unir los elementos a primera vista inconexos del discurso.
Los comentarios han surgido de la tradición oral que acompaña a la
Revelación desde el origen, o han surgido por inspiración de la
misma fuente sobrenatural; su cometido será, pues, no sólo
intercalar las partes que faltan, pero que están implícitas, del
discurso y precisar desde qué punto de vista o en qué sentido debe
entenderse una cosa determinada, sino también explicar los diversos
simbolismos que a menudo son simultáneos y están superpuestos; en
resumen, los comentarios forman parte providencialmente de la
Tradición, son como la savia de su continuidad, incluso si su
consignación por escrito o, dado el caso, su remanifestación después
de alguna interrupción, es más o menos tardía, según lo que exijan
los tiempos históricos. «La tinta de los sabios (de la Ley o del
Espíritu) es como la sangre de los mártires», dijo el Profeta, lo
que indica la función capital, en todo mundo tradicional, de los
comentarios ortodoxos (8).
Según la tradición judía, no es la forma literal de las Escrituras
sagradas lo que tiene fuerza de ley, sino únicamente sus comentarios
ortodoxos. La Tora está «cerrada», no se entrega por sí misma; son
los sabios los que la «abren»; es la propia naturaleza de la Tora la
que exige desde el origen el comentario, la Mischna. Se dice que
ésta fue dada en el Tabernáculo, cuando Josué la transmitió al
Sanedrín; con ello el Sanedrín fue consagrado, y por consiguiente
está instituido por Dios, como la Tora y al mismo tiempo que ella. Y
esto es importante: el comentario oral que Moisés recibió en el
Sinaí y transmitió a Josué se perdió en parte y tuvo que ser
reconstituido por los sabios sobre la base de la Tora. Esto muestra
claramente que la gnosis implica una continuidad a la vez
«horizontal» y «vertical», o mejor, que acompaña a la Ley escrita de
una manera a la vez «horizontal» y continua y «vertical» y
discontinua. Los secretos han pasado de mano en mano, pero la chispa
puede saltar en cualquier momento al solo contacto con el Texto
revelado, en función de determinado receptáculo humano y de los
imponderables del Espíritu Santo. Se dice también que Dios dio la
Tora durante el día y la Mischna durante la noche (9); o también,
que la Tora es infinita en sí misma, mientras que la Mischna es
inagotable por su movimiento en el tiempo; añadiremos que la Tora es
como el océano, que es estático e inagotable, y la Misclina como un
río, que está siempre en movimiento. Todo esto se aplica,
mutatis mutandis, a toda Revelación y también, particularmente,
al Islam.
En lo que concierne a este último, o, más bien, a su esoterismo,
hemos oído en su favor el argumento siguiente: si hay autoridades
para la Fe (imân) y la Ley (islâm), debe haberlas
igualmente para la Vía (ihsân), y estas autoridades no son
otras que los sufíes y sus representantes calificados; la misma
necesidad lógica de autoridades para este tercer plano ‑y éste, los
«teólogos del exterior» «ulama al‑zhâhir) están obligados a
admitirlo sin poder explicarlo‑, esta necesidad es una de las
pruebas de la legitimidad del sufismo y, por lo tanto, de sus
doctrinas y sus métodos, y también de su organizaciones y sus
maestros.
Estas consideraciones sobre los Libros sagrados nos llevan a definir
un poco este epíteto de «sagrado»: es sagrado lo que, en primer
lugar se vincula al orden trascendente, en segundo lugar, posee un
carácter de absoluta certeza y, en tercer lugar, escapa a la
comprensión y al control del espíritu humano ordinario. Imaginemos
un árbol cuyas hojas, no poseyendo ningún conocimiento directo de la
raíz, discutieran sobre la cuestión de saber si ésta existe o no, o
de cuál es su forma en caso afirmativo; si entonces una voz
procedente de la raíz pudiera decirles que ésta existe y que su
forma es tal o cual, este mensaje sería sagrado. Lo sagrado es la
presencia del centro en la periferia, de lo inmutable en el
movimiento; la dignidad es esencialmente una expresión de ello, pues
también en la dignidad el centro se manifiesta en el exterior; el
corazón se transparenta en los gestos. Lo sagrado introduce en las
cosas relativas una cualidad de absoluto, confiere a cosas
perecederas una textura de eternidad.
Para comprender todo el alcance del Corán hay que tomar en
consideración tres cosas: su contenido doctrinal, que encontramos
expuesto de forma explícita en los grandes tratados canónicos del
Islam, como los de Abû Hanîfa y de Al‑Tahâwî; su contenido
normativo, que describe todas las vicisitudes del alma; y su magia
divina, es decir, su poder misterioso y en cierto sentido milagroso
(10). Estas fuentes de doctrina metafísica y escatológica, de
psicología mística y de poder teúrgico, se esconden bajo el velo de
palabras jadeantes que a menudo se entrechocan, de imágenes de
cristal y de fuego, pero también de discursos con ritmos
majestuosos, tejidos con todas las fibras de la condición humana.
Pero el carácter sobrenatural de este Libro no reside solamente en
su contenido doctrinal, su verdad psicológica y mística y su magia
transformadora; aparece también en su eficacia más exterior, en el
milagro de su expansión. Los efectos del Corán, en el espacio y el
tiempo, no guardan relación con la impresión literaria que puede dar
al lector profano la forma literal escrita. Como toda Escritura
sagrada, el Corán es, también, a priori un libro
«cerrado», aunque esté «abierto» desde otro punto de vista, el de
las verdades elementales de salvación.
Hay que distinguir en el Corán entre la excelencia general de la
Palabra divina y la excelencia particular de un determinado
contenido que puede superponerse a ella, por ejemplo cuando se habla
de Dios o de Sus cualidades; es como la distinción entre la
excelencia del oro y lla de la obra maestra sacada de este metal. La
obra maestra manifiesta de forma directa la nobleza del oro, y del
mismo modo: la nobleza del contenido de un determinado versículo
sagrado expresa la nobleza de la substancia coránica, de la Palabra
divina en sí indiferenciada, pero sin poder aumentar el valor
infinito de esta última; y esto también está relacionado con la
«magia divina», la virtud transformadora y a veces teúrgica del
discurso divino a la cual hemos aludido.
Esta magia está estrechamente ligada a la propia lengua de la
Revelación, que es la árabe; de ahí la ilegitimidad canónica y la
ineficacia ritual de las traducciones. Una lengua es sagrada cuando
Dios la ha hablado; ` y para que Dios la hable es necesario que
presente ciertas características que no vuelven a encontrarse en
ninguna lengua tardía. Por último, es esencial comprender que, a
partir de una determinada época cíclica y del endurecimiento del
ambiente terrenal que ésta implica, Dios deja de hablar, al menos
como Revelador; dicho de otro modo, a partir de cierta época, todo
lo que se presenta como nueva religión es forzosamente falso (12);
la Edad Media es, grosso modo, el último límite (13).
Como el mundo, el Corán es uno y múltiple a la vez. El mundo es una
multiplicidad que dispersa y divide; el Corán es una multiplicidad
que reúne y conduce a la Unidad. La multiplicidad del libro sagrado
‑la diversidad de las palabras, las sentencias, las imágenes y los
relatos‑ llena el alma y luego la absorbe y la transfiere
imperceptiblemente, mediante una suerte de «estratagema divina»
(14), al clima de la serenidad y de lo inmutable. El alma, que está
acostumbrada al flujo de los fenómenos, se entrega a ellos sin
resistencia, vive en ellos y es dividida y dispersada por ellos, e
incluso más que esto: se convierte en lo que piensa y lo que hace.
El Discurso revelado tiene la virtud de acoger esta misma tendencia
al tiempo que invierte su movimiento gracias al carácter celestial
del contenido y el lenguaje, de forma que los peces del alma entran
sin desconfianza y según sus ritmos habituales en la red divina
(15). Es necesario infundir a la mente, en la medida en que puede
llevarla, la conciencia del contraste metafísico entre la
«substancia» y los «accidentes»; la mente así regenerada es la que
piensa primero en Dios y lo piensa todo en Dios. En otras palabras:
mediante el mosaico de textos, frases y palabras, Dios extingue la
agitación mental al revestir Él mismo la apariencia de la agitación
mental. El Corán es como la imagen de todo lo que el cerebro humano
puede pensar y experimentar, y por este medio Dios agota la
inquietud humana e infunde en el creyente el silencio, la serenidad
y la paz.
La Revelación, en el Islam -como, por lo demás, en el judaísmo‑ se
refiere esencialmente al simbolismo del libro: todo el Universo es
un libro cuyas letras son los elementos cósmicos ‑los budistas
dirían los dharmas‑, los cuales producen, por sus
innumerables combinaciones y bajo el influjo de las ideas divinas,
los mundos, los seres y las cosas; las palabras y las frases del
libro son las manifestaciones de las posibilidades creadoras, las
palabras con respecto al contenido y las frases con respecto al
continente. La frase es, en efecto, como un espacio -o como una
duración‑ que lleva en sí una serie predestinada de composibles y
constituye lo que podríamos llamar un «plan divino». Este simbolismo
del libro se distingue del de la palabra por su carácter estático:
la palabra se sitúa, en efecto, en la duración e implica la
repetición, mientras que el libro contiene afirmaciones en modo
simultáneo, hay en él cierta nivelación, por ser semejantes todas
las letras, y esto es, por lo demás, bien característico de la
perspectiva del Islam. Sólo que esta perspectiva ‑como la de la
Tora‑ incluye también el simbolismo de la palabra: pero ésta se
identifica entonces con el origen; Dios habla, y Su Palabra se
cristaliza en forma de Libro. Esta cristalización tiene
evidentemente su prototipo en Dios, de modo que se puede afirmar que
la «Palabra» y el «Libro» son dos aspectos del Ser puro, que es el
Principio a la vez creador y revelador; se dice, no obstante, que el
Corán es la Palabra de Dios, y no que la Palabra procede del Corán o
del Libro.
En primer lugar, la «Palabra» es el Ser en cuanto Acto eterno del
Sobre‑Ser, de la Esencia divina (16), cuanto conjunto de las
posibilidades de manifestación, el Ser es el «Libro». Después, en el
plano del Ser mismo, la Palabra ‑o el Cálamo, según otra imagen‑
(17) es el Acto creador, mientras que el Libro es la Substancia
creadora (18); hay en esto una relación con la Natura naturans
y la Natura naturata, en el sentido más elevado que pueden
tomar estos conceptos. Por último, en el plano de la Existencia ‑de
la Manifestación, si se quiere- la Palabra es el «Espíritu divino»,
el Intelecto central y universal que efectúa y perpetúa, «por
delegación» en cierto modo, el milagro de la creación; el Libro es
entonces el conjunto de las posibilidades «cristalizadas», el mundo
innumerable de las criaturas. La «Palabra» es, pues, el aspecto de
simplicidad «dinámica» o de «acto» simple; el «Libro» es el aspecto
de complejidad «estática» o de «Ser» diferenciado (19).
0 también: Dios ha creado el mundo como un Libro; y su Revelación ha
descendido al mundo en forma de Libro; pero el hombre debe oír en la
Creación la Palabra divina, y debe remontarse hasta Dios por la
Palabra; Dios se ha hecho Libro por el hombre, y el hombre debe
hacerse Palabra por Dios (20); el hombre es un «libro» por su
multiplicidad microcósmica y su estado de coagulación existencial,
mientras que Dios, considerado desde este punto de vista, es pura
Palabra por Su Unidad metacósmica y Su pura «actividad» principial.
El contenido más aparente del Corán está formado, no de exposiciones
doctrinales, sino de relatos históricos y simbólicos y de imágenes
escatológicas; la doctrina pura se desprende de estas dos clases de
cuadros, está como engastada en ellos. Haciendo abstracción de la
majestad del texto árabe y de sus resonancias mágicas, el lector
podría cansarse del contenido si no supiera que nos concierne de un
modo totalmente concreto y directo, es decir, que los «infieles» (kâfirân),
los «asociadores» de falsas divinidades a Dios (mushrikûn)
y los hipócritas (munâfiqûn) están en nosotros mismos; que
los Profetas representan nuestro intelecto y nuestra conciencia; que
todas las historias coránicas ocurren casi diariamente en nuestra
alma; que La Meca es nuestro corazón; que el diezmo, la
peregrinación, la guerra santa, son otras tantas actitudes
contemplativas.
Paralelamente a esta interpretación hay otra concerniente a los
fenómenos del mundo que nos rodea. El Corán es el mundo, exterior
tanto como interior, y siempre unido a Dios desde el doble punto de
vista del origen y del fin; pero este mundo, o estos dos mundos,
presentan fisuras que anuncian la muerte o la destrucción, o, más
precisamente, la transformación, y esto es lo que nos enseñan las
suras apocalípticas; todo lo que concierne al mundo nos concierne, e
inversamente. Estas suras nos transmiten una imagen múltiple y
sobrecogedora de la fragilidad de nuestra condición terrenal y de la
materia, y, después, de la reabsorción fatal del espacio y de los
elementos en la substancia invisible del «protocosmos» causal; es el
derrumbamiento del mundo visible hacia lo inmaterial ‑un
derrumbamiento «hacia el interior», o «hacia lo alto», por
parafrasear una expresión de San Agustín‑, y es también la
confrontación de las criaturas, arrancadas de la tierra, con la
fulgurante realidad del Infinito.
El Corán presenta, por sus «superficies», una cosmología que trata
de los fenómenos y de su finalidad, y por sus «aristas», una
metafísica de lo Real y de lo irreal.
Es plausible el que la imaginería coránica se inspire sobre todo en
luchas; el Islam nació en una atmósfera de lucha; el alma en busca
de Dios debe luchar. El Islam no ha inventado la lucha; el mundo es
un desequilibrio constante, pues vivir es luchar. Pero esta lucha
sólo es un aspecto del mundo, desaparece con el nivel al que
pertenece; por eso todo el Corán está penetrado de un tono de
poderosa serenidad. Psicológicamente hablando, se dirá que la
combatividad del musulmán es contrarrestada por el fatalismo; en la
vida espiritual, la «guerra santa» del espíritu contra el alma
seductora (al‑nafs al-‘ammâra) es superada y transfigurada
por la Paz en Dios, por la conciencia del Absoluto; es como si, en
último término, ya no fuéramos nosotros mismos quienes luchamos, lo
que nos conduce a la simbiosis «combate‑conocimiento» de la
Bhagavadgitâ y también a ciertos aspectos del arte caballeresco
en el Zen. Practicar el Islam, en el nivel que sea, es reposar en el
esfuerzo; el Islam es la vía del equilibrio, y de la luz que se posa
en el equilibrio.
El equilibrio es el vínculo entre el desequilibrio y la unión, como
la unión es el vínculo entre el equilibrio y la unidad; ésta es la
dimensión «vertical». Desequilibrio y equilibrio, arritmia y ritmo,
separación y unión, división y unidad: éstos son los grandes temas
del Corán y del Islam. Todo en el ser y el devenir se considera en
función de la Unidad y de sus gradaciones, o del misterio de su
negación.
Para el cristiano, lo necesario para llegar a Dios es «renunciar
francamente a sí mismo», como dijo San Juan de la Cruz; por esto, el
cristiano se sorprende al oír del musulmán que la clave de la
salvación es creer que Dios es Uno; lo que no puede saber de buenas
a primeras es que todo depende de la calidad ‑de la «sinceridad» (ijIâs)‑
de esta creencia; lo que salva es la pureza o la totalidad de ésta,
y esta totalidad implica evidentemente la pérdida de sí, sean cuales
fueren sus expresiones .
En lo referente a la negación ‑extrínseca y condicional‑ de la
Trinidad cristiana por el Corán, hay que tener en cuenta los matices
siguientes: la Trinidad puede ser considerada según una perspectiva
«vertical» y dos perspectivas «horizontales», suprema una y
no‑suprema la otra: la perspectiva «vertical» (Sobre‑Ser, Ser,
Existencia) considera las hipóstasis «descendentes» de la Unidad o
del Absoluto, o de la Esencia si se quiere, o sea, los grados de la
Realidad; la perspectiva «horizontal» suprema corresponde al
ternario vedántico Sat (Realidad sobreontológica), Chit
(Conciencia absoluta), Ananda (Beatitud infinita), es
decir, considera la Trinidad en cuanto ésta se esconde en la Unidad
(21); la perspectiva «horizontal» no‑suprema, por el contrario,
sitúa la Unidad como una esencia oculta en la Trinidad, que es
entonces ontológica y representa los tres aspectos o modos
fundamentales del Ser puro; de ahí el ternario
Ser‑Sabiduría‑Voluntad (Padre‑Hijo‑Espíritu). El concepto de una
Trinidad como «despliegue» (tajallî) de la Unidad o del
Absoluto no se opone en nada a la doctrina unitaria del Islam; lo
que se opone a ella es únicamente la atribución de la absolutidad a
la sola Trinidad, e incluso a la sola Trinidad ontológica, tal como
la considera el exoterismo. Este último punto de vista no alcanza al
Absoluto, hablando con rigor, lo que equivale a decir que presta un
carácter absoluto a algo relativo y que ignora mâyâ y los
grados de realidad o de ilusión; no concibe la identidad metafísica
‑pero no «panteísta»‑ (22) entre la manifestación y el Principio,
ni, con mayor razón, la consecuencia que implica esta identidad
desde el punto de vista del intelecto y del conocimiento liberador.
En este punto se impone una observación a propósito de los
«infieles» (kâfirûn), es decir, de aquellos que, según el
Corán, no pertenecen, como los judíos y los cristianos, a la
categoría de las «gentes del libro» (ahl al‑Kitâb): si la
religión de los «infieles» es falsa ‑o si los infieles son tales
porque su religión es falsa‑, ¿por qué ha habido sufíes que han
declarado que Dios puede estar presente no sólo en las iglesias y
las sinagogas, sino también en los templos de los idólatras? Esto es
así porque en los casos «clásicos» y «tradicionales» de paganismo,
la pérdida de la verdad plenaria y de la eficacia salvífica resulta
esencialmente de una modificación profunda de la mentalidad de los
adoradores y no de la falsedad eventual de los símbolos; en todas
las religiones que rodeaban a cada uno de los tres monoteísmos
semíticos, al igual que en los «fetichismos» (23) todavía vivos en
la época actual, una mentalidad primitivamente contemplativa y que
poseía por consiguiente el sentido de la transparencia metafísica de
las formas, terminó por volverse pasional, mundana (24) y
propiamente supersticiosa (25). El símbolo, que en el origen dejaba
transparentarse a la realidad simbolizada ‑de la que, hablando con
rigor, es, por lo demás, un aspecto‑, se convirtió de hecho en una
imagen opaca e incomprendida, o sea en un ídolo, y esta decadencia
de la mentalidad general no pudo dejar de actuar a su vez sobre la
propia tradición, debilitándola y falseándola de diversas maneras;
la mayoría de los antiguos paganismos se caracterizan por la
embriaguez de poder y la sensualidad. Sin duda, existe un paganismo
personal que se encuentra incluso en el seno de las religiones
objetivamente vivas, al igual que, inversamente, la verdad y la
piedad pueden afirmarse en una religión objetivamente decaída, lo
que presupone, sin embargo, la integridad de su simbolismo; pero
sería del todo abusivo creer que una de las grandes religiones
mundiales actuales pueda volverse pagana a su vez, pues no tienen
tiempo para hacerlo; su razón suficiente es en cierto sentido el que
duren hasta el fin del mundo. Ésta es la razón por la que están
formalmente garantizadas por sus fundadores, lo que no es el caso de
los grandes paganismos desaparecidos, que carecen de fundadores
humanos y en los cuales la perennidad era condicional. Las
perspectivas primordiales son «espaciales» y no «temporales»; sólo
el Hinduismo, entre las grandes tradiciones de tipo primordial, ha
tenido la posibilidad de rejuvenecerse a lo largo del tiempo gracias
a sus avatáras (26). Sea como fuere, nuestra intención no
es aquí entrar en los detalles, sino simplemente hacer comprender
por qué, desde el punto de vista de tal o cuál sufí, no es Apolo
quien es falso, sino la manera de considerarlo (27).
Pero volvamos a las «gentes del Libro». Sí el Corán contiene
elementos de polémica relativos al Cristianismo, y con mayor razón
al Judaísmo, es porque el Islam vino después de estas religiones, lo
que significa que estaba obligado ‑y siempre hay un punto de vista
que se lo permite‑ a presentarse como una mejora de lo que le había
precedido; en otros términos, el Corán enuncia una perspectiva que
permite «ir más allá» de ciertos aspectos formales de los dos
monoteísmos más antiguos. Vemos un hecho análogo no sólo en la
posición del Cristianismo con respecto al judaísmo ‑donde la cosa es
evidente en razón de la idea mesiánica y porque el primero es como
el esoterismo «bliáktico» del segundo‑, sino también en la actitud
del Budismo con respecto al Brahmanismo; aquí también, la
posterioridad temporal coincide con una perspectiva, no
intrínsecamente, sino simbólicamente superior, cosa que la tradición
en apariencia superada no tiene, con toda evidencia, que tomar en
consideración, puesto que cada perspectiva es un universo para sí
misma ‑y, por lo tanto, un centro y una medida‑ y contiene a su
manera todo punto de vista válido. Por la lógica de las cosas, la
tradición posterior está «condenada» a la actitud simbólica de
superioridad (28), so pena de inexistencia, si se puede decir así.
Pero también hay un simbolismo positivo de la anterioridad, y a este
respecto la tradición nueva ‑y final según su propio punto de vista‑
debe encarnar «lo que era antes» o «lo que siempre ha sido»; su
novedad ‑o su gloria‑ es por consiguiente su absoluta
«anterioridad».
El intelecto puro es el «Corán inmanente»; el Corán increado ‑el
Logos‑ es el Intelecto divino; este último se cristaliza en la forma
del Corán terrenal, y responde «objetivamente» a esa otra revelación
‑inmanente y «subjetiva» que es el intelecto humano (29); en
lenguaje cristiano, podríamos decir que Cristo es como la
«objetivación» del intelecto, y éste es como la revelación
«subjetiva» y permanente de Cristo. Hay, pues, para la manifestación
de la divina Sabiduría, dos polos, a saber, en primer lugar, la
Revelación «por encima de nosotros» y, en segundo lugar, el
intelecto «en nosotros mismos». La Revelación proporciona los
símbolos, y el intelecto los descifra y «se acuerda» de sus
contenidos; gracias a ello, vuelve a ser «consciente» de su propia
substancia. La Revelación se despliega y el intelecto se concentra;
el descenso concuerda con la ascensión.
Pero hay otra haqîqa que nos gustaría tocar aquí, y es la siguiente:
la Presencia divina tiene en el orden sensible dos símbolos o
vehículos ‑o dos « manifestaciones » naturales‑ de primera
importancia: el corazón, dentro de nosotros, que es nuestro centro,
y el aire que está a nuestro alrededor, y que respiramos. El aire es
la manifestación del éter, que teje las formas, y es al mismo tiempo
el vehículo de la luz, que también manifiesta al elemento etéreo
(30). Cuando respiramos, el aire penetra en nosotros, y es
‑simbólicamente hablando‑ como si introdujera en nosotros el éter
creador junto con la luz; respiramos la Presencia universal de Dios.
Hay igualmente una relación entre la luz y el frescor, pues las dos
sensaciones son liberadoras; lo que en el exterior es luz, en el
interior es frescor. Respiramos el aire luminoso y fresco, y nuestra
respiración es una oración como el latido de nuestro corazón; la
luminosidad se refiere al Intelecto, y el frescor al Ser puro (31).
El mundo es un tejido cuyos hilos son éter; estamos tejidos en él
con todas las demás criaturas. Toda cosa sensible sale del éter, que
lo contiene todo; todas las cosas son éter cristalizado. El mundo es
un inmenso tapiz; poseemos el mundo entero en cada respiración,
puesto que respiramos el éter del que todo está hecho (32), y puesto
que «somos» éter. Al igual que el mundo es un tapiz inmensurable en
el que todo se repite en el ritmo de un continuo cambio, o también,
en el que todo permanece semejante en el marco de la ley de
diferenciación, lo mismo el Corán ‑y con él todo el Islam‑ es un
tapiz o un tejido en el que el centro se repite en todas partes de
una manera infinitamente variada y en el que la diversidad no hace
sino desarrollar la unidad; el «éter» universal ‑del que el elemento
físico no es más que un reflejo lejano y vuelto pesado‑ no es otro
que la Palabra divina que es en todas partes «ser» y «cosciencia», y
que es en todas partes «creadora» y «liberadora», o «reveladora» e
«iIuminadora».
La naturaleza que nos rodea ‑sol, luna, estrellas, día y noche,
estaciones, agua, montañas, bosques, flores‑, esta naturaleza es una
suerte de Revelación. Ahora bien, estas tres cosas: naturaleza, luz
y respiración están profundamente ligadas. La respiración debe
unirse al recuerdo de Dios; hay que respirar con veneración, con el
corazón, por decirlo así. Se ha dicho que el Espíritu de Dios ‑el
Soplo divino‑ estaba «por encima de las Aguas», y que «insuflando»
Dios creó el alma, y también, que el hombre que ha «nacido del
Espíritu» es semejante al viento «que tú oyes, pero que no sabes de
dónde viene ni adónde va».
Es significativo que el Islam sea definido, en el Corán, como un
«ensanchamiento (inshirâh) del pecho», que se diga, por
ejemplo, que Dios nos «ensanchó el pecho por el Islam»; la relación
entre la perspectiva islámica y el sentido iniciático de la
respiración, y también del corazón, es una clave de primera
importancia para la comprensión del arcano sufí. Por la misma vía y
por la fuerza de las cosas desembocamos también en la gnosis
universal.
El «recuerdo de Dios» es como la respiración profunda en la soledad
de la alta montaña: el aire matinal, cargado de la pureza de las
nieves eternas, dilata el pecho; éste se vuelve espacio, el cielo
entra en el corazón.
Pero esta imagen implica todavía un simbolismo más diferenciado, el
de la «respiración universal»: la espiración se refiere a la
manifestación cósmica o a la fase creadora, y la inspiración a la
reintegración, a la fase salvadora, al retorno a Dios.
Una de las razones por las que los occidentales tienen dificultad
para apreciar el Corán e incluso han planteado muchas veces la
cuestión de saber si este libro contiene o no las primicias de una
vida espiritual (33), reside en el hecho de que buscan en un texto
un sentido plenamente expresado e inmediatamente inteligible,
mientras que los semitas ‑y los orientales en general‑ son unos
enamorados del simbolismo verbal y leen «en profundidad»: la frase
revelada es una alineación de símbolos cuyas chispas saltan a medida
que el lector penetra la geometría espiritual de las palabras; éstas
son puntos de referencia con miras a una doctrina inagotable; el
sentido implícito lo es todo, las oscuridades de la forma literal
son velos que indican la majestad del contenido (34). Pero incluso
sin tener en cuenta la estructura sibilina de un gran número de
sentencias sagradas, diremos que el oriental saca muchas cosas de
pocas palabras: cuando, por ejemplo, el Corán recuerda que «el más
allá es mejor para vosotros que este mundo», o que «la vida terrena
no es más que un juego», o cuando afirma: «Tenéis en vuestras
mujeres y vuestros hijos un enemigo», o también: «Di: ¡Alláh!, y
luego déjalos con sus vanos juegos» ‑o, en fin, cuando promete el
Paraíso a «aquel que haya temido la estación de su Señor y haya
rehusado el deseo a su alma»‑ cuando el Corán habla así, se
desprende para el musulmán (35) toda una doctrina ascética y
mística, tan penetrante y completa como cualquier otra
espiritualidad digna de este nombre.
Sólo el hombre posee el don de la palabra, pues sólo él, entre todas
las criaturas terrestres, está «hecho a imagen de Dios» de una forma
directa y total; y como el hombre se salva en virtud de esta
semejanza ‑con tal que sea actualizada por los medios apropiados‑,
es decir, en virtud de la inteligencia objetiva (36), de la voluntad
libre y de la palabra verídica, articulada o no, se comprenderá sin
dificultad la función capital que desempeñan en la vida del musulmán
esas palabras por excelencia que son los versículos del Corán. Son,
no sólo sentencias que transmiten pensamientos, sino en cierto modo
seres, potencias, talismanes; el alma del muslim está como tejida de
fórmulas sagradas, en ellas trabaja y reposa, vive y muere.
Hemos visto, al comienzo de este libro, que la intención de la
fórmula Lâ ilaha illâ‑Llâh se ve clara si por el término
ilah ‑cuyo sentido literal es «divinidad»se entiende la
realidad, cuyo grado o naturaleza queda por determinar. La primera
proposición de la frase, que es de forma negativa («No hay divinidad
... »), se refiere al mundo, al que reduce a la nada al desposeerlo
de todo carácter posítivo; la segunda proposición, que es afirmativa
(« ... salvo la Divinidad, Allâh»), se refiere a la Realidad
absoluta o al Ser. Se podría sustituir la palabra «divinidad» (ilah)
por cualquier palabra que encierre una idea positiva; ésta
permanecería indefinida en la primera proposición de la fórmula,
pero en la segunda quedaría absoluta y exclusivamente definida como
Principio (37), como es el caso del nombre Allâh, «La Divinidad», en
relación con la palabra ilah, «divinidad» (38). En la Shahâda hay el
discernimiento metafísico entre lo irreal y lo Real, y luego la
virtud combativa; esta fórmula es a la vez la espada del
conocimiento y la espada del alma, al tiempo que indica igualmente
el apaciguamiento por la Verdad, la serenidad en Dios.
Otra proposición fundamental del Islam ‑y sin duda la más importante
después del doble Testimonio de la fe‑ es la fórmula de
consagración, la Basmala: «En el Nombre de Dios, el
infinitamente Bueno (39), el siempre Misericordioso» (Bismi‑Llâhi‑Rrahmâni‑Rrahîm)
(40). Es la fórmula de la Revelación, que encontramos encabezando
las suras del Corán, con la sola excepción de una, que se considera
continuación de la anterior: esta consagración es la primera palabra
del Libro revelado, pues con ella comienza «La que abre» (Sûrat
al‑Fâtiha), la sura de introducción. Se ha dicho que la
Fâtiha contiene en esencia todo el Corán, y que la
Basmala contiene a su vez toda la Fâtiha; la propia
Basmala está contenida en la letra bâ’ y ésta está
contenida en su punto diacrítico. (41)
La Basmala es una suerte de complemento de la Shahâda:
ésta es una «ascensión» intelectual y aquélla un «descendimiento»
ontológico; en términos hindúes, calificaríamos a la primera de
«shivaíta» y a la segunda de «vishnuíta». Si se nos permite volver a
tomar aquí, una vez más, dos fórmulas vedánticas de primera
importancia, diremos que la Shahâda destruye el mundo
porque «el mundo es falso, Brahma es verdadero», mientras que la
Basmala, por el contrario, consagra o santifica el mundo porque
«todo es Atmâ». Pero la Basmala ya está contenida
en la Shahâda, a saber, en la palabra illâ
(contracción de in lâ, «si no»), que es el «istmo»
(barzakh) entre las proposiciones negativa y positiva de la
fórmula, siendo positiva la primera mitad de esta palabra (in,
«si») y negativa la segunda (Iâ, «no», «ningún»). Dicho de
otra forma, la Shahâda es la yuxtaposición de la negación
lâ ilaha («no hay divinidad») y del Nombre Allâh («La
Divinidad»), y esta confrontación se encuentra enlazada por una
palabra cuya primera mitad, siendo positiva, se refiere
indirectamente a Allâh, y cuya segunda mitad, siendo negativa, se
refiere indirectamente a la «irrealidad»; hay, pues, en el centro de
la Shahâda, como una imagen invertida de la relación que
expresa, y esta inversión es la verdad según la cual el mundo tiene
su realidad propia en su plano, pues nada puede estar separado de la
divina Causa.
Y de este corazón misterioso de la Shahâda surge la segunda
Shahâda, tal como Eva está sacada del costado de Adán; la
Verdad divina, después de haber dicho «no» al mundo que quería ser
Dios, dice «sí» en el marco mismo de este «no», porque el mundo en
sí mismo no puede estar separado de Dios. Alâáh no puede
dejar de estar en él en cierta forma o conforme a ciertos principios
que resultan de Su naturaleza y de la del mundo.
Se puede decir también, desde un punto de vista algo diferente, que
la Basmala es el rayo divino y revelador que trae al mundo
la verdad de la doble Shahâda (42): la Basmala es
el rayo «descendente» y la Shahâda es su contenido, la
imagen horizontal que, en el mundo, refleja la Verdad de Dios; en la
segunda Shahâda (Muhammadun Rasûlu‑Llâh), este
rayo vertical se refleja a sí mismo, la proyección del Mensaje se
convierte en una parte del Mensaje. La Basmala consagra
todas las cosas, especialmente las funciones vitales con sus
placeres inevitables y legítimos; por esta consagración entra en el
goce algo de la Beatitud divina; es como si Dios entrase en el goce
y participara de él, o como si el hombre entrada un poco, pero con
pleno derecho, en la Beatitud de Dios. Como la Basmala, la
segunda Shahâda «neutraliza» la negación enunciada por la
primera, la cual lleva su «dimensión compensatoria» o su
«correctivo» ya en sí misma, a saber, simbólicamente hablando, en la
palabra illâ, de donde brota el Muhammadun Rasûlu‑Lláh.
También podríamos abordar la cuestión desde un ángulo algo
diferente: la consagración «en el Nombre de Dios, el infinitamente
Misericordioso, el Misericordioso siempre activo» presupone una cosa
en relación con la cual la idea de la Unidad ‑enunciada por la
Shahâda debe realizarse, siendo indicada esta relación por la
Basmala misma, en el sentido de que ella crea, en cuanto
Palabra divina, lo que luego debe ser reconducido a lo Increado. Los
Nombres Rahmân y Rahîm, que derivan de Rahma,
«Misericordia», significan, el primero, la Misericordia intrínseca
y, el segundo, la Misericordia extrínseca de Dios; el primero
indica, pues, una cualidad infinita y, el segundo, una manifestación
¡limitada de esta cualidad. Se podrían traducir también,
respectivamente: «Creador por Amor» y «Salvador por Misericordia», o
comentar de la manera siguiente, inspirándonos en un hadith:
Al-Rahmân es el Creador del mundo en cuanto ha
proporcionado a priori y de una vez por todas los elementos del
bienestar en este mundo, y Al‑Rahîm es el Salvador de los
hombres en cuanto les confiere la beatitud del más allá, o en cuanto
da en este mundo los gérmenes de aquélla, o en cuanto dispensa los
favores.
En los Nombres Rahmân y Rahîm está la divina
Misericordia frente a la incapacidad humana, en el sentido de que la
conciencia de nuestra incapacidad, combinada con la confianza, es el
receptáculo moral de la Misericordia. El Nombre Rahmân es
como el cielo luminoso y el Nombre Rahîm como un rayo
cálido procedente del cielo y que vivifica al hombre.
En el Nombre de Allâh se encuentran los aspectos de Trascendencia
terrible y de Totalidad envolvente; si no hubiera más que el aspecto
de Trascendencia sería difícil o incluso imposible contemplar este
Nombre. Desde otro punto de vista, podríamos decir que el Nombre de
Allâh exhala a la vez serenidad, majestad y misterio; la primera
cualidad se refiere a la indiferenciación de la Substancia, la
segunda a la elevación del Principio y la tercera a la Aseidad a la
vez secreta y fulgurante. En el grafismo árabe del Nombre Allâh
distinguimos una línea horizontal, la del propio movimiento de la
escritura, luego unas líneas rectas verticales (alif y
lam) y, por último, una línea más o menos circular que podemos
reducir simbólicamente a un círculo. Estos tres elementos son como
indicaciones de tres «dimensiones»: la serenidad, que es
«horizontal» e indiferenciada como el desierto o como una capa de
nieve (43); la majestad, que es «vertical» e inmutable como una
montaña (44); y el misterio, que se extiende «en profundidad» y se
refiere a la aseidad y a la gnosis. El misterio de aseidad implica
el de identidad, pues la naturaleza divina, que es totalidad tanto
como trascendencia, engloba todos los aspectos posibles, incluido el
mundo con sus innumerables refracciones individualizadas del Sí.
La Fâtiha, «La que abre» (el Corán), es de una importancia
capital, ya lo hemos dicho, pues constituye la oración unánime del
Islam. Está compuesta por siete proposiciones o versículos: «1:
Alabanzas a Dios, Señor de los mundos. 2: El infinitamente Bueno, el
siempre Misericordioso. 3: El Rey del Juicio final. 4: Es a Ti a
quien adoramos, y es en Ti en quien buscamos refugio. 5: Condúcenos
por la vía recta. 6: La vía de aquellos sobre los que está Tu
Gracia. 7: No de aquellos sobre los que está Tu Cólera, ni de los
que yerran.»
«Alabanzas a Dios, Señor de los mundos»: el punto de partida de esta
fórmula es nuestro estado de goce existencial; existir es gozar,
pues respirar, comer, vivir, ver la belleza, realizar una obra, todo
esto es goce. Ahora bien, es importante saber que toda perfección o
satisfacción, toda cualidad externa o interna no es sino el efecto
de una causa trascendente y única, y que esta causa, la única que
es, produce y determina innumerables mundos de perfección.
«El infinitamente Bueno, el siempre Misericordioso»: el Bueno
significa que Dios nos ha dado de antemano la existencia y todas las
cualidades y condiciones que ella implica; y puesto que existimos y
también estamos dotados de inteligencia, no debemos ni olvidar estos
dones, ni atribuírnoslos; no nos hemos creado, y no hemos inventado
el ojo ni la luz. El Misericordioso: Dios nos da nuestro pan de cada
día, y no sólo esto: nos da nuestra vida eterna, nuestra
participación en la Unidad, y, así, en lo que es nuestra verdadera
naturaleza.
«El Rey del juicio final»: Dios no sólo es el Señor de los mundos,
es también el Señor de su fin; Él los despliega, después los
destruye. Nosotros, que estamos en la existencia, no podemos ignorar
que toda existencia corre hacia su fin, que los microcosmos, tanto
como los macrocosmos, desembocan en una suerte de nada divina. Saber
que lo relativo viene del Absoluto y depende de Él, es saber que no
es el Absoluto y que desaparece ante Él (45).
«Es a Ti a quien adoramos, y es en Ti en quien buscamos refugio»: la
adoración es el reconocimiento de Dios fuera de nosotros y por
encima de nosotros ‑es, pues, la sumisión al Dios infinitamente
lejano‑, mientras que el refugio es el retorno al Dios que está en
nosotros mismos, en lo más profundo de nuestro corazón; es la
confianza en un Dios infinitamente próximo. El Dios «exterior» es
como la infinitud del cielo, el Dios «interior» es como la intimidad
del corazón.
«Condúcenos por la vía recta»: es la vía ascendente, la que lleva a
la Unidad liberadora; es la unión de voluntad, de amor, de
conocimiento.
«La vía de aquellos sobre los que está Tu Gracia»: la vía recta es
aquélla en la que la Gracia nos atrae hacia lo alto; sólo por la
Gracia podemos seguir esta vía; pero debemos abrirnos a esta Gracia
y conformarnos a sus exigencias.
«No de aquellos sobre los que está Tu Cólera, ni de los que yerran»:
no de los que se oponen a la Gracia y que por este hecho se sitúan
en el radio de la justicia o del Rigor, o que rompen el vínculo que
los liga a la Gracia preexistente; queriendo ser independientes de
su Causa, o queriendo ser causa ellos mismos, caen como piedras,
sordos y ciegos; la Causa los abandona. «Ni de los que yerran»: son
los que, sin oponerse directamente al Uno, se pierden, sin embargo,
por debilidad, en lo múltiple; no niegan el Uno y no quieren usurpar
su lugar, pero permanecen siendo lo que son, siguen su naturaleza
múltiple como si no estuvieran dotados de inteligencia; viven, en
suma, por debajo de sí mismos y se entregan a los poderes cósmicos,
pero sin perderse si se someten a Dios (46).
Capítulo 3: El Corán y la Sunna
(segunda parte)
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La vida del musulmán está
atravesada de fórmulas, como la trama atraviesa la urdimbre. La
Basmala inaugura y santifica toda empresa, ritualiza los actos
regulares de la vida, como las abluciones y las comidas. La fórmula
«alabanzas a Dios» (al‑hamdu li‑Llâh) las cierra
devolviendo su cualidad positiva a la Causa única de toda cualidad,
y «sublimando» de este modo todo goce, a fin de que todas las cosas
se emprendan según la gracia, efecto terrenal de la Beatitud divina;
en este sentido todo se realiza a título de símbolo de esta
Beatitud. (47) Estas dos fórmulas indican las dos fases de
sacralización y terminación, el coagula y el solve; la Basmala
evoca la Causa divina ‑y, así, la presencia de Dios‑ en las cosas
transitorias, y el Hamd ‑la alabanza‑ disuelve en cierto modo estas
cosas, reduciéndolas a su Causa.
Las fórmulas «Gloria a Dios» (Subhúna‑Lláh) y «Dios es más
grande» (Allâhu akbar) son asociadas a menudo al Hamd,
en conformidad con un hadîth, y recitadas juntas. Se dice
«Gloria a Dios» para invalidar una herejía contraria a la Majestad
divina; esta fórmula concierne, pues, más particularmente a Dios en
Sí. Lo separa de la cosas creadas, mientras que el Hamd,
por el contrario, une, en cierto modo las cosas a Dios. La fórmula
«Dios es más grande» -el Takbîr‑ «abre» la oración canónica
y marca en ella los cambios de posición ritual; expresa, por el
comparativo ‑por lo demás, a menudo tomado por un superlativo‑ de la
palabra «grande» (kabîr), que Dios será siempre «más
grande» o «el más grande» (akbar), y aparece así como una
paráfrasis de la Shahâda. (48)
Otra fórmula de una importancia casi orgánica en la vida mana es
ésta: «Si Dios quiere» (in shâ’a‑Lláh); por esta
enunciación el musulmán reconoce su dependencia, su debilidad y su
ignorancia ante Dios, y renuncia al mismo tiempo a toda pretensión
personal; es esencialmente la fórmula de la serenidad. Es afirmar
igualmente que el fin de todo es Dios, que Él es el único término
absolutamente cierto de nuestra existencia; no hay futuro fuera de
Él.
Si la fórmula «Si Dios quiere» concierne al futuro en cuanto
proyectamos en él el presente ‑representado por nuestro deseo que
afirmamos activamente‑, la fórmula «Estaba escrito» (kâna maktûb)
concierne al presente en cuanto encontramos en él al futuro,
representado éste por el destino que sufrimos pasivamente. Lo mismo
par la fórmula «Lo que Dios ha querido (ha ocurrido)» (mâ
shâ’a-Llâh); también ella sitúa la idea del «Si Dios quiere» (in
shâ’a‑Llâh) en el pasado y el presente; el acontecimiento, o el
principio del acontecimiento ha pasado, pero su desarrollo o nuestra
comprobación del acontecimiento pasado o continuo es presente. El
«fatalismo» musulmán, cuya legitimidad se ve corroborada por el
hecho de que está en perfecto acuerdo con la actividad ‑ahí está la
historia para probarlo‑, el «fatalismo», decimos, es la consecuencia
lógica de la concepción fundamental del Islam, según la cual todo
depende de Dios y retorna a Él.
El musulmán ‑sobre todo el que observa la Sunna hasta en sus menores
ramificaciones‑ (49) vive en un tejido de símbolos, participa en la
realización de este tejido puesto que los vive, y disfruta por ello
de otras tantas formas de acordarse de Dios y del más allá, aunque
sólo fuera indirectamente. Para el cristiano, que vive moralmente en
el espacio vacío de las posibilidades vocacionales, y por
consiguiente de lo imprevisible, esta situación del musulmán
aparecerá como formalismo superficial, y hasta como fariseísmo, pero
ésta es una impresión que no tiene en cuenta en absoluto el hecho de
que para el Islam la voluntad no «improvisa»; (50) está determinada
o canalizada con miras a la paz contemplativa del espíritu; (51) el
exterior no es más que un esquema, todo el ritmo espiritual se
desarrolla en el interior. Pronunciar fórmulas a cada paso puede no
ser nada, y aparece corno nada al que no concibe más que el heroísmo
moral, pero desde otro punto de vista ‑el de la unión virtual con
Dios por el «recuerdo» constante de las cosas divinas‑ esta manera
verbal de introducir en la vida «puntos de referencia» espirituales
es, al contrario, un medio de purificación y de gracia del que no
cabe dudar. Lo que es espiritualmente posible es, por esto mismo,
legítimo, e incluso necesario en un contexto apropiado.
Una de las doctrinas más sobresalientes del Corán es la de la
Omnipotencia; esta doctrina de la dependencia total de todas las
cosas respecto a Dios ha sido enunciada en el Corán con un rigor
excepcional en clima monoteísta. Al principio de este libro hemos
tocado el problema de la predestinación mostrando que si el hombre
está sometido a la fatalidad es porque ‑o en la medida en que‑ el
hombre no es Dios, pero no en cuanto participa ontológicamente de la
Libertad divina; negar la predestinación, hemos dicho, equivaldría a
pretender que Dios no conoce «de antemano» los acontecimientos
«futuros», que no es, pues, omnisciente; conclusión absurda, puesto
que el tiempo no es más que un modo de extensión existencial y la
sucesión empírica de sus contenidos no es sino ilusoria.
Esta cuestión de la predestinación evoca la de la Omnipotencia
divina: si Dios es todopoderoso, ¿por qué no puede suprimir los
males de que sufren las criaturas? Pues si no podemos admitir que lo
quiera pero no pueda, tampoco podemos concebir que pueda pero que no
quiera, al menos en cuanto nos fiamos de nuestra sensibilidad
humana. A esto hay que responder: siendo la Omnipotencia algo
definido, no puede pertenecer al Absoluto en el sentido
metafísicamente riguroso de esta palabra; es, pues, una cualidad
entre otras, lo que equivale a decir que ya es, como el Ser al que
pertenece, de la esfera de la relatividad, sin salir, no obstante,
del plano principal; en una palabra, concierne al Dios personal, al
Principio ontológico que crea y se personifica en función de las
criaturas, y no a la Divinidad suprapersonal, que es Esencia
absoluta e inefable. La Omnipotencia, como todo atributo de actitud
o de actividad, tiene su razón suficiente en el mundo y se ejerce
sobre él; depende del Ser y no puede ejercerse más allá de Él. Dios,
«al crear» y «después de crear» es todopoderoso en relación con lo
que encierra Su obra, pero no con lo que, en la propia naturaleza
divina, provoca la creación y las leyes internas de ésta; no
gobierna lo que constituye la necesidad metafísica del mundo y del
mal; no gobierna ni la relatividad ‑ cuya primera afirmación tl es,
en cuanto Principio ontológico‑, ni las consecuencias principales de
la relatividad; puede suprimir un determinado mal, pero no el mal
como tal; y suprimiría este último si suprimiera todos los males.
Decir «mundo» es decir «relatividad», «despliegue de las
relatividades», «diferenciación», «presencia del mal»; puesto que el
mundo no es Dios, debe contener la imperfección, so pena de
reducirse a Dios y de cesar, así, de «existir» (ex‑sistere).
La gran contradicción del hombre es que quiere lo múltiple sin
querer su contrapartida de desgarramiento; quiere la relatividad con
su sabor de absolutidad o de infinitud, pero sin sus aristas de
dolor; desea la extensión, pero no el límite, como si la primera
pudiera existir sin el segundo, y como si la extensión pura pudiera
encontrarse en el plano de las cosas mensurables. (52)
Quizá podríamos explicamos con más precisión formulando el problema
de la manera siguiente: la Esencia divina ‑el Sobre‑Ser‑ incluye en
Su indistinción, y como una potencialidad comprendida en Su
Infinitud misma, un principio de relatividad; el Ser, generador del
mundo, es la primera de las relatividades, aquélla de la que derivan
todas las demás; la función del Ser es la de desplegar, en la
dirección de la «nada» o en modo «iIusorio». la infinitud del
Sobre‑Ser, la cual se ve transmutada así en posibilidades
ontológicas y existenciaIes. El Ser, siendo la primera relatividad,
no puede abolir la relatividad; si pudiera hacerlo ‑lo hemos visto
más arriba‑ se aboliría a Sí mismo y aniquilaría a fortiori la
creación; lo que llamamos el «mal» no es más que el término extremo
de la limitación, y así, de la relatividad; el Todopoderoso no puede
abolir la relatividad como no puede impedir que 2 y 2 sean 4, pues
la relatividad al igual que la verdad proceden de Su naturaleza, lo
que equivale a decir que Dios no tiene el poder de no ser Dios. La
relatividad es la «sombra» o el «contorno» que permite al Absoluto
afirmarse como tal, primero ante Sí mismo y luego en una «efusión»
innumerable (54) de diferenciación.
Toda esta doctrina se halla expresada en la siguiente fórmula
coránica: «Y Él tiene poder sobre todas las cosas» (wa‑Huwa ‘alâ
kulli shay’in qadîr); en lenguaje sufí se dirá que Dios en
cuanto Poderoso, y por tanto Creador, es considerado en el plano de
los «atributos» (sifât), y éstos no pueden, con toda
evidencia, gobernar la «Esencia» o la «Quididad» (Dzât); el
«Poder» (qadr) se refiere a «todas las cosas», a la
totalidad existencial. Si decimos que el Todopoderoso no tiene el
poder de no ser todopoderoso, creador, misericordioso, justo, que no
puede abstenerse de crear como tampoco de desplegar Sus atributos en
la creación, se objetará sin duda que Dios ha creado el mundo «con
toda libertad» y que se manifiesta en él libremente, pero esto es
confundir la determinación principal de la perfección divina con la
libertad con respecto a los hechos o a los contenidos; se confunde
la perfección de necesidad, reflejo del Absoluto, con la
imperfección de coacción, consecuencia de la relatividad. El que
Dios crea con perfecta libertad significa que no puede sufrir
ninguna coacción, puesto que nada se sitúa fuera de Él, y que las
cosas que aparecen como fuera de Él no pueden alcanzarlo, por ser
los niveles de realidad inconmensurablemente desiguales; la causa
metafísica de la creación o de la manifestación está en Dios, no Le
impide, pues, ser Él mismo, y, por tanto, ser libre; no se puede
negar que esta causa está incluida en la naturaleza divina, a menos
de confundir la libertad con el capricho, como los teólogos hacen
demasiado a menudo, al menos de hecho e implícitamente, y sin darse
cuenta de las consecuencias lógicas de su antropomorfismo
sentimental y antimetafísico. Como la «Omnipotencia», la «Libertad»
de Dios no tiene sentido más que en relación con lo relativo;
ninguno de estos términos, hay que insistir en ello, se aplica a la
última Aseidad, lo que significa, no que las perfecciones
intrínsecas que cristalizan estos atributos falten más allá de la
relatividad ‑quod absit‑, sino al contrario, que ellas sólo
tienen su infinita plenitud en lo Absoluto y lo Inefable. (55)
La cuestión del castigo divino a menudo se relaciona con la de la
Omnipotencia y también con la de la Sabiduría y la Bondad, y se
exponen entonces argumentos como éste: ¿qué interés puede tener un
Dios infinitamente sabio y bueno en mantener un registro de nuestros
pecados, de las manifestaciones de nuestra miseria? Preguntarse esto
es ignorar los elementos capitales del problema y hacer, por una
parte, de la justicia inmanente y de la Ley de equilibrio una
contingencia psicológica, y por otra ‑puesto que se minimiza el
pecado‑ de la mediocridad humana la medida del Universo. En primer
lugar, decir que Dios «castiga» no es sino una forma de expresar
cierta relación de causalidad; nadie pensaría en acusar a la
naturaleza de mezquindad porque la relación de causa a efecto se
desarrolla en ella según la lógica de las cosas: porque, por
ejemplo, unas semillas de ortigas no produzcan azaleas, o porque un
golpe dado a un columpio provoque un movimiento de péndulo, y no una
ascensión. Lo bien fundado de las sanciones de ultratumba aparece en
cuanto tenemos conciencia de la imperfección humana; ésta, siendo un
desequilibrio, requiere fatalmente un choque de rechazo. (56) Si la
existencia de las criaturas es realmente una prueba de Dios ‑para
los que ven a través de las apariencias‑ porque la manifestación no
es concebible sino en función del Principio, al igual que los
accidentes no tienen sentido más que en relación con una sustancia,
una observación análoga se aplica a los desequilibrios: presuponen
un equilibrio que han roto y generan una reacción concordante, ya
sea positiva o negativa.
Creer que el hombre está «bien», que tiene el derecho de no pedir
sino que le «dejen tranquilo», que no necesita para nada ni
agitaciones morales ni temores escatológicos, es no ver que las
limitaciones que definen al hombre de cierta forma tienen algo de
fundamentalmente «anormal». El mero hecho de que no veamos lo que
ocurre detrás de nosotros e ignoremos cómo será el mañana prueba que
somos muy poca cosa en cierto respecto, que somos «accidentes» de
una «sustancia» que nos sobrepasa, pero al mismo tiempo: que no
somos nuestro cuerpo y no somos de este mundo; ni este mundo ni
nuestro cuerpo son lo que somos. Y esto nos permite abrir un
paréntesis: si los hombres han podido, durante milenios, contentarse
con el simbolismo moral de la recompensa y el castigo no es porque
fueran estúpidos ‑y en este caso su estupidez es infinita e
incurable‑, sino porque tenían todavía el sentido del equilibrio y
el desequilibrio; porque tenían todavía un sentido innato de los
valores reales, ya se trate del mundo, ya del alma. Tenían,
experimentalmente en cierto modo ya que eran contemplativos, la
certidumbre de las normas divinas, por una parte, y la de las
imperfecciones humanas, por otra; bastaba con que un símbolo les
recordase aquello de lo que tenían un presentimiento natural. El
hombre espiritualmente pervertido, por el contrario, ha olvidado su
majestad inicial y los riesgos que ella implica; no deseando
ocuparse de los fundamentos de su existencia, cree que la realidad
es incapaz de recordárselos; y el peor de los absurdos es creer que
la naturaleza de las cosas es absurda, pues, si fuera así, ¿de dónde
sacaríamos la luz que nos permite comprobarlo? 0 también: el hombre,
por definición, es inteligente y libre; en la práctica sigue estando
convencido de ello, puesto que reivindica a cada paso la libertad y
la inteligencia: la libertad porque no quiere dejarse dominar, y la
inteligencia porque quiere juzgarlo todo por sí mismo. Ahora bien,
es nuestra naturaleza real, y no nuestra comodidad erigida en norma,
la que decide nuestro destino ante el Absoluto; podemos querer
abandonar nuestra deiformidad al tiempo que nos aprovechamos de sus
ventajas, pero no podemos escapar de las consecuencias que ella
implica. Los modernistas pueden ir despreciando lo que, en los
hombres tradicionales, puede parecer como una inquietud, una
debilidad, un «complejo»; su manera propia de ser perfectos es
ignorar que la montaña se hunde, mientras que la aparente
imperfección de aquellos a los que desprecian tiene ‑o manifiesta‑
al menos serias posibilidades de escapar del cataclismo. Lo que
acabamos de decir se aplica también a las civilizaciones enteras:
las civilizaciones tradicionales incluyen males que no se pueden
comprender ‑o cuyo alcance no se puede valorar‑ más que teniendo en
cuenta el hecho de que están basadas en la certidumbre del más allá
y por lo tanto en cierta indiferencia con respecto a las cosas
transitorias; inversamente, para valorar las ventajas del mundo
moderno ‑y antes de ver en ellas valores indiscutibles‑ hay que
recordar que su condicionamiento mental es la negación del más allá
y el culto a las cosas de aquí abajo.
Muchos hombres de nuestro tiempo hablan en suma en estos términos:
«Dios existe o no existe; si existe y es lo que dicen, reconocerá
que somos buenos y que no merecemos ningún castigo»; es decir, no
ven inconveniente en creer en Su existencia si Él es conforme a lo
que imaginan y si reconoce el valor que ellos se atribuyen a sí
mismos. Esto es olvidar, por una parte, que no podemos conocer las
medidas con las que el Absoluto nos juzga, y por otra parte, que el
«fuego» de ultratumba no es otra cosa, en definitiva, que nuestro
propio intelecto que se actualiza en contra de nuestra falsedad, o
en otros términos, que es la verdad inmanente que estalla a plena
luz. Al morir, el hombre es confrontado con el espacio inaudito de
una realidad, ya no fragmentaria, sino total, y luego con la norma
de lo que ha pretendido ser, puesto que esta norma forma parte de lo
Real. El hombre se condena, pues, a sí mismo, son ‑según el Corán‑
sus propios miembros los que le acusan. Sus violaciones, una vez que
la mentira se ha dejado atrás, se transforman en llamas; la
naturaleza desequilibrada y falseada, con toda su vana seguridad, es
una túnica de Neso. El hombre no sólo arde por sus pecados; arde por
su majestad de imagen de Dios. Es la idea preconcebida de erigir el
estado caído en norma y la ignorancia en prenda de impunidad, que el
Corán estigmatiza con vehemencia -casi podríamos decir: por
anticipación- confrontando la seguridad en sí mismos de sus
contradictores con las angustias del fin del mundo. (57)
En resumen, todo el problema de la culpabilidad se reduce a la
relación entre causa y efecto. Que el hombre está lejos de ser
bueno, la historia antigua y reciente lo prueba superabundantemente;
el hombre no posee la inocencia del animal, tiene conciencia de su
imperfección, puesto que posee esta noción; por consiguiente, es
responsable. Lo que en terminología moral se llama la falta del
hombre y el castigo de Dios, no es otra cosa, en sí, que el choque
del desequilibrio humano con el Equilibrio inmanente; esta noción es
capital.
La idea de un infierno «eterno», después de haber estimulado durante
largos siglos el temor de Dios y el esfuerzo en la virtud, tiene hoy
en día más bien el efecto contrario y contribuye a hacer inverosímil
la doctrina del más allá; y, cosa paradójica en una época que, a
pesar de ser la de los contrastes y las compensaciones, es en
conjunto lo más refractaria posible a la metafísica pura, sólo el
esoterismo sapiencial está en condiciones de volver inteligibles las
posiciones más precarias del exoterismo y de satisfacer ciertas
necesidades de causalidad. Ahora bien, el problema del castigo
divino, que nuestros contemporáneos tienen tanta dificultad en
admitir, se reduce en suma a dos cuestiones: ¿existe, para el hombre
responsable y libre, la posibilidad de oponerse al Absoluto, directa
o indirectamente, aunque ilusoriamente? Ciertamente, puesto que la
esencia individual puede impregnarse de todas las cualidades
cósmicas y, por consiguiente, hay estados que son «posibilidades de
imposibilidad». (58) La segunda cuestión es la siguiente: la verdad
exotérica, por ejemplo en lo que concierne al infierno, ¿puede ser
total? Ciertamente no, puesto que está determinada ‑‑‑en cierto modo
«por definición»‑ por un interés moral particular o por unas
particulares razones de oportunidad psicológica. La ausencia de
matices compensatorios en ciertas enseñanzas religiosas se explica
por esto. Las escatologías dependientes de esta perspectiva son, no
«antimetafísicas» por supuesto, sino «ametafísicas» y
«antropocéntricas» (59), de modo que en su contexto ciertas verdades
aparecerían como «inmorales» o al menos como «malsonantes»; no les
es posible, pues, discernir en los estados infernales aspectos más o
menos positivos, ni lo inverso en los estados paradisíacos. Con esta
alusión queremos decir, no que haya una simetría entre la
Misericordia y el Rigor ‑pues la primera prevalece sobre el segundo-
(60) sino que la relación «Cielo‑Infierno» correspondo por necesidad
metafísica a to que expresa el simbolismo extremo‑oriental del
ying‑yang, en el que la parte negra tiene un punto blanco y la parte
blanca un punto negro. Así, pues, si hay compensaciones en la gehena
porque nada en la existencia puede ser absoluto y porque la
Misericordia penetra en todas partes, (61) también en el Paraíso
tienen que haber, no sufrimientos, sin duda, pero sí sombras que den
fe en sentido inverso del mismo principio compensatorio y que
significan que el Paraíso no es Dios, y también que todas las
existencias son solidarias. Ahora bien, este principio de la
compensación es esotérico -erigirlo en dogma sería totalmente
contrario al espíritu de alternativa tan característico del
exoterismo occidental‑ y, en efecto, encontramos en los sufíes
opiniones notablemente matizadas: un J111 un Ibri ‘Arabi y otros
admiten para el estado infernal un aspecto de goce, pues, si por una
parte el réprobo sufre por estar separado del Soberano Bien y, como
subraya Avicenal por la privación del cuerpo terrenal mientras que
las pasiones subsisten, se acuerda, por otra parte, de Dios, según
Jalál al‑Din Rûmi, y «nada es más dulce que el recuerdo de Allâh».
(62) Quizás también conviene «recordar» que las gentes del infierno
serían ipso facto liberadas si poseyeran el conocimiento supremo
–cuya potencialidad poseen forzosamente‑ y que tienen, pues, incluso
en el infierno, la clave de su liberación. Pero lo que hay que decir
sobre todo es que la segunda muerte de la que habla el Apocalipsis,
al igual que la reserva que expresa el Corán al hacer seguir
determinadas palabras sobre el infierno de la frase «a menos que tu
Señor lo quiera de otro modo» (illâ mâ shâ’ a-Llâha), (63)
indican el punto de intersección entre la concepción semítica del
infierno perpetuo y la concepción hindú y budista de la
transmigración; dicho de otro modo, los infiernos son a fin de
cuentas pasos hacia ciclos individuales no humanos, y, así, hacia
otros mundos. (64) El estado humano -o todo estado «central»
análogo‑ está como rodeado de un círculo de fuego: sólo hay una
elección, o bien escapar de «la corriente de las formas» por arriba,
en dirección a Dios, o bien salir de la humanidad por abajo, a
través del fuego, que es la sanción de la traición de los que no han
realizado el sentido divino de la condición humana. Si «la condición
humana es difícil de obtener», como estiman los asiáticos
«transmigracionistas», ella es igualmente difícil de abandonar, por
la misma razón de posición central y de majestad teomorfa. Los
hombres van al fuego porque son dioses, y salen de él porque no son
más que criaturas; sólo Dios podría ir eternamente al infierno si
pudiera pecar. 0 también: el estado humano está muy cerca del Sol
divino, si es posible hablar aquí de «proximidad»; el fuego es el
precio eventual ‑en sentido inverso‑ de esta situación privilegiada;
podemos calibrar ésta por la intensidad y la inextinguibilidad del
fuego. Hay que inferir la grandeza del hombre de la gravedad del
infierno, y no, inversamente, la supuesta injusticia del infierno de
la aparente inocencia del hombre.
Lo que puede excusar en cierta medida el empleo habitual de la
palabra «eternidad» para designar una condición que, según las
terminologías escriturarias, no es más que una «perpetuidad» (65)
-no siendo ésta más que un «reflejo» de la eternidad‑ es que,
analógicamente hablando, la eternidad es un círculo cerrado, pues no
hay en ella ni principio ni fin, mientras que la perpetuidad es un
círculo espiroidal, y por lo tanto abierto en razón de su
contingencia misma. En cambio, lo que muestra toda la insuficiencia
de la creencia corriente en una supervivencia a la vez individual y
eterna ‑y esta supervivencia es forzosamente individual en el
infierno, pero no en la cumbre transpersonal de la Felicidad – (66)
es el postulado contradictorio de una eternidad que tiene un
comienzo en el tiempo, o de un acto ‑luego de una contingencia‑ que
tiene una consecuencia absoluta.
Todo este problema de la supervivencia está dominado por dos
verdades‑principios: en primer lugar, sólo Dios es absoluto y por
consiguiente la relatividad de los estados cósmicos debe
manifestarse no sólo «en el espacio», sino también «en el tiempo»,
si está permitido expresarse así por analogía; en segundo lugar,
Dios no promete nunca más de lo que cumple, o no cumple nunca menos
de lo que promete ‑pero siempre puede ir más allá de sus promesas‑
de modo que los misterios escatológicos no pueden infligir un mentís
a lo que las Escrituras dicen, aunque puedan revelar lo que éstas
callan, llegado el caso; «y Dios es más sabio» (wa‑Llâhu a’Iam).
Desde el punto de vista de la transmigración, se insistirá en la
relatividad de todo lo que no es el «Sí» o el «Vacío» y se dirá que
lo que es limitado en su naturaleza fundamental lo es necesariamente
también en su destino, de una forma cualquiera, (67) de modo que es
absurdo hablar de un estado contingente en sí pero liberado de toda
contingencia en la «duración». En otros términos, si las
perspectivas hindú y budista difieren de la del monoteísmo, es
porque estando centradas en el puro Absoluto (68) y la Liberación,
subrayan la relatividad de los estados condicionados y no se
detienen en ellos; insistirán por consiguiente en la transmigración
como tal, siendo aquí lo relativo sinónimo de movimiento e
inestabilidad. En una época espiritualmente normal y en un mundo
tradicional homogéneo, todas estas consideraciones sobre las
diferentes formas de enfocar la supervivencia serían prácticamente
superfluas o incluso nocivas ‑y, por lo demás, todo está
implícitamente contenido en ciertas enunciaciones escriturarias‑,
(69) pero en el mundo en disolución en que vivimos se ha hecho
indispensable mostrar el punto de confluencia en el que se atenúan o
se resuelven las divergencias entre el monoteísmo
semítico‑occidental y las grandes tradiciones originarias de la
India. Tales confrontaciones, es cierto, raramente son del todo
satisfactorias ‑en cuanto se trata de cosmología‑ y con cada
puntualización se corre el peligro de plantear problemas nuevos.
Pero estas dificultades sólo muestran en suma que se trata de un
terreno infinitamente complejo que no se revelará nunca
adecuadamente a nuestro entendimiento terreno. En cierto sentido, es
menos «captar» el Absoluto que los abismos inmensurables de Su
manifestación.
Nunca podríamos insistir demasiado en esto: las Escrituras llamadas
«monoteístas» no tienen por qué hablar explícitamente de ciertas
posibilidades aparentemente paradójicas de la supervivencia, vista
la perspectiva a que las constriñe su medio de expansión
providencial. El carácter de upâya ‑de «verdad provisional»
y «oportuna»‑ de los Libros sagrados les obliga a pasar por alto, no
sólo las dimensiones compensatorias del más allá, sino también las
prolongaciones que se sitúan fuera de la «esfera de interés» del ser
humano. Es en este sentido en el que se ha dicho más arriba que la
verdad exotérica no puede ser sino parcial, (70) haciendo
abstracción de la polivalencia de su simbolismo; las definiciones
limitativas propias del exoterismo son comparables a la descripción
de un objeto del que no se viera más que la forma y no los colores.
(71) El «ostracismo» de las Escrituras depende a menudo de la
malicia de los hombres; era eficaz mientras los hombres tenían a
pesar de todo una intuición todavía suficiente de su imperfección y
de su situación ambigua frente al Infinito, pero en nuestros días
todo se pone en tela de juicio, por una parte en razón de la pérdida
de esta intuición, y por otra a causa de las confrontaciones
inevitables de las religiones más diversas, sin hablar de los
descubrimientos científicos que son considerados erróneamente como
capaces de invalidar las verdades religiosas.
Debe entenderse claramente que las Escrituras sagradas «de fuerza
mayor» (72) sean cuales sean sus expresiones o sus silencios, no son
nunca «exoteristas» en sí mismas; (73) siempre permiten
reconstituir, quizá a partir de un elemento ínfimo, la verdad total,
es decir, siempre dejan que ésta se transparente; no son nunca
cristalizaciones compIetamente compactas de perspectivas parciales.
(74) Esta trascendencia de las Escrituras sagradas con respecto a
sus concesiones a una determinada mentalidad aparece en el Corán
particularmente en la forma del relato esotérico del encuentro entre
Moisés y Al‑Khidr: en él encontramos no sólo la idea de que el
ángulo de visión de la Ley es siempre fragmentario, aunque
plenamente eficaz y suficiente para el individuo como tal ‑ que a su
vez no es más que parte y no totalidad‑, sino también la doctrina de
la Bhagavadgîtâ (75) según la cual ni las buenas ni las
malas acciones interesan directamente al Sí, es decir, que sólo el
conocimiento del Sí y, en función de éste, el desapego con respecto
a la acción, tienen valor absoluto. (76) Moisés representa la Ley,
la forma particular y exclusiva, y Al‑Khidr la Verdad
universal, la cual es inaprehensible desde el punto de vista de la
«letra», «como el viento del que no se sabe de dónde viene ni adónde
va».
Lo que importa para Dios, con relación a los hombres, no es tanto
proporcionar informes científicos sobre cosas que la mayoría no
puede comprender, como desencadenar un «choque» mediante un
determinado concepto‑símbolo; ésta es exactamente la función del
upâya. Y en este sentido, la función de la violenta alternativa
«cielo‑infierno» en la conciencia del monoteísmo es muy instructiva:
el «choque», con todo lo que implica para el hombre, revela mucho
más de la verdad que una determinada exposición «más verdadera»,
pero menos asimilable y menos eficaz y, por consiguiente, «más
falsa» para determinados entendimientos. Se trata de «comprender»,
no con el cerebro tan sólo, sino con todo nuestro «ser», y por tanto
también con la voluntad; el dogma se dirige a la substancia personal
más bien que al solo pensamiento, al menos en los casos en que el
pensamiento corre el peligro de no ser más que una superestructura;
no habla al pensamiento más que en cuanto éste es capaz de comunicar
concretamente con nuestro ser entero, y en este aspecto los hombres
difieren. Cuando Dios habla al hombre no conversa, ordena; no quiere
informar al hombre sino en la medida en que puede cambiarlo; ahora
bien, las ideas no actúan sobre todos los hombres de la misma
manera, de ahí la diversidad de las doctrinas sagradas. Las
perspectivas a priori dinámicas ‑el monoteísmo semítico‑occidental‑
consideran, como por una especie de compensación, los estados
póstumos en un aspecto estático, y por tanto definitivo; por el
contrario, las perspectivas a priori estáticas, es decir, más
contemplativas y por lo tanto menos antropomorfistas ‑las de la
India y el Extremo Oriente‑ ven estos estados bajo un aspecto de
movimiento cíclico y de fluidez cósmica. 0 también: si el Occidente
semítico representa los estados post mortem como algo definitivo,
tiene implícitamente razón en el sentido de que ante nosotros hay
como dos infinidades, la de Dios y la del macrocosmo o del laberinto
inmensurable e indefinido del samsâra; éste es, en último término,
el infierno «invencible», y es Dios el que en realidad es la
Eternidad positiva y beatífica; y si la perspectiva hindú, o
budista, insiste en la transmigración de las almas, es, ya lo hemos
dicho, porque su carácter profundamente contemplativo le permite no
detenerse en la sola condición humana y porque, por este mismo
hecho, subraya forzosamente el carácter relativo e inconstante de
todo lo que no es el Absoluto; para ella, el samsâra no puede ser
sino expresión de relatividad. Sean cuales sean estas divergencias,
el punto de confluencia de las perspectivas se hace visible en
conceptos como la «resurrección de la carne», la cual es
perfectamente una «re‑encarnación».
Una cuestión a la que también hay que responder aquí, y a la que el
Corán sólo responde implícitamente, es la siguiente: ¿por qué el
Universo está hecho de mundos, por una parte, y de seres que los
atraviesan, por otra? Esto es como preguntar por qué hay una
lanzadera que atraviesa la urdimbre, o por qué hay urdimbre y trama;
o también, por qué la misma relación de cruzamiento se produce
cuando se inscribe una cruz o una estrella en un sistema de
círculos, es decir, cuando se aplica el principio del tejido en
sentido concéntrico. He aquí a lo que queremos llegar: al igual que
la relación del centro con el espacio no se puede concebir de otro
modo que en esta forma de tela de araña, con sus dos modos de
proyección ‑‑continuo uno y discontinuo el otro‑, lo mismo la
relación del Principio con la manifestación ‑relación que constituye
el Universo‑ no se concibe más que como una combinación entre mundos
que se escalonan en torno al Centro divino y seres que los recorren.
(77) Decir «existencia» es enunciar la relación entre el receptáculo
y el contenido, o entre lo estático y lo dinámico; el viaje de las
almas a través de la vida, la muerte y la resurrección, no es otro
que la propia vida del macrocosmo; hasta en nuestra experiencia de
aquí abajo atravesamos días y noches, veranos e inviernos; somos
esencialmente seres que atraviesan estados, y la Existencia no se
concibe de otro modo. Toda nuestra realidad converge hacia ese
«momento» único que es el único que importa: nuestra confrontación
con el Centro.
Lo que hemos dicho de las sanciones divinas y de su raíz en la
naturaleza humana o en el estado de desequilibrio de ésta, se aplica
igualmente, desde el punto de vista de las causas profundas, a las
calamidades de este mundo y a la muerte: tanto ésta como aquéllas se
explican por la necesidad de un efecto de rechazo después de una
ruptura de equilibrio. (78) La causa de la muerte es el
desequilibrio que ha provocado nuestra caída y la pérdida del
Paraíso, y las pruebas de la vida provienen, por vía de
consecuencia, del desequilibrio de nuestra naturaleza personal; en
el caso de las más graves sanciones de ultratumba, el desequilibrio
está en nuestra esencia misma y llega hasta una inversión de nuestra
deiformidad. El hombre «arde» porque no quiere ser lo que es ‑porque
es libre de no querer serlo‑; ahora bien, «toda casa dividida contra
sí misma perecerá». De ello resulta que toda sanción divina es la
inversión de una inversión; y como el pecado es inversión con
relación al equilibiro primordial, se puede hablar de «ofensas»
hechas a Dios, aunque no haya en ello, con toda evidencia, ningún
sentido psicológico posible, a pesar del inevitable antropomorfismo
de las concepciones exotéricas. El Corán describe, con la elocuencia
ardiente que caracteriza a las últimas suras, la disolución final
del mundo. Pues bien, todo esto se deja transponer al microcosmo, en
el que la muerte aparece como el fin del mundo y un juicio, es
decir, como una absorción del exterior por el interior en dirección
al Centro. Cuando la cosmología hindú enseña que las almas de los
difuntos van en primer lugar a la Luna, sugiere indirectamente, y al
margen de otras analogías mucho más importantes, la experiencia de
inconmensurable soledad ‑las «ansias de la muerte»‑ por la que pasa
el alma al salir «a contrapelo» de la matriz protectora que era para
ella el mundo terrestre; la luna material es como el símbolo del
absoluto extrañamiento, de la soledad nocturna y sepulcral, del frío
de eternidad; (79) y este terrible aislamiento post mortem es el que
marca el choque de rechazo en relación, no con determinados pecados,
sino con la existencia formal. (80) Nuestra existencia pura y simple
es como una prefiguración todavía inocente ‑pero sin embargo
generadora de miserias‑ de toda transgresión; al menos lo es en
cuanto «salida» demiúrgico fuera del Principio, y no en cuanto
«manifestación» positiva de éste. Si la Philosophia Perennis
puede combinar la verdad del dualismo mazdeo‑gnóstico con la del
monismo semítico, los exoteristas, por su parte, están obligados a
elegir entre una concepción metafísicamente adecuada, pero
moralmente contradictoria, y una concepción moralmente
satisfactoria, pero metafísicamente fragnientaria. (81)
Nunca debería hacerse la pregunta de por qué se abaten desgracias
sobre inocentes: a los ojos del Absoluto todo es desequilibrio.
«Sólo Dios es Bueno»; ahora bien, esta verdad no puede dejar de
manifestarse de vez en cuando de una forma directa y violenta. Si
los buenos sufren, esto significa que todos los hombres merecerían
lo mismo; la vejez y la muerte lo prueban, pues no perdonan a nadie.
La distribución terrena de los bienes y los males es una cuestión de
economía cósmica, aunque la justicia inmanente deba también
revelarse a veces a plena luz mostrando el vínculo entre las causas
y los efectos en la acción humana. Los sufrimientos dan fe de los
misterios del alejamiento y la separación, no pueden dejar de
existir, pues el mundo no es Dios.
Pero la justicia niveladora de la muerte nos importa infinitamente
más que la diversidad de los destinos terrenos. La experiencia de la
muerte se asemeja a la de un hombre que hubiera vivido toda su vida
en una habitación oscura y se viera súbitamente transportado a la
cumbre de una montaña; allí abarcaría con su mirada todo el vasto
territorio; las obras de los hombres le parecerían insignificantes.
Es así como el alma arrancada a la tierra y al cuerpo percibe la
inagotable diversidad de las cosas y los abismos inconmensurables de
los mundos que las contienen; se ve por primera vez en su contexto
universal, en un encadenamiento inexorable y en una red de
relaciones múltiples e insospechadas, y se da cuenta de que la vida
no ha sido más que un «instante» y un «juego». (82) Proyectado en la
absoluta «naturaleza de las cosas», el hombre será forzosamente
consciente de lo que es en realidad; se conocerá, ontológicamente y
sin perspectiva deformadora, a la luz de las «proporciones»
normativas del Universo.
Una de las pruebas de nuestra inmortalidad es que el alma ‑que es
esencialmente inteligencia o consciencia‑ no puede tener un fin que
esté por debajo de ella, a saber, la materia, o los reflejos
mentales de la materia; lo superior no puede depender simplemente de
lo inferior, no puede ser sólo un medio en relación con aquello a lo
que sobrepasa. Es, pues, la inteligencia en sí ‑y con ella nuestra
libertad‑ la que prueba la envergadura divina de nuestra naturaleza
y de nuestro destino; si decimos que lo «prueba», es de una manera
incondicional y sin querer añadir una precaución oratoria en
consideración a ' mios pes que se imaginan detentar el monopolio de
lo «concreto». Se comprenda o no, sólo el Absoluto está
«proporcionado» a la esencia de nuestra inteligencia; sólo el
Absoluto (Al‑Ahad, «el Uno») es perfectamente inteligible,
hablando con rigor, de modo que la inteligencia no ve su propia
razón suficiente y su fin más que en Él. El intelecto, en su
esencia, concibe a Dios porque él mismo «es» increatus et
increabilis; y concibe o conoce, por esto mismo y a
fortiori, el significado de las contingencias; conoce el
sentido del mundo y el sentido del hombre. De hecho, la inteligencia
conoce con la ayuda directa o indirecta de la Revelación; ésta es la
objetivación del Intelecto trascendente y «despierta», en un grado
cualquiera, el conocimiento latente ‑o los conocimientos‑ que
llevamos en nosotros mismos. La «fe» (en el sentido amplio, imân)
tiene así dos polos, «objetivo» y «externo» uno, y «subjetivo» e
«interno» el otro: la gracia y la intelección. Y nada es más vano
que levantar en nombre de la primera una barrera de principio contra
la segunda; la «prueba» más profunda de la Revelación ‑sea cual sea
su nombre‑ es su prototipo eterno que llevamos en nosotros mismos,
en nuestra propia esencia. (83)
El Corán, como toda Revelación, es una expresión fulgurante y
cristalina de lo que es «sobrenaturalmente natural» al hombre, a
saber, la consciencia de nuestra situación en el Universo, de
nuestro encadenamiento ontológico y escatológico. Por esto el Libro
de Allah es un «discernimiento» (furqân) y una
«advertencia» (dhikrâ), una «luz» (nûr) en las
tinieblas de nuestro exilio terrenal.
Al «Libro» (Kitâb) de Dios se une la «Práctica» (Sunna)
del Profeta; es verdad que el propio Corán habla de la Sunna de
Allâh entendiendo por ello los principios de acción de Dios con
respecto a los hombres, pero la tradición ha reservado esta palabra
para las formas de actuar, costumbres o ejemplos de Muhammad. Estos
precedentes constituyen la norma, en todos los niveles, de la vida
musulmana.
La Sunna posee varias dimensiones: una física, una moral, una
social, una espiritual, y otras todavía. Forman parte de la
dimensión física las reglas de decoro que resultan de la naturaleza
de las cosas: por ejemplo, no mantener conversaciones intensas
durante las comidas ni a fortiori hablar mientras se come;
enjuagarse la boca después de haber comido o bebido, no comer ajo,
observar todas las reglas de asco. Forman parte, igualmente, de esta
Sunna las reglas vestimentarias: cubrirse la cabeza, llevar turbante
cuando es posible, pero no llevar seda ni oro ‑esto para los
hombres‑, dejar los zapatos en la puerta, y así sucesivamente. Otras
reglas exigen que hombres y mujeres no se mezclen en las asambleas,
o que una mujer no dirija la oración delante de los hombres; algunos
pretenden que ni siquiera puede hacerlo delante de otras mujeres, o
que no puede salmodiar el Corán, pero estas dos opiniones son
desmentidas por precedentes tradicionales. Tenemos, por último, los
gestos islámicos elementales que todo musulmán conoce: maneras de
saludarse, de dar las gracias, y así sucesivamente. Huelga añadir
que la mayoría de estas reglas no sufren ninguna excepción en
ninguna circunstancia.
Hay también, e incluso en primer lugar en la jerarquía de los
valores, la Sunna espiritual, que concierne al «recuerdo de Dios» (dhikr)
y a los principios del «viaje» (sulûk); esta Sunna es muy
parsimoniosa en lo que tiene de verdaderamente esencial. En suma,
contiene todas las tradiciones que se refieren a las relaciones
entre Dios y el hombre. Estas relaciones son separativas o unitivas,
exclusivas o inclusivas, distintivas o participativas. Frente a esta
Sunna espiritual hay que distinguir rigurosamente otro ámbito,
aunque a veces parece confundirse con ella: a saber, la Sunna moral
que concierne ante todo a la esfera muy compleja de las relaciones
sociales con todas sus concomitancias psicológicas y simbolistas. A
pesar de ciertas coincidencias evidentes, esta dimensión no entra en
el esoterismo en el sentido propio de la palabra; no puede, en
efecto, pertenecer ‑salvo abuso de lenguaje‑ a la perspectiva
sapiencial, pues es con toda evidencia ajena a la contemplación de
las esencias y a la concentración en lo único Real. Esta Sunna media
es, por el contrario, ampliamente solidaria de la perspectiva
específicamente devocional u obediencial, es, por consiguiente,
exotérica, y de ahí su aspecto voluntarista e individualista; el
hecho de que algunos de sus elementos se contradigan indica por lo
demás que el hombre puede y debe elegir.
Lo que el «pobre», el faqîr, retendrá de esta Sunna será,
no tanto las maneras de actuar, como las intenciones que les son
inherentes, es decir, las actitudes espirituales y las virtudes, las
cuales derivan de la Fitra: (84) de la perfección
primordial del hombre y, así, de la naturaleza normativa (uswa)
del Profeta. Todo hombre debe poseer la virtud de generosidad, pues
ésta forma parte de su naturaleza teomorfa; pero la generosidad del
alma es una cosa, y un determinado gesto de generosidad
característico del mundo beduino es otra. Se nos dirá, sin duda, que
todo gesto es simbólico; estamos de acuerdo, con dos condiciones
expresas: en primer lugar, que el gesto no sea producto de un
automatismo convencional, e insensible al absurdo eventual de los
resultados; y, en segundo lugar, que el gesto no transmita ni
cultive un sentimentalismo religioso incompatible con la perspectiva
del Intelecto y de la Esencia.
Fundamentalmente, la Sunna moral o social es una adecuación directa
o indirecta de la voluntad a la norma humana; su finalidad es
actualizar, no limitar, nuestra naturaleza horizontal positiva;
pero, como se dirige a todos, forzosamente lleva en sí elementos
limitativos desde el punto de vista de la perfección vertical. Este
carácter horizontal y colectivo de cierta Sunna implica por la
fuerza de las cosas el hecho de que sea una suerte de mâyâ
o de upâya, (85) lo que significa que es a la vez un
soporte y un obstáculo y que puede incluso convertirse en un
verdadero shirk, (86) no para el vulgo, sin duda, sino para
el sáfik. (87) La Sunna media impide que el hombre
ordinario sea una fiera y que pierda su alma; pero puede igualmente
impedir que el hombre de élite vaya más allá de las formas y realice
la Esencia. La Sunna media tanto puede favorecer la realización
vertical como puede retener al hombre en la dimensión horizontal; es
a la vez un factor de equilibrio y de pesadez. Favorece la
ascensión, pero no la condiciona; no contribuye al condicionamiento
de la ascensión más que por sus contenidos intrínsecos e informales
que, precisamente, son independientes en principio de las actitudes
formales.
Desde el punto de vista de la Religio Perennis, la cuestión de la
Sunna implica un problema muy delicado por el hecho de que la
acentuación de la Sunna media y social es solidaria de un psiquismo
religioso particular, que por definición excluye otros psiquismos
religiosos igualmente posibles y forja, como ellos, una mentalidad
particular, y no esencial ‑con toda evidencia‑ a la gnosis islámica.
Dejando aparte este aspecto de las cosas, no hay que perder de vista
que el Profeta, como todo hombre, estuvo obligado a realizar una
multitud de actos durante su vida, y que forzosamente los realizó de
una determinada manera y no de otra, e incluso de diversas maneras
según las circunstancias externas o internas; él bien entendía
servir de modelo global, pero no siempre especificó que tal o cual
acto tuviera el alcance de una prescripción propiamente dicha.
Además, el Profeta dio enseñanzas diferentes para hombres
diferentes, sin ser responsable del hecho de que los Compañeros
‑diversamente dotados‑ transmitieran más tarde todo lo que habían
visto y oído, y de que lo hicieran a veces de modo divergente, según
las observaciones o acentuaciones individuales. La conclusión que
hay que sacar de esto es que no todo elemento de la Sunna se impone
de la misma forma ni con la misma certeza, y que en muchos casos la
enseñanza se refiere a la intención más bien que a la forma.
Sea como fuere, hay una verdad fundamental que conviene no perder de
vista, a saber: que el plano de las acciones es en sí puramente
humano y que la insistencia en una multitud de formas de acción de
un estilo forzosamente particular constituye un karma‑yoga (88)
absorbente que no tiene relación con la vía del discernimiento
metafísico y la concentración en lo Esencial. En la persona del
Profeta está lo simple y lo complejo, y hay en los hombres diversas
vocaciones; el Profeta personifica necesariamente un clima religioso
‑y por tanto humano‑ de un carácter particular, pero personifica
igualmente y desde otro punto de vista, la Verdad en sí y la Vía
como tal. Hay una imitación del Profeta basada en la ilusión
religiosa de que él es intrínsecamente mejor que todos los demás
profetas, incluido Jesús, y hay otra imitación del Profeta fundada
en la cualidad profética en sí, es decir, en la perfección del Logos
hecho hombre; y esta imitación es forzosamente más verdadera, más
profunda y, por lo tanto, menos formalista que la primera, apunta
menos a los actos exteriores que a los reflejos de los Nombres
divinos en el alma del Logos humano.
Niffarî, que encarna el esoterismo propiamente dicho y no un
preesoterismo voluntarista y todavía en gran parte exoterista, ha
dado el testimonio siguiente: «Allâh me ha dicho: formula tu
petición diciéndome: Señor, ¿cómo debo apegarme firmemente a Ti de
modo que el día de mi juicio no me castigues ni apartes Tu Rostro de
mí? Entonces Yo (Allâh) te responderé diciendo: Cíñete a la Sunna en
tu doctrina y tu práctica externas, y apégate en tu alma interior a
la Gnosis que te he dado; y sabe que, cuando Me doy a conocer a ti,
no quiero aceptar de ti nada de la Sunna, excepto lo que Mi Gnosis
te aporta, pues tú eres uno de aquellos a quienes Yo hablo; Me oyes
y sabes que Me oyes, y ves que Yo soy la fuente de todas las cosas».
El comentarista de este pasaje observa que la Sunna tiene un alcance
general y no distingue entre los que buscan la recompensa creada y
los que buscan la Esencia, y que contiene lo que cada persona puede
necesitar. Otra sentencia de Niffarî: «Y Él me dijo: Mi Revelación
exotérica (dhâhirî) no sostiene a Mi Revelación esotérica (bâtinî)».
Y otra todavía, de un simbolismo abrupto que hay que entender: «Las
buenas acciones del hombre piadoso son las malas acciones de los
privilegiados de Allâh». Lo que indica con la mayor claridad posible
la relatividad de ciertos elementos de la Sunna y la relatividad del
culto a la Sunna media.
El adab ‑la cortesía tradicional‑ es de hecho un sector
particularmente problemático de la Sunna, y esto a causa de dos
factores, a saber, la interpretación estrecha y la convención ciega.
El adab puede convertirse, al hacerse anodino, en un
formalismo separado de sus intenciones profundas, hasta el punto de
que las actitudes formales suplanten a las virtudes intrinsecas que
son su razón de ser; un adab mal entendido puede dar lugar
a la disimulación, a la susceptibilidad, a la mentira, al
infantilismo; bajo el pretexto de que no hay que contradecir a un
interlocutor ni decirle nada desagradable, se le deja en un error
perjudicial o se omite comunicarle una información necesaria, o se
le infligen por amabilidad situaciones cuando menos indeseables, y
así sucesivamente. Sea como fuere, es importante saber ‑y
comprender‑ que el adab, aun bien entendido, tiene sus
límites: así, la tradición recomienda cubrir la falta de un hermano
musulmán si de ello no resulta ningún perjuicio para la
colectividad, pero prescribe que se reprenda a este hermano en
privado, sin consideración para el adab, si hay alguna
posibilidad de que la reprimenda sea aceptada; del mismo modo, el
adab no debe impedir que se denuncien públicamente faltas y
errores que pueden contaminar al prójimo. En lo que concierne a la
relatividad del adab, recordemos aquí que el Shaykh Darqâwî
y otros a veces obligaron a sus discípulos a romper ciertas reglas,
sin ir, no obstante, en contra de la Ley, la sharî’a; no se
trata en este caso de la vía de los Malâmatiyya, que
buscaban su propia humillación, sino simplemente del principio de la
«ruptura de los hábitos» con miras a la «sinceridad» (sidq)
y a la «pobreza» (faqr) ante Dios. En lo que concierne a
cierta Sunna en general, podemos referirnos a estas palabras del
Shaykh Darqâwî, transmitidas por Ibn’Ajîba: «La búsqueda sistemática
de los actos meritorios y la multiplicación de las prácticas
supererogatorias son un hábito entre otros y dispersan al corazón.
Que el discípulo se limite, pues, a un solo dhikr, a una
sola acción cada uno según lo que le corresponda».
Desde un punto de vista algo diferente, se podría objetar que una
interpretación quintaesencial y por consiguiente muy libre de la
Sunna sólo puede concernir a algunos sufíes y no a los sâlikiûn,
los «viajeros». (89) Diremos más bien que esta libertad concierne a
los sufíes en cuanto han sobrepasado el mundo de las formas; pero
concierne igualmente a los sálikún en cuanto siguen en
principio la vía de la Gnosis y su punto de partida se inspira
necesariamente, por este mismo hecho, en la perspectiva conforme a
esta vía; por la fuerza de las cosas, tienen conciencia a priori
de la relatividad de las formas, de algunas sobre todo, de modo que
un formalismo social con supuestos sentimentales no puede
imponérseles.
La relatividad de cierta Sunna, en una perspectiva que no es un
karma‑yoga ni con mayor razón un exoterismo, no invalida la
importancia que tiene para una civilización la integridad estética
de las formas, hasta en los objetos de que nos rodeamos; pues
abstenerse de un acto simbólico no es en sí un error, mientras que
la presencia de una forma falsa es un error permanente. (90) Aun
aquel que es subjetivamente independiente de ello no puede negar que
es un error, y por lo tanto un elemento contrario, en principio, a
la salud espiritual y a los imponderables de la baraka. La
decadencia del arte tradicional va a la par con el decaimiento de la
espiritualidad.
En el amidismo, al igual que en el japa‑yoga, (91) el
iniciado debe abandonar todas las demás prácticas religiosas y poner
su fe en una sola oración quintaesencial; ahora bien, esto no
expresa una opinión arbitraria, sino un aspecto de la naturaleza de
las cosas; y este aspecto se encuentra reforzado en hombres que,
además de esta reducción met6dica, se refieren a la metafísica pura
y total. Por otra parte, el conocimiento de los diversos mundos
tradicionales, y por consiguiente de la relatividad de las
formulaciones doctrinales o de las perspectivas formales, refuerza
la necesidad de esencialidad, por una parte, y de universalidad, por
otra; y lo esencial y lo universal se imponen tanto más cuanto que
vivimos en un mundo de sobresaturación filosófica y de hundimiento
espiritual.
La perspectiva que permite actualizar la conciencia de la
relatividad de las formas conceptuales y morales ha existido siempre
en el Islam; el pasaje coránico sobre Moisés y Al‑Khidr da fe de
ello, lo mismo que algunos ahâdîth que reducen las
condiciones de la salvación a las actitudes más simples. Esta
perspectiva es, igualmente, la de la primordialidad y la
universalidad, y por tanto de la Fitra; es lo que expresa Jalâl
al‑Dîn Rûmi en estos términos: «No soy ni cristiano, ni judío, ni
parsi, ni musulmán. No soy ni de Oriente, ni de Occidente, ni de la
tierra, ni del mar... Mi lugar es lo que no tiene lugar, mi huella
es lo que no tiene huella... He dejado de lado la dualidad, he visto
que los dos mundos no son sino uno; busco al Uno, conozco al Uno,
veo al Uno, invoco al Uno. Él es el Primero, Él es el último, Él es
el Exterior, Él es el Interior...»
Capítulo 4: El Profeta
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Para el occidental, y sin duda
para la mayoría de los no musulmanes, Cristo y Buda representan
perfecciones inmediatamente inteligibles y convincentes, lo que
refleja, por lo demás, el ternario vivekanandiano
–inaceptable por varias razones– “Jesús, Buda, Ramakrishna”; (1) por
el contrario, el Profeta del Islam parece complejo y desigual y
apenas se impone como símbolo fuera de su universo tradicional. La
razón de ello es que, contrariamente a lo que ocurre con Buda y
Cristo, su realidad espiritual se recubre de ciertos velos humanos y
terrenos, y esto a causa de su función de legislador “para este
mundo”. De este modo, se asemeja a los otros grandes Reveladores
semíticos, Abraham y Moisés, y también a David y a Salomón. Desde el
punto de vista hindú, se podría añadir que está próximo a Rama y a
Krishna, cuya suprema santidad y poder salvador no impidieron toda
clase de vicisitudes familiares y políticas. Esto nos permite
indicar una distinción fundamental: no sólo existe la clase de
Reveladores que representan exclusivamente “al otro mundo”, también
existen aquellos cuya actitud es a la vez divinamente contemplativa
y humanamente combativa y constructiva.
Cuando se ha tomado conocimiento de la vida de Muhammad a través de
las fuentes tradicionales; (2) de ella se desprenden tres elementos
que podríamos designar provisionalmente con las palabras siguientes:
piedad, combatividad, magnanimidad. Por piedad entendemos el apego
profundo a Allah, el sentido del más allá, la absoluta sinceridad,
es decir, un rasgo del todo general en los santos y a fortiori
en los mensajeros del cielo; si lo mencionamos es porque aparece en
la vida del Profeta con una función particularmente destacada y
porque prefigura en cierta forma la atmósfera espiritual del Islam
(3). Hubo, en esa vida, guerras y, destacándose contra ese fondo
violento, una grandeza de alma sobrehumana; hubo también
matrimonios, y por ellos una entrada deliberada en lo terrenal y lo
social –y no decimos: en lo mundano y lo profano‑, e ipso facto
una integración de lo humano colectivo en lo espiritual, dada la
naturaleza avatárica del Profeta. En el plano de la piedad,
señalemos el amor a la pobreza, a los ayunos y las vigilias; algunos
objetarán sin duda que el matrimonio, y sobre todo la poligamia, se
oponen a la ascesis, pero esto es olvidar en primer lugar que la
vida conyugal no quita rigor a la pobreza, a las vigilias y a los
ayunos y no los hace fáciles ni agradables, (4) y después, que el
matrimonio tenía en el Profeta un carácter espiritualizado o
“tántrico”, como, por lo demás, todas las cosas en la vida de un ser
así, en razón de la transparencia metafísica que adquieren entonces
los fenómenos (5). Vistos desde el exterior, la mayoría de los
matrimonios del Profeta tenían, por otra parte, un alcance
“político” –y la política posee aquí una significación sagrada en
conexión con el establecimiento en la tierra de un reflejo de la
“Ciudad de Dios” –, y, finalmente, dio suficientes ejemplos de
largas abstinencias, sobre todo en su juventud, cuando se considera
que la pasión es más fuerte, como para estar al abrigo de juicios
superficiales. Otro reproche que se formula a menudo es el de
crueldad; pues bien, aquí habría que hablar más bien de
implacabilidad, y ésta tenía por objeto, no a los enemigos como
tales, sino únicamente a los traidores, fuera cual fuere su origen;
si en ello había dureza, fue la dureza misma de Allah, por
participación en la justicia divina que rechaza y consume. Acusar a
Muhammad de tener un carácter vindicativo equivaldría no sólo a
equivocarse gravemente acerca de su estado espiritual y a
desnaturalizar los hechos, sino también a condenar al mismo tiempo a
la mayoría de los profetas judíos y a la propia Biblia; (6) en la
fase decisiva de su misión terrenal, cuando la toma de La Meca, el
Enviado de Allâh dio pruebas incluso de una sobrehumana mansedumbre,
en contra del sentimiento unánime de su ejército victorioso. (7)
Hubo al principio de la carrera del Profeta oscuridades dolorosas e
incertidumbres; con ello se trata de mostrar que la misión
muhammadiana era obra, no del genio humano de Muhammad –genio cuya
existencia él mismo nunca sospechó–, sino esencialmente de la
elección divina; de modo análogo, las aparentes imperfecciones de
los grandes Mensajeros tienen siempre un sentido positivo. (8) La
ausencia total, en Muhammad, de cualquier ambición nos lleva por lo
demás a abrir aquí un paréntesis: siempre nos sorprendemos cuando
algunos, seguros de su pureza de intención, de sus talentos y de su
poder combativo, se imaginan que Allâh debe servirse de ellos y
esperan con impaciencia, y hasta con decepción y desconcierto, el
toque de llamada celestial o el milagro; lo que olvidan –y esto es
extraño por parte de defensores de lo espiritual– es que Allâh no
tiene necesidad de nadie y que no le hacen falta para nada sus dones
naturales y sus pasiones. El Cielo no utiliza talentos más que a
condición de que primero hayan sido rotos para Allâh o de que el
hombre no haya sido nunca consciente de ellos; un instrumento
directo (9) de Allâh siempre es sacado de las cenizas.
Como más arriba hemos aludido a la naturaleza avatárica de
Muhammad, se podría objetar que éste, por el Islam o, lo que viene a
ser lo mismo, por su propia convicción, no era y no podía ser un
Avatâra; pero la cuestión no es ésta, pues sabemos muy bien que
el Islam no es el Hinduismo y que excluye, particularmente, toda
idea encarnacionista (hulûl); diremos simplemente, en
lenguaje hindú (ya que en este caso es el más directo o el menos
inadecuado) que un determinado Aspecto divino ha tomado en
determinadas circunstancias cíclicas una determinada forma
terrestre, lo que es perfectamente conforme con el testimonio que el
Enviado de Allâh dio sobre su propia naturaleza: “Quien me ha visto,
ha visto a Allâh” (Al‑Haqq, “la Verdad”); “Yo soy Él mismo
y Él es yo mismo, salvo que yo soy el que soy y Él es el que es”;
“Yo era Profeta cuando Adán estaba todavía entre el agua y la
arcilla” (antes de la creación); “He estado encargado de cumplir mi
misión desde el mejor de los siglos de Adán, de siglo en siglo,
hasta el siglo en que estoy” (10).
Sea como fuere, si la atribución de la divinidad a un ser histórico
repugna al Islam, es a causa de su perspectiva centrada en el
Absoluto como tal, la cual se enuncia por ejemplo en la concepción
de la nivelación final antes del juicio: sólo Allâh permanece
“vivo”, todo es nivelado en la muerte universal, incluidos los
Ángeles supremos y, por tanto, también el “Espíritu” (Al‑Rûh),
la manifestación divina en el centro luminoso del cosmos.
Es natural que los partidarios del exoterismo (fuqahâ o
'ulama al-zhâhir, “sabios de lo exterior”), tengan interés en
negar la autenticidad de los hâdices que se refieren a la naturaleza
avatárica del Profeta, pero el concepto mismo del
Espíritu muhammadiano (Rûh muhammadi) –que es
el Logos– prueba que estos hâdices tienen razón, sea cual sea su
valor histórico, admitiendo que éste pueda ser puesto en duda. Cada
forma tradicional identifica a su fundador con el divino Logos y
considera a los demás portavoces del Cielo, en la medida en que los
toma en consideración, como proyecciones de este fundador y como
manifestaciones secundarias del Logos único; para los budistas,
Cristo y el Profeta no pueden ser sino Budas. Cuando Cristo dijo:
“Nadie llega al Padre si no es por mí”, es el Logos como tal el que
habla, aunque Jesús se identifica realmente, para un mundo dado, con
este Verbo uno y universal.
El Profeta es la norma humana en el doble aspecto de las funciones
individuales y colectivas, o también, de las funciones espirituales
y terrenas.
Es, esencialmente, equilibrio y extinción: equilibrio desde el punto
de vista humano, y extinción con respecto a Allâh.
El Profeta es el Islam. Si éste se presenta como una manifestación
de verdad, de belleza y de poder –pues son realmente estos tres
elementos los que inspiran al Islam y que éste tiende, por su
naturaleza, a realizar en diversos planos–, el Profeta, por su
parte, encarna la serenidad, la generosidad y la fuerza; también
podríamos enumerar estas virtudes inversamente, según la jerarquía
ascendente de los valores y refiriéndonos a los grados de la
realización espiritual. La fuerza es la afirmación –si es preciso
combativa– de la Verdad divina en el alma y en el mundo; ésta es la
distinción entre las dos guerras santas, la “mayor” (akbar)
y la “menor” (asghar), o la interior y la exterior. La
generosidad compensa el aspecto de agresividad de la fuerza; es
caridad y perdón. (11) Estas dos virtudes complementarias, la fuerza
y la generosidad, culminan –o se extinguen en cierto modo– en una
tercera virtud: la serenidad, que es desapego con respecto al mundo
y al ego, extinción ante Allâh, conocimiento de lo Divino y unión
con Ello.
Hay cierta relación –sin duda paradójica– entre la fuerza viril y la
pureza virginal, en el sentido de que tanto la una como la otra
conciernen a la inviolabilidad de lo sagrado, (12) la fuerza en modo
dinámico y combativo, y la pureza en modo estático y defensivo;
podríamos decir también que la fuerza, cualidad “guerrera”, implica
un modo o un complemento estático o pasivo, y éste es la sobriedad,
el amor a la pobreza y al ayuno, la incorruptibilidad, que son
cualidades “pacíficas” o “no agresivas”. Asimismo, la generosidad,
que “da”, posee un complemento estático, la nobleza, que “es”; o,
mejor, la nobleza es la realidad intrínseca de la generosidad. La
nobleza es una suerte de generosidad contemplativa, es el amor a la
belleza en el sentido más amplio; aquí se sitúa, en el Profeta y en
el Islam, el estetismo y el amor a la limpieza, (13) pues ésta quita
a las cosas, y a los cuerpos sobre todo, la marca de su terrenalidad
y de su caída y las devuelve así, simbólicamente, a sus prototipos
inmutables e incorruptibles o a sus esencias. En cuanto a la
serenidad, también ésta posee un complemento necesario: la
veracidad, que es como el lado activo o distintivo de la serenidad;
es el amor a la verdad y a la inteligencia, tan característico del
Islam; es, pues, también, la imparcialidad, la justicia. La nobleza
compensa el aspecto de estrechez de la sobriedad, y estas dos
virtudes complementarias culminan en la veracidad, en el sentido de
que se subordinan a ella y, si es preciso, se anulan –o parecen
anularse– ante ella. (14)
Las virtudes del Profeta forman, por decirlo así, un triángulo; la
serenidad‑veracidad constituye el vértice, y los otros dos pares de
virtudes –la generosidad‑nobleza y la fuerza‑sobriedad– forman la
base; los dos ángulos de ésta están en equilibrio y en cierto modo
se reducen a la unidad en el vértice. El alma del Profeta, ya lo
hemos dicho, es esencialmente equilibrio y extinción. (15)
La imitación del Profeta implica: la fuerza para con uno mismo; la
generosidad para con los demás; la serenidad en Allâh y por Allâh.
Podríamos decir también: la serenidad por la piedad, en el sentido
mas profundo de este término.
Esta imitación implica además: la sobriedad con respecto al mundo;
la nobleza en nosotros mismos, en nuestro ser; la veracidad por
Allâh y en Él. Pero no hay que perder de vista que el mundo está
también dentro de nosotros y que, inversamente, no somos distintos
de la creación que nos rodea, y, por último, que Allâh ha creado
“por la Verdad” (bil‑Haqq); el mundo, en sus perfecciones y
en su equilibrio, es una expresión de la Verdad divina."
El aspecto “fuerza” es igualmente, e incluso ante todo, el carácter
activo y afirmativo del medio espiritual o del método; el aspecto
“generosidad” es también el amor de nuestra alma inmortal; y el
aspecto “serenidad”, que a priori es: verlo todo en Allâh, es
también: ver a Allâh en todo. Se puede ser sereno porque se sabe que
“sólo Allâh es”, que el mundo con sus agitaciones es “no real”, pero
se puede serlo también porque uno se da cuenta —admitiendo la
realidad del mundo— de que “todo es querido por Allâh”, de que la
Voluntad divina actúa en todo, de que todo simboliza a Allâh en uno
u otro aspecto y de que el simbolismo es para Allâh una “manera de
ser”, si puede decirse así. Nada está fuera de Allâh; Allâh no está
ausente de nada.
La imitación del Profeta es la realización del equilibrio entre
nuestras tendencias normales o, más precisamente, entre nuestras
virtudes complementarias, y es después y sobre todo, sobre la base
de esta armonía, la extinción en la Unidad. Así es como la base del
triángulo se reabsorbe en cierto modo en el vértice, que aparece
como su síntesis o su origen, o como su fin, su razón de ser.
Reanudando nuestra descripción anterior, pero formulándola de manera
algo diferente, diremos que Muhammad es la forma orientada hacia la
Esencia divina; esta «forma» tiene dos principales aspectos, que
corresponden respectivamente a la base y al vértice del triángulo, a
saber, la nobleza y la piedad. Ahora bien, la nobleza está hecha de
fuerza y generosidad, y la piedad —en el nivel de que aquí se trata—
está hecha de sabiduría y santidad; añadiremos que por “piedad” hay
que entender el estado de “servidumbre espiritual” (‘ubûdiyya)
en el sentido más elevado del término, que comprende la perfecta
“pobreza” (faqr, de ahí la palabra faqîr) y la
«extinción» (fanâ’) ante Allâh, lo que no carece de
relación con el epíteto de “iletrado” (ummî) atribuido al
Profeta. La piedad es lo que nos liga a Allâh; en el Islam, esto es
en primer lugar, en la medida de lo posible, la comprensión de la
evidente Unidad —pues el que es “responsable” debe captar esta
evidencia, y no hay aquí una línea de demarcación rigurosa entre el
“creer” y el “saber”— y, después, la realización de la Unidad más
allá de nuestra comprensión provisional y “unilateral”, que es
ignorancia en comparación con la ciencia plenaria; no hay santo (wâli,
“representante” y, por tanto, “participante”) que no sea “conocedor
por Dios” (‘arîf bil‑Llâh). Y esto explica por qué la
piedad —y con mayor razón la santidad, que es su flor— tiene en el
Islam un aire de serenidad; (17) es una piedad que desemboca
esencialmente en la contemplación y la gnosis.
0 también: para caracterizar el fenómeno muhammadiano podríamos
decir que el alma del Profeta está hecha de nobleza y de serenidad,
comprendiendo ésta la sobriedad y la veracidad, y aquélla la fuerza
y la generosidad. La actitud del Profeta frente al alimento y el
sueño está determinada por la sobriedad; y su actitud frente a la
mujer lo está por la generosidad; el objeto real de la generosidad
es aquí el polo “substancia” del género humano, siendo considerado
este polo —la mujer— bajo su aspecto de espejo de la infinitud
beatífica de Allâh.
El amor al Profeta constituye un elemento fundamental en la
espiritualidad del Islam, aunque no hay que entender este amor en el
sentido de una bhakti personalista, la cual presupondría la
divinización exclusiva del héroe.(18) Los musulmanes aman e imitan
al Profeta hasta en los menores detalles de su vida cotidiana porque
ven en él el prototipo y el modelo de las virtudes que constituyen
la deiformidad del hombre y la belleza y el equilibrio del Universo,
y que son otras tantas claves o vías hacia la Unidad liberadora; el
Profeta, como el Islam a secas, es un esquema celestial dispuesto
para recibir el influjo de la inteligencia y la voluntad del
creyente, y en el cual incluso el esfuerzo se convierte en una
suerte de reposo sobrenatural.
“En verdad, Allâh y Sus Malaika bendicen al Profeta; ¡oh,
vosotros que creéis, bendecidIo y presentadle el saludo!”
(19) Este versículo constituye el fundamento escriturario de la
“Plegaria por el Profeta” —o, más exactamente, la “Bendición del
Profeta”— plegaria que es de uso general en el Islam, pero que
reviste un carácter particular en el esoterismo, en el que es un
símbolo básico. La significación esotérica del versículo es la
siguiente: Allâh, el Cielo y la Tierra —o el principio (que es
no‑manifestado), la manifestación supraformal (los estados
angélicos) y la manifestación formal (que comprende los hombres y
los jinn, es decir, las dos categorías de seres
corruptibles, (20) y de ahí la necesidad de una exhortación)—
confieren (o transmiten, según los casos) gracias vitales a la
Manifestación universal o, desde otro punto de vista, al centro de
ésta, que es el Intelecto cósmico. (21) Quien bendice al Profeta,
bendice implícitamente al mundo y al Espíritu universal (Al‑Rûh),
(22) al Universo y al Intelecto, a la Totalidad y al Centro, de modo
que la bendición recae, decuplicada, de parte de cada una de estas
manifestaciones del Principio, (23) sobre el hombre que ha puesto su
corazón en esta oración.
Los términos de la “Plegaria por el Profeta” son en general los
siguientes, aunque de ella existen variantes y desarrollos
múltiples: “Oh, Allá huma, bendice a nuestro Señor Muhammad, Tu
Servidor (Abd) y Tu Enviado (Rasûl), el Profeta
iletrado (Al‑Nabi al‑ummi), y a su familia y a sus
compañeros, y salúdalos”. Las palabras “saludar” (sallam) y
“salutación” (taslîm) o “paz” (salâm) (24)
significan, por parte del creyente, un homenaje reverencial (el
Corán dice: “¡Y presentadle el saludo!”), y, así,
una actitud personal, mientras que la bendición hace intervenir a la
Divinidad, pues es Ella la que bendice; por parte de Allâh, la
“salutación” es una “mirada” o una “palabra”, es decir, un elemento
de gracia, no “central” como en el caso de la “bendición” (salât:
sallâ ‘alâ, “rogar sobre”), sino “periférico”, es decir,
concerniente al individuo y a la vida, no al intelecto y a la
gnosis. Por esto se hace seguir el Nombre de Muhammad de la
“bendición” y el “saludo”, y los nombres de los otros “Enviados” y
de los Ángeles del “saludo” solamente: desde el punto de vista del
Islam es Muhammad. quien encarna “actualmente” y “definitivamente”
la Revelación, y ésta corresponde a la “bendición”, no a la
“salutación”. En el mismo sentido más o menos exotérico cabría
señalar que la “bendición” se refiere a la inspiración profética y
al carácter “relativamente único” y “central” del Avatâra
considerado, y la “salutación” se refiere a la perfección humana,
cósmica, existencial, de todos los Avatâras, o también a la
perfección de los Malaika. (25) La “bendición” es una cualidad
trascendente, activa y “vertical”; la “salutación”, una cualidad
inmanente, pasiva y “horizontal”; o también, la “salutación”
concierne a lo “exterior”, al “soporte”, mientras que la “bendición”
concierne a lo “interior”, al “contenido”, ya se trate de actos
divinos o de actitudes humanas. En esto reside toda la diferencia
entre lo “sobrenatural” y lo “natural”: la “bendición” significa la
presencia divina en cuanto es un influjo incesante, lo que en el
microcosmo —el Intelecto— se convierte en la intuición o la
inspiración, y, en el Profeta, en la Revelación; en cambio, la “paz”
o el “saludo” significa la presencia divina en cuanto es inherente
al cosmos, lo que en el microcosmo se convierte en la inteligencia,
la virtud, la sabiduría; concierne al equilibrio existencial, a la
economía cósmica. Es verdad que la inspiración intelectiva —o la
ciencia infusa— es “sobrenatural” también, pero lo es, por decirlo
así, de una manera «natural», en el marco y según las posibilidades
de la “Naturaleza”.
Según el Shaykh Ahmad Al‑‘Alawi, el acto divino (tajallî)
expresado por la palabra salli (“bendice”) es como el
relámpago, por su instantaneidad, e implica la extinción, en un
grado u otro, del receptáculo humano que lo experimenta, mientras
que el acto divino expresado por la palabra sallim
(“saluda”) expande la presencia divina en las modalidades del propio
individuo; es por esto, ha dicho el Shaykh, por lo que el faqîr
debe pedir siempre el salâm (la “paz”, que corresponde a la
“salutación” divina) (26) para que las revelaciones o intuiciones no
desaparezcan como el resplandor de un relámpago, sino que se fijen
en su alma.
En el versículo coránico que instituye la bendición muhammadiana se
dice que “Allâh y sus malaika bendicen al Profeta”,
pero la “salutación” sólo se menciona al final del versículo, cuando
se trata de los creyentes; la razón de ello es que el taslim
(o salâm) está aquí sobreentendido, lo que significa que en
el fondo es un elemento de la salât y que sólo se disocia
de ella a posteriori y en función de las contingencias del mundo.
La intención iniciática de la “Plegaria por el Profeta” es la
aspiración del hombre hacia su totalidad. La totalidad es aquello de
lo que somos una parte; ahora bien, somos una parte, no de Dios, que
es sin partes, sino de la Creación, cuyo conjunto es el prototipo y
la norma de nuestro ser, y cuyo centro, Al‑Rûh, es la raíz
de nuestra inteligencia; esta raíz es vehículo del “Intelecto
increado” (increatus et increabilis, según el maestro
Eckhart). (27) La totalidad es perfección: la parte como tal es
imperfecta, puesto que manifiesta una ruptura del equilibrio
existencial y, por tanto, de la totalidad. Con respecto a Allâh,
somos “nada” o “todo”, según el punto de vista, (28) pero no somos
nunca parte; en cambio, somos parte en relación con el Universo, que
es el arquetipo, la norma, el equilibrio, la perfección; él es el
“Hombre Universal” (Al‑Insân al‑Kâmil) (29) cuya
manifestación humana es el Profeta, el Logos, el Avatára. El Profeta
—siempre en el sentido esotérico y universal del término— es así la
totalidad de la que somos un fragmento; pero esta totalidad se
manifiesta también en nosotros mismos, y de una manera directa: en
el centro intelectual, el “Ojo del Corazón”, sede de lo “Increado”,
punto celestial o divino cuya periferia microcósmica es el ego; (30)
somos, pues, “periferia” con respecto al Intelecto (Al‑Rúh)
y «parte» con respecto a la Creación (Al‑Khalq). El Avatára
representa estos dos polos a la vez: él es nuestra totalidad y
nuestro centro, nuestra existencia y nuestro conocimiento; la
“Plegaria por el Profeta” —como toda fórmula análoga— tendrá, por
consiguiente, no sólo el sentido de una aspiración hacia nuestra
totalidad existencial, sino también, y por esto mismo, el de una
“actualización” de nuestro centro intelectual, y por lo demás los
dos puntos de vista están inseparablemente unidos; nuestro
movimiento hacia la totalidad —movimiento cuya expresión más
elemental es la caridad, es decir, la abolición de la escisión
ilusoria y pasional entre “yo” y “el otro”—, este movimiento,
decimos, purifica al mismo tiempo el corazón, o, dicho de otro modo,
libera al intelecto de las trabas que se oponen a la contemplación
unitiva.
En la bendición muhammadiana —la “Plegaria por el Profeta”— los
epítetos del Profeta se aplican igualmente —o, mejor, a fortiori—
a la Totalidad y al Centro cuya expresión humana es Muhammad, o de
los que es “una expresión” si se toma en cuenta la humanidad de
todos los tiempos y de todos los lugares. El propio nombre de
Muhammad significa “el Glorificado” e indica la perfección de la
Creación, de la que da fe también el Génesis: “Y Allâh vio que
aquello era bueno”; además, las palabras “nuestro Señor” (Sayyîdunâ),
que preceden al nombre de Muhammad, indican la cualidad primordial y
normativa del Cosmos en relación con nosotros.
El epíteto que sigue al nombre de Muhammad en la “Plegaria por el
Profeta” es “tu servidor” (‘abduka): el Macrocosmo es
“servidor” de Allâh, porque la manifestación está subordinada al
Principio, o el efecto a la Causa; la Creación es “Señor” con
respecto al hombre y “Servidor” con respecto al Creador. El Profeta
—como la Creaciónes, pues, esencialmente un “istmo” (barzakh),
una “línea de demarcación”, al mismo tiempo que un “punto de
contaco” entre los grados de realidad.
Viene a continuación el epíteto “tu Enviado” (rasûlika):
este atributo concierne al Universo en cuanto éste transmite las
posibilidades del Ser a sus propias partes —a los microcosmos—
mediante los fenómenos o símbolos de la Naturaleza; estos símbolos
son los “signos” (âyât) de los que habla el Corán (31) las
pruebas de Allâh que el Libro sagrado recomienda a la meditación de
“los que están dotados de entendimiento”. (32) Las posibilidades así
manifestadas transcriben, en el mundo “exterior”, las “verdades
principiales” (haqâ’iq), como las intuiciones intelectuales
y los conceptos metafísicos las transcriben en el sujeto humano; el
Intelecto, como el Universo, es “Enviado”, “Servidor”, “Glorificado”
y “nuestro Señor”.
La “Plegaria por el Profeta” incluye a veces los dos atributos
siguientes: “tu Profeta” (Nabiyuka) y “tu Amigo”
(Habibuka): este último calificativo expresa la intimidad, la
proximidad generosa —no la oposición— entre la manifestación y el
Principio; en cuanto a la palabra “Profeta” (Nabi), indica
un “mensaje particular”, no el “mensaje universal” del “Enviado” (Rasûl):
(33) es, en este mundo, el conjunto de las determinaciones cósmicas
—incluidas las leyes naturales— que conciernen al hombre; y en
nosotros mismos es la conciencia de nuestros fines últimos, con todo
lo que ésta implica para nosotros.
En cuanto al epíteto siguiente, “el Profeta iletrado” (Al‑Nabî
al‑ummi), expresa la “virginidad” del receptáculo, ya sea
universal o humano; nada lo determina, en lo que respecta a la
inspiración, fuera de Allâh; es una hoja blanca ante el Cálamo
divino; nadie salvo Allâh llena la Creación, el Intelecto, el
Avatâra.
La “bendición” y la “salutación” se aplican no sólo al Profeta, sino
también a “su familia y a sus compañeros” (‘alâ âlihi wa sahbihi),
es decir, en el orden macrocósmico, al Cielo y a la Tierra, o a las
manifestaciones informal y formal, y en el orden microcósmico, al
alma y al cuerpo, siendo el Profeta en el primer caso el Espíritu
divino (Al‑Rûh) y en el segundo el Intelecto (Al‑‘Aql)
o el “Ojo del Corazón” (‘Ayn al‑Qalb);' el Intelecto y el
Espíritu coinciden en su esencia, en el sentido de que el primero es
como un rayo del segundo. El Intelecto es el “Espíritu” en el
hombre; el “Espíritu divino” no es otro que el Intelecto universal.
Los epítetos del Profeta indican las virtudes espirituales, las
principales de las cuales son: la “pobreza” (faqr, cualidad
del ‘Abd) , luego la “generosidad” (karam,
cualidad del Rasûl) (35) y, por último, la “vacuidad” o
“sinceridad” (sidq, ijlâs, cualidad del Nabî
al‑ummî). (36) La “pobreza” es la concentración espiritual, o
más bien, su aspecto negativo y estático, la no expansión, y por
consiguiente la “humildad” en el sentido de “cesación del fuego de
las pasiones” (Tirmidhi); la “generosidad”, por su parte,
es vecina de la “nobleza” (sharal); es la abolición del
egoísmo, la cual implica el “amor al prójimo”, en el sentido de que
la distinción pasional entre “yo” y “el otro” es entonces superada;
por último, la “veracidad” es la cualidad contemplativa de la
inteligencia y, en el plano racional, la lógica o la imparcialidad,
en una palabra, el “amor a la verdad”.
Desde el punto de vista iniciático, la “Plegaria por el Profeta” se
refiere al “estado intermedio”, es decir, a la “expansión” que sigue
a la “purificación” y precede a la “unión”; y éste es el sentido
profundo del hadith: “Nadie encontrará a Allâh si no ha encontrado
previamente al Profeta”. (37)
La “Plegaria por el Profeta” es comparable a una rueda: el voto de
bendición es el eje; el Profeta es el cubo; su Familia constituye
los radios; sus Compañeros constituyen la llanta.
Según la interpretación más amplia de esta oración, el voto de
bendición corresponde a Allâh; el nombre del Profeta al Espíritu
Universal; (38) la Familia a los seres que participan de Allâh —por
el Espíritu— de una manera directa; los Compañeros a los seres que
participan indirectamente de Allâh, pero igualmente gracias al
Espíritu. Este límite extremo puede ser definido de diferentes
maneras, según se piense en el mundo musulmán o en la humanidad
entera, o en todas las criaturas terrestres, o incluso en el
Universo total. (39)
La voluntad individual, que es a la vez egoísta y disipada, debe
convertirse a la Voluntad universal, que es “concéntrica” y
trasciende lo humano terrenal.
El Profeta es, en cuanto principio espiritual, no sólo la Totalidad
de la que somos partes separadas, fragmentos, sino también el Origen
con respecto al cual somos otras tantas desviaciones; (40) es decir,
el Profeta, en cuanto Norma, no sólo es el “Hombre Total” (al‑Insân
al‑Kâmil), sino también el “Hombre Antiguo” (al‑Insân
al‑Qadim). Hay en ello como una combinación de un simbolismo
espacial con un simbolismo temporal: realizar el “Hombre Total” (o
“Universal”) es en suma salir de uno mismo, proyectar la propia
voluntad en lo absolutamente “otro”, expandirse en la vida universal
que es la de todos los seres; y realizar el “Hombre Antiguo” (o
“Primordial”) es retornar al origen que llevamos dentro de nosotros
mismos; es retornar a la infancia eterna, reposar en nuestro
arquetipo, nuestra forma primordial y normativa, o en nuestra
substancia deiforme. Según el simbolismo espacial, la vía hacia la
realización del “Hombre Total” es la altura, la vertical ascendente
que se despliega en la infinitud del Cielo; y según el simbolismo
temporal, la vía hacia el “Hombre Antiguo” es el pasado en el
sentido casi absoluto, el origen divino y eterno. (41) La “Plegaria
por el Profeta” se refiere al simbolismo espacial por el epíteto de
Rasûl, “Enviado” —pero aquí la dimensión se describe en
sentido descendente— y al simbolismo temporal por el epíteto de
Nabî al‑ummî, “Profeta iletrado”, el cual, con toda evidencia,
se relaciona con el origen.
El “Hombre Antiguo” se refiere, pues, más particularmente, al
Intelecto, a la perfección de “conciencia”, y el “Hombre Total” a la
Existencia, a la perfección de “ser”; pero al mismo tiempo, en el
plano mismo del simbolismo espacial, el centro se refiere también al
Intelecto, mientras que en el plano del simbolismo temporal, la
duración representa la Existencia, pues se extiende indefinidamente.
Podemos establecer una relación entre el origen y el centro, por una
parte, y entre la duración y la totalidad —o la ilimitacion—, por
otra; podríamos incluso decir que el origen, inasequible en sí, se
sitúa para nosotros en el centro, y que la duración, que se nos
escapa por todas partes, coincide para nosotros con la totalidad. Y,
de la misma forma, partiendo de la idea de que el “hombre Total”
concierne más particularmente al macrocosmo y el “Hombre Antiguo” al
microcosmo, podríamos decir que, en su totalidad, el mundo es
Existencia, mientras que, en el origen, el microcosmo humano es
Inteligencia, en cierto modo al menos, pues no salimos del ámbito de
lo creado y de las contingencias.
En el plano del “Hombre Total” podemos distinguir dos dimensiones,
el “Cielo” y la “Tierra”, o la “altura” (tûl) y la
“longitud” (‘ardh): la “altura” une la tierra al cielo, y
este vínculo es, en el Profeta, el aspecto Rasûl
(“Enviado”, y, así, Revelador), mientras que la tierra es el aspecto
‘Abd (“Servidor”). Estas son las dos dimensiones de la
caridad: amor a Allâh y amor al prójimo en Allâh.
En el plano del “Hombre Antiguo”, no distinguiremos dos dimensiones,
pues en el origen el Cielo y la Tierra no hacían más que uno; este
plano, lo hemos visto más arriba, se refiere al “Profeta iletrado”.
Su virtud es la humildad o la pobreza: no ser más que lo que Allâh
nos ha hecho, no añadir nada; la virtud pura es apofática.
Resumiremos esta doctrina en estos términos: la naturaleza del
Profeta implica las dos perfecciones de totalidad (42) y de origen:
(43), Muhammad encarna la totalidad teomorfa y armoniosa (44) de la
que somos fragmentos y el origen con respecto al cual somos estados
de caída, siempre en cuanto individuos. Para el sufí, seguir al
Profeta es extender el alma a la vida de todos los seres, “servir a
Dios” (‘ibâda) y “orar” (dhakara) con todos y en
todos; (45) pero es también reducir el alma al “recuerdo divino” (dhikru‑Llâh)
del alma única y primordial; (46) es, en último término y a través
de los planos considerados —totalidad y origen, plenitud y
simplicidad—, realizar a la vez lo “infinitamente Otro” y lo
“absolutamente Sí mismo”.
El sufí, a semejanza del Profeta, no quiere ni “ser Allâh” ni ser
“otro que Allâh”; y esto no deja de tener relación con todo lo que
acabamos de enunciar, ni con la distinción entre la “extinción” (fanâ’)
y la “permanencia” (baqâ’). No hay extinción en Allâh sin
caridad universal, y no hay permanencia en Él sin esta suprema
pobreza que es la sumisión al origen. El Profeta representa, ya lo
hemos visto, la universalidad y la primordialidad, lo mismo que el
Islam, según su intención profunda, es “lo que es en todas partes” y
“lo que siempre ha sido”.
Todas estas consideraciones permiten comprender hasta qué punto la
manera islámica de considerar al Profeta difiere del culto cristiano
o budista del Hombre‑Dios. La sublimación del Profeta se hace, no a
partir de una divinidad terrestre, sino mediante una suerte de
mitología metafísica: Muhammad es, o bien hombre entre los hombres
—no decimos “hombre ordinario”—, o bien idea platónica, símbolo
cósmico y espiritual, Logos insondable (47) pero nunca Dios
encarnado.
El Profeta es ante todo una síntesis que combina la “pequeñez”
humana con el misterio divino. Este aspecto de síntesis, o de
conciliación de los opuestos, es característico del Islam y resulta
expresamente de su función de “última Revelación”: si el Profeta es
el “sello de la profecía” (khâtam al‑nubuwwa) o “de los
Enviados” (al‑mursafin), esto implica el que aparezca como
una síntesis de todo lo que hubo antes que él; de ahí su aspecto de
“nivelación”, ese algo de “anónimo” y de “innumerable” que aparece
también en el Corán. (48) Los que, refiriéndose al ejemplo de Jesús,
encuentran a Muhammad demasiado humano para poder ser un portavoz de
Allâh no razonan de manera diferente de los que, refiriéndose a la
espiritualidad tan directa de la Bhagavadgitâ o del
Prainâ‑Pâramita‑ Hridaya‑Sûtra, encontrarían la Biblia
“demasiado humana” para tener derecho a la dignidad de Palabra
divina.
La virtud —reivindicada por el Corán— de ser la última Revelación y
la síntesis del ciclo profético se manifiesta no sólo en la
simplicidad externa de un dogma interiormente abierto a todas las
profundidades, sino también en esa capacidad que tiene el Islam de
integrar a todos los hombres en cierto modo en su centro, de
conferir a todos una misma fe inquebrantable y si es preciso
combativa, de hacerles participar, al menos virtualmente, aunque
eficazmente, en la naturaleza medio celestial, medio terrenal del
Profeta.
Notas
Capítulo 5: La Vía, primera
parte
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Nuestra intención no es aquí
tratar del sufismo en particular y de una forma exhaustiva —otros
han tenido este mérito con mayor o menor acierto—, sino considerar
la “Vía” (tarîqa) en sus aspectos generales o en su
realidad universal; así pues, no siempre emplearemos un lenguaje
propio exclusivamente del Islam. Vista desde este ángulo muy
general, la “vía” se presenta en primer lugar como la polaridad
“doctrina” y “método”, o como la verdad metafísica acompañada de la
concentración contemplativa; todo puede reducirse en suma a estos
dos elementos: intelección y concentración; o discernimiento y
unión. La verdad metafísica es, para nosotros, que estamos en la
retatividad puesto que existimos y pensamos, a priori el
discernimiento entre lo Real y lo irreal, o lo “menos real”; y la
concentración, o el acto operativo del espíritu —la oración en el
sentido más amplio es en cierto modo nuestra respuesta a la verdad
que se ofrece a nosotros; es la Revelación que ha entrado en nuestra
conciencia y ha sido asimilada, en un grado cualquiera, por nuestro
ser.
Para el Islam, o más precisamente para el sufismo, que es su médula,
(1) la doctrina metafísica —lo hemos dicho muchas veces— es que “no
hay realidad fuera de la única Realidad”, y que, en la medida en que
estamos obligados a tomar en cuenta la existencia del mundo y de
nosotros mismos, “el cosmos es la manifestación de la Realidad”; (2)
los vedantinos dirían —repitámoslo una vez más— que “el mundo es
falso, Brahma es verdadero”, pero que “todo es Atmâ”;
todas las verdades escatológicas están contenidas en esta segunda
aserción. Si nos salvamos es en virtud de la segunda verdad; según
la primera no “somos” siquiera, aunque “existamos” en el orden de
las reverberaciones de la contingencia. Es como si fuéramos salvados
de antemano porque no somos y “sólo subsistirá la Faz de Allâh”.
La distinción entre lo Real y lo irreal coincide en cierto sentido
con la que existe entre la Substancia y los accidentes; esta
relación Substancia /accidentes hace fácilmente inteligible el
carácter “menos real” —o “irreal”— del mundo, y muestra, a quien es
capaz de captarla, la inanidad del error que atribuye carácter de
absoluto a los fenómenos. El sentido corriente de la palabra
“substancia” indica por lo demás —y eso cae de su peso— que existen
substancias intermedias, “accidentales” en relación con la
Substancia pura, pero que no por ello dejan de asumir la función de
substancias con respecto a sus propios accidentes: son, en sentido
ascendente, la materia, el éter, la substancia anímica, la
substancia supraformal y macrocósmica —“angélica” si se quiere—, y
después la sustancia universal y metacósmica que es uno de los polos
del Ser, o que es Su “dimensión horizontal” o Su aspecto femenino.
(3) El error anti-metafísico de los asûras consiste en tomar los
accidentes por “la realidad” y en negar la Substancia calificándola
de “irreal” o de “abstracta”. (4)
Ver la irrealidad —o la menor realidad, o la realidad relativa— del
mundo, es al mismo tiempo ver el simbolismo de los fenómenos; saber
que sólo la “Substancia de las substancias” es absolutamente real
—que ella es, pues, la única real, hablando en rigor—, es ver la
Substancia en todos los accidentes y a través de ellos; gracias a
este conocimiento inicial de la Realidad el mundo se vuelve
metafísicamente “transparente”. Cuando se dice que el
Bodhisattva no contempla más que el espacio, y no los
contenidos, o que contempla estos últimos considerándolos como
espacio, esto significa que no ve más que la Substancia, la cual
aparece como un “vacío” con respecto al mundo, o, al contrario, que
el mundo se le aparece como un “vacío” en función de la Plenitud
principial; hay ahí dos “vacíos” —o dos “plenitudes”— que se
excluyen mutuamente, al igual que en un reloj de arena los dos
compartimientos no pueden estar simultáneamente vacíos o llenos.
Cuando se ha captado plenamente que la relación entre el agua y sus
gotas es paralela a la que existe entre la Substancia y los
accidentes, los cuales, por su parte, son los contenidos del mundo,
el carácter “ilusorio” de los accidentes no puede ofrecer ninguna
duda ni presentar ninguna dificultad; si se dice, en el Islam, que
las criaturas son una prueba de Allâh, esto significa que la
naturaleza de los fenómenos es la de “accidentes”, que revelan, por
consiguiente, la Substancia última. La comparación con el agua tiene
de imperfecto el que no toma en cuenta la trascendencia de la
Substancia; pero la materia no puede ofrecer imagen menos inadecuada
desde el momento en que la trascendencia se difumina, en los
reflejos, en la misma medida en que el plano considerado participa
de lo accidental.
Hay discontinuidad entre los accidentes y la Substancia, si bien hay
cierta continuidad muy sutil desde Ésta a aquéllos, en el sentido de
que, siendo sólo la Substancia completamente real, los accidentes
son forzosamente aspectos suyos; pero en este caso se los considera
en función de su causa y en ningún otro aspecto, y así la
irreversibilidad se mantiene; dicho de otro modo, el accidente se
reduce entonces a la Substancia, es Substancia “exteriorizada”, a lo
que corresponde por lo demás el Nombre divino “el Exterior” (Al-Zhâhir).
Todos los errores sobre el mundo y sobre Allâh residen, bien en la
negación “naturalista” de la discontinuidad; y por tanto de la
trascendencia —mientras que sobre ella hubiera tenido que edificarse
toda la ciencia—, o bien en la incomprensión de la continuidad
metafísica y “descendente”, la cual no niega en nada la
discontinuidad a partir de lo relativo. “Brahma no está en
el mundo”, pero “todo es Atmá”; “Brahma es
verdadero, el mundo es falso”, y: “Él (el liberado, mukta)
es Brama”. Toda la gnosis está contenida en estas
enunciaciones, como está contenida también en la Shahâda o
en los dos Testimonios, o también en los misterios crísticos. (6) Y
esta noción es crucial: la verdad metafísica, con todo lo que
implica, está en la substancia misma del intelecto; negar o limitar
la verdad es siempre negar o limitar el intelecto; conocer éste es
conocer su contenido consubstancial y por consiguiente la naturaleza
de las cosas, y por esto se ha dicho: “Conócete a ti mismo” (gnosis
griega), y también: “El reino de Dios está dentro de vosotros”
(Evangelio), e igualmente: “Quien se conoce a sí mismo conoce a su
Señor” (Islam).
La Revelación es una objetivación del Intelecto, y por esto tiene el
poder de actualizar la inteligencia, que está oscurecida —pero no
abolida— por la caída; esta oscuridad puede no ser más que
accidental, no fundamental, y en este caso la inteligencia está
llamada, en principio, a la gnosis. (7) Si la creencia elemental no
puede alcanzar consciente y explícitamente la verdad total es porque
también ella limita a su manera a la inteligencia; se alía por lo
demás forzosamente, y paradójicamente, con cierto racionalismo —el
vishnuismo presenta el mismo fenómeno que Occidente— sin no
obstante poder perderse en él, a menos que la fe misma se doblegue.
(8) En todo caso, una perspectiva que presta un carácter absoluto a
situaciones relativas, como lo hace el exoterismo semítico, no puede
ser intelectualmente completa; pero quien dice exoterismo dice al
mismo tiempo esoterismo, lo que significa que las enunciaciones del
primero son los símbolos del segundo.
El exoterismo transmite de la verdad metafísica —que no es otra que
la verdad total— aspectos o fragmentos, ya se trate de Allâh, del
universo o del hombre: ve en el hombre ante todo al individuo
pasional y social, y en el universo sólo discierne lo que concierne
a este individuo; en Allâh no ve apenas más que lo que interesa al
mundo, a la creación, al hombre, a la salvación. Por consiguiente
—insistimos en ello aun a riesgo de repetirnos—, el exoterismo no
tomará en consideración ni el intelecto puro, que va más allá de lo
humano y desemboca en lo divino, ni los ciclos cósmicos pre- o post-
humanos, ni el Sobre-Ser, que está más allá de toda relatividad y,
por consiguiente, de toda distintividad; una perspectiva así es
semejante a un tragaluz que da al cielo una forma cuadrada, redonda
u otra: la visión es fragmentaria, lo que no impide que el cielo,
por supuesto, llene la habitación de luz y de vida. El peligro del
“voluntarismo” religioso es que está muy cerca de exigir que la fe
implique un máximo de voluntad y un mínimo de inteligencia; en
efecto, a ésta se le reprocha, o bien que empequeñece el mérito por
su misma naturaleza, o que se arroga ilusoriamente el valor del
mérito al mismo tiempo que un conocimiento en realidad inaccesible.
(9) Sea como fuere, podríamos decir con respecto a las religiones:
“tal hombre, tal Dios”, es decir, que la forma de considerar al
hombre influye sobre la forma de considerar a Dios, e inversamente,
según los casos.
Un punto que es importante señalar aquí es que el criterio de la
verdad metafísica, o de la profundidad de ésta, no reside en la
complejidad o la dificultad de la expresión, sino en la cualidad y
la eficacia del simbolismo, en atención a una determinada capacidad
de comprensión y a un determinado estilo de pensamiento. (10) La
sabiduría no está en la complicación de las palabras, sino en la
profundidad de la intención; la expresión puede ser sutil y ardua,
ciertamente, según las circunstancias, pero también puede no serlo.
Llegados a este punto, y antes de ir más lejos, quisiéramos
permitirnos una digresión. Se dice que una parte de la juventud
actual ya no quiere oír hablar de religión ni de filosofía, ni de
ningún tipo de doctrina; que siente que todo esto está agotado y
comprometido; que sólo es sensible a lo “concreto” y a lo “vivido”,
o incluso a lo “nuevo”. La respuesta a esta deformación mental es
sencilla: si lo “concreto” tiene un valor, (11) no puede conciliarse
con una actitud falsa —la que consiste en rechazar toda doctrina— ni
ser completamente nuevo; siempre ha habido religiones y doctrinas,
lo que prueba que su existencia está en la naturaleza del hombre;
desde hace milenios, los mejores hombres, a los que no podemos
despreciar sin hacernos despreciables, han promulgado y propagado
doctrinas y han vivido de acuerdo con ellas, o han muerto por ellas.
El mal no está, sin duda, en la hipotética vanidad de toda doctrina,
sino únicamente en el hecho de que demasiados hombres, o bien no han
seguido —o no siguen— doctrinas verdaderas, o bien, por el
contrario, han seguido —o siguen— doctrinas falsas; en el hecho de
que los cerebros han sido exasperados y los corazones decepcionados
por demasiadas teorías inconsistentes y engañosas; en el hecho de
que errores innumerables, (12) locuaces y perniciosos han arrojado
descrédito sobre la verdad, que también se enuncia forzosamente con
palabras y que siempre está ahí, pero que irradie mira. Demasiadas
personas ya no saben siquiera lo que es una idea, lo que es un valor
o su función; ni siquiera sospechan que siempre ha habido teorías
perfectas y definitivas, luego plenamente adecuadas y eficaces en su
plano, y que no hay nada que añadir a los sabios antiguos, como no
sea nuestro esfuerzo para comprenderlos.
Si somos seres humanos no podemos abstenernos de pensar, y, si
pensamos, escogemos una doctrina; el hastío, la falta de imaginación
y el orgullo infantil de una juventud desengañada y materialista no
cambia nada de esto. Si es la ciencia moderna la que ha creado las
condiciones anormales y decepcionantes de que sufre la juventud, es
que esta ciencia es ella misma anormal y decepcionante; se nos dirá
sin eluda que el hombre no es responsable de su nihilismo, que es la
ciencia la que ha matado a los dioses, pero esto es una confesión de
impotencia intelectual y no un título de gloria, pues el que sabe lo
que significan los dioses no se dejará confundir por descubrimientos
físicos —los cuales no hacen más que desplazar los símbolos
sensibles, pero no los suprimen— (13) y todavía menos por hipótesis
gratuitas y por errores de psicología.
La existencia es una realidad comparable, en ciertos aspectos, a un
organismo vivo; no se deja reducir impunemente, en la conciencia de
los hombres y en sus formas de actuar, a mensuraciones que violan su
naturaleza; las pulsaciones de lo “extra-racional” (14) la
atraviesan por todas partes. Ahora bien, es a este orden
“extra-racional”, cuya presencia comprobamos en todas partes
alrededor de nosotros si no estamos cegados por un prejuicio de
matemático, es a este orden al que pertenecen la religión y todas
las demás formas de sabiduría; (15) querer tratar la existencia como
una realidad puramente aritmética y física es falsearla con respecto
a nosotros y en nosotros mismos, y es finalmente hacerla estallar.
En un orden de ideas parecido, hay que señalar el abuso que se hace
de la noción de inteligencia. Para nosotros, la inteligencia no
puede tener por objeto más que la verdad, lo mismo que el amor tiene
por objeto la belleza o la bondad; sin duda, puede haber
inteligencia en el error —puesto que la inteligencia está mezclada
con la contingencia y desnaturalizada por ella y puesto que el
error, no siendo nada en sí mismo, tiene necesidad del espíritu—,
pero en todo caso no habría que perder nunca de vista lo que es la
inteligencia en sí, ni creer que una obra hecha de error pueda ser
producto de una inteligencia sana o incluso trascendente; y sobre
todo no hay que confundir la habilidad y la astucia con la
inteligencia pura y la contemplación. (16) La intelectualidad
implica esencialmente un aspecto de “sinceridad”; ahora bien, la
sinceridad perfecta de la inteligencia es inconcebible sin
desinterés; conocer es ver, y la visión es una adecuación del sujeto
al objeto y no un acto pasional. La “fe”, o la aceptación de la
verdad, debe ser sincera; es decir, contemplativa: pues una cosa es
admitir una idea —ya sea verdadera o falsa— porque se tiene material
o sentimentalmente interés en ella, y otra es admitirla porque se
sabe o se cree que es verdadera.
La ciencia, dirán algunos, ha mostrado desde hace mucho tiempo la
inconsistencia de las Revelaciones, debidas —al parecer— a nuestras
nostalgias inveteradas de seres humanos temerosos e insatisfechos;
(17) no hay necesidad de responder a ello una vez más en un contexto
como el de este libro, pero quisiéramos sin embargo aprovechar esta
ocasión para añadir una imagen más a cuadros precedentes. Hay que
representarse un cielo de verano lleno de felicidad, luego a unos
hombres sencillos que lo contemplan proyectando en él su sueño del
más allá; imagínese a continuación que fuera posible transportarlos
al abismo negro y glacial —de un silencio abrumador— de las galaxias
y las nebulosas. Un número demasiado grande perdería allí su fe;
esto es exactamente lo que ocurre como resultado de la ciencia
moderna, tanto entre los sabios como entre las víctimas de la
vulgarización.
Lo que la mayoría de los hombres no saben —y si pudieran saberlo,
¿por qué se les pediría creer?— es que este cielo azul, ilusorio en
cuanto error de óptica y desmentido por la visión del espacio
interplanetario, es sin embargo un reflejo adecuado del Ciclo de los
Ángeles y los Bienaventurados, y que es, pues, a pesar (le todo,
este espejismo azul con nubes de plata el que tenía razón y él que
dirá la última palabra; sorprenderse de ello equivaldría a admitir
que si estamos en la tierra y vemos el cielo que vemos es por azar.
EI abismo negro de las galaxias también refleja algo, por supuesto,
pero el simbolismo en este caso se ha desplazado y ya no se trata en
absoluto del Cielo de los Ángeles; se trata sin duda, en primer
lugar —para seguir fieles a nuestro punto de partida— de los
terrores de los misterios divinos en los que se pierde aquél que
quiere violarlos por medio de su razón falible y sin ningún motivo
suficiente —positivamente, es la scientia sacra que
trasciende la “fe del carbonero” y es accesible al intelecto puro,
(18) Deo juvante—, (19) pero se trata también, según el
simbolismo inmediato de las apariencias, de los abismos de la
manifestación universal, de este samsâra cuyos límites escapan
infinitamente a nuestra experiencia ordinaria; por último, el
espacio extra-terrestre refleja también la muerte, tal como hemos
dicho más arriba: es la proyección, fuera de nuestra seguridad
terrestre, en un vacío vertiginoso y un extrañamiento inimaginable;
y esto puede entenderse también en un sentido espiritual, puesto que
es necesario “morir antes de morir”. Pero lo que sobre todo
queríamos señalar aquí es el error consistente en creer que la
“ciencia” posee, por el simple hecho de sus contenidos objetivos, el
poder y el derecho de destruir mitos y religiones, que es, pues, una
experiencia superior que mata a los dioses y las creencias; en
realidad, lo que asfixia a la verdad y deshumaniza al mundo es la
incapacidad humana de comprender fenómenos inesperados y de resolver
ciertas antinomias aparentes.
Por último, queda otro equívoco por dilucidar de una vez por todas:
la palabra “gnosis”, que aparece en este libro al igual que en
nuestras obras anteriores, se refiere al conocimiento supra-racional
—por consiguiente, puramente intelectivo— de las realidades
meta-cósmicas; ahora bien, este conocimiento no se reduce al
“gnosticismo” histórico, sin lo cual habría que admitir que Ibn
‘Arabî o Shankara fueron “gnósticos” alejandrinos; en una palabra,
no se puede hacer responsable a la gnôsis de toda
asociación de ideas y de todo abuso de lenguaje. Es humanamente
admisible no creer en la gnosis, pero lo que ya no lo es en absoluto
cuando se pretende conocer el tema es el incluir bajo este vocablo a
cosas que no tienen ninguna relación —ni desde el punto de vista del
género ni desde el del nivel— con la realidad en cuestión, sea cual
sea, por lo demás, el valor que se le atribuya. En lugar de “gnosis”
podríamos decir, exactamente de la misma manera, ma’rifa,
en árabe, o jnâna, en sánscrito, pero nos parece bastante
normal utilizar un término occidental desde el momento en que
escribimos en una lengua de Occidente; quedaría aún la palabra
“teosofía”, pero ésta da lugar a asociaciones de ideas todavía más
enojosas; en cuanto a la palabra “conocimiento”, ésta es demasiado
general, a menos que un epíteto, o el contexto, precise su sentido.
Todo lo que queríamos subrayar es que entendemos la palabra “gnosis”
exclusivamente en su sentido etimológico y universal y que por este
hecho no podemos ni reducirla pura y simplemente al sincretismo
greco-oriental de la antigüedad tardía, (20) ni, con mayor razón,
atribuirla a cualquier fantasía pseudo-religiosa o pseudo-yóguica, o
incluso simplemente literaria. (21) Si, desde el punto de vista
católico, se califica, por ejemplo, al Islam —en el que no se cree—
de “religión” y no de “pseudo-religión”, no vemos por qué no se
podría hacer igualmente una distinción —al margen de toda cuestión
de catolicismo o de no-catolicismo— entre una “gnosis” poseedora de
determinadas características, precisas o aproximadas y una
“pseudo-gnosis”, que careciera de ellas.
A fin de hacer resaltar claramente que la diferencia entre el Islam
y el Cristianismo es en realidad una diferencia de perspectiva
metafísica y de simbolismo —es decir, que las dos espiritualidades
convergen—, trataremos de caracterizar sucintamente la gnosis
cristiana, partiendo de la idea clave de que el Cristianismo es que
“Dios se ha convertido en lo que somos para convertirnos en lo que
Él es” (San Ireneo); el Cielo se ha vuelto tierra a fin de que la
tierra se vuelva Cielo; Cristo repite en el mundo exterior e
histórico lo que tiene lugar, desde siempre, en el mundo interior
del alma. En el hombre el Espíritu se hace ego, a fin de que el
ego se vuelva puro Espíritu; el Espíritu o el Intelecto (intellectus,
no mens o ratio) se hace ego encarnándose en la mente en forma
de intelección, de verdad, y el ego se vuelve Espíritu o Intelecto
uniéndose a éste. (22) El Cristianismo es, así, una doctrina de
unión, o la doctrina de la Unión, más que la de la Unidad: el
Principio se une a la manifestación a fin de que ésta se una al
Principio; de ahí el simbolismo de amor y el predominio de la vía
“bháktica”. Dios se ha hecho hombre “a causa de Su inmenso amor”
(San Ireneo), y el hombre debe unirse a Dios igualmente por el
“amor”, sea cual sea el sentido —volitivo, emotivo o intelectivo—
que se dé a este término. “Dios es Amor”: Él es —en cuanto Trinidad—
Unión, y Él quiere la Unión.
Ahora, ¿cuál es el contenido del Espíritu?, o, dicho de otro modo:
¿Cuál es el mensaje sapiencial de Cristo? Pues lo que es este
mensaje es también, en nuestro microcosmo, el eterno contenido del
Intelecto. Este mensaje o este contenido es: ama a Dios con todas
tus facultades y, en función de este amor, ama al prójimo como a ti
mismo; es decir, únete —pues “amar” es esencialmente “unirse”— al
Corazón-Intelecto y, en función o como condición de esta unión,
abandona todo orgullo y toda pasión y discierne el Espíritu en toda
criatura. “Lo que hiciéreis a uno de estos pequeños me lo hacéis a
Mí.” El Corazón-Intelecto —el “Cristo en nosotros”— es no sólo luz o
discernimiento, sino también calor o beatitud, y por consiguiente
“amor”: la “luz” se vuelve “cálida” en la medida en que se convierte
en nuestro “ser”. (23)
Este mensaje —o esta verdad innata— del Espíritu prefigura la cruz,
puesto que hay en él dos dimensiones, una “vertical” y otra
“horizontal”, a saber, el amor a Dios y el amor al prójimo, o la
unión al Espíritu y la unión al ambiente humano, considerado éste
como manifestación del Espíritu o “cuerpo místico”. Según un punto
de vista algo diferente, estas dos dimensiones están representadas
respectivamente por el conocimiento y el amor: se “conoce” a Dios y
se “ama” al prójimo, o también: se ama más a Dios conociéndolo, y se
conoce más al prójimo amándolo. En cuanto al aspecto doloroso de la
cruz, hay que decir que, desde el punto de vista de la gnosis más
que desde ningún otro, y en nosotros mismos así como entre los
hombres, es profundamente cierto que “la luz ha brillado en las
tinieblas, pero las tinieblas no la han comprendido”. (24)
Todo el Cristianismo se enuncia en la doctrina trinitaria, y ésta
representa fundamentalmente una perspectiva de unión; considera la
unión in divinis: Dios prefigura en su naturaleza misma las
relaciones entre Él y el mundo, relaciones que, por lo demás, no se
hacen “externas” más que en modo ilusorio.
Como ya hemos señalado, la religión cristiana pone el acento en el
contenido “fenoménico” de la fe más bien que en la cualidad
intrínseca y transformadora de ésta; decimos “más bien” y hablamos
de “acento” a fin de indicar que no se trata aquí de una definición
incondicional; la Trinidad no es de orden fenoménico, pero sin
embargo está en función del fenómeno crístico. En la medida en que
el objeto de la fe es “principial”, éste coincide con la naturaleza
“intelectual” o contemplativa de la fe; (25) en la medida en que el
contenido de la fe es “fenoménico”, la fe será “volitiva”. El
Cristianismo es grosso modo una vía “existencial”
(26) —“intelectualizada” en la gnosis—, mientras que el Islam, por
el contrario, es una vía “intelectual fenomenizada”, lo que
significa que es intelectual a priori, de una manera
indirecta o directa según se trate de shari'a o de
haqiqa; el musulmán, firme en su convicción unitaria —en la que
la certeza coincide en el fondo con la substancia misma de la
inteligencia y por lo tanto con el Absoluto—, (27) ve fácilmente
tentaciones “asociadoras” (shirk, mushrik) en los
fenómenos, mientras que el cristiano, centrado como está en el hecho
erístico y en los milagros que de él derivan esencialmente, siente
una desconfianza innata hacia la inteligencia —que reduce de buen
grado a la “sabiduría según la carne” oponiéndola a la caridad
paulina— y hacia lo que cree que son las pretensiones del “espíritu
humano”.
Ahora, si desde el punto de vista “realización” o “vía”, el
Cristianismo opera con el “amor a Dios” —en respuesta al amor divino
hacia el hombre, siendo Dios mismo “Amor”—, el Islam, por su parte,
procederá mediante la “sinceridad de la fe unitaria”, tal como hemos
visto anteriormente; y es sabido que esta fe debe implicar todas las
consecuencias que resultan lógicamente de su contenido, el cual es
la Unidad o el Absoluto. Hay, en primer lugar, al-imân, la
aceptación de la Unidad por la inteligencia; a continuación —puesto
que existimos individual y colectivamente—, al-islâm, la
sumisión de la voluntad a la Unidad o a la idea de Unidad; este
segundo elemento se refiere a la Unidad en cuanto es una síntesis en
el plano de lo múltiple; hay, por último, al-ihsân, el cual
despliega o profundiza los dos elementos precedentes hasta sus
consecuencias últimas. Bajo su influencia, al-imân se
convierte en “realización” o “certidumbre vivida” —el “conocer” se
convierte en “ser”—, mientras que al-islâm, en vez de
limitarse a un número definido de actitudes prescritas, englobará
todos los planos de nuestra naturaleza; a priori, la fe y la
sumisión no son apenas más que actitudes simbólicas, pero sin
embargo eficaces en su plano.
En virtud del ihsân, el imân se convierte en
gnosis o “participación” en la Inteligencia divina, y el islâm
en «extinción» en el Ser divino; como la participación en lo Divino
es un misterio, nadie tiene derecho a proclamarse mu'min
(“creyente”, que posee el imân), pero uno puede
perfectamente llamarse muslim («sometido», que se conforma
al islâm); el imân es un secreto entre el servidor
y el Señor, como el ihsân que determina su grado (maqâm)
o su “secreto” (sirr), su inefable realidad. En la fe
unitaria —de consecuencias totales— como en el amor total a Allâh,
se trata de escapar de la multiplicidad dispersante y mortal de todo
lo que, siendo “otro que Él”, no es; hay que escapar del pecado
porque éste implica un amor prácticamente “total” por la criatura o
lo creado, y por consiguiente, desviado de Allâh y dilapidado por lo
que está por debajo de nuestra personalidad inmortal. Hay en esto un
criterio que muestra claramente el sentido de las religiones y de
las sabidurías: es la “concentración” en función de la verdad y con
miras al redescubrimiento, más allá de la muerte y de este mundo de
muerte, de todo lo que hemos amado en este mundo; pero todo esto
está escondido para nosotros en un punto geométrico que se nos
aparece al principio como un total empobrecimiento, y que lo es en
cierto sentido relativo y en relación con nuestro mundo de riqueza
engañosa, de segmentación estéril en mil facetas o mil reflejos. El
mundo es un movimiento que lleva ya en sí mismo el principio de su
agotamiento, un despliegue que manifiesta por todas partes los
estigmas de su estrechez, y en el que la Vida y el Espíritu se han
extraviado, no por un azar absurdo, sino porque este encuentro entre
la Existencia inerte y la Conciencia viva es una posibilidad, luego
algo que no puede dejar de ser, y que es establecido por la
infinitud misma del Absoluto.
Se imponen aquí algunas palabras sobre la prioridad de la
contemplación. El Islam, como es sabido, define esta función suprema
del hombre con el hadith sobre el ihsân, el cual
ordena “adorar a Alláh como si Lo vieras”, dado que “si tú no Lo
ves, Él sin embargo te ve”; el Cristianismo, por su parte, enuncia
en primer lugar el amor total a Dios y a continuación el amor al
prójimo; este segundo amor —hay que insistir en ello en interés del
primero— no puede ser total, puesto que el amor a nosotros mismos no
lo es; el hombre —ego o alter— no es Dios. (28) Sea como
fuere, de todas las definiciones tradicionales de la función suprema
del hombre resulta que aquél que es capaz de contemplación no tiene
ningún derecho a descuidarla, que es, por el contrario, “llamado” a
consagrarse a ella, es decir, que no peca contra Allâh ni contra el
prójimo —por decir lo menos— siguiendo el ejemplo evangélico de
María y no el de Marta, pues la contemplación contiene a la acción y
no inversamente; si la acción puede oponerse de hecho a la
contemplación, no se le opone sin embargo en principio, como tampoco
se impone fuera de lo necesario o de los deberes de estado. En la
humildad no hay que rebajar con nosotros a cosas que nos sobrepasan,
pues entonces nuestra virtud pierde todo su valor y todo su sentido;
reducir la espiritualidad a un “humilde” utilitarismo —y, por tanto,
a un materialismo larvado— es una injuria hecha a Allâh, por una
parte porque parece que se diga que Allâh no merece que uno se
preocupe demasiado exclusivamente de Él, y, por otra, porque se
relega este don divino que es la inteligencia a la categoría de las
cosas superfluas.
Además de esto, y en una escala más amplia, hay que comprender que
el “punto de vista metafísico” es sinónimo de “interioridad”: la
metafísica no es “exterior” a ninguna forma de espiritualidad, es
pues imposible considerar una cosa a la vez metafísicamente y desde
el exterior; por lo demás, los que reivindican para sí el principio
extra-intelectual según el cual toda competencia posible derivaría
exclusivamente de una participación práctica no se privan de
legislar “intelectualmente” y “con pleno conocimiento de causa” (29)
sobre formas de espiritualidad en las que no participan de ninguna
manera.
La inteligencia puede ser la esencia de una vía bajo la condición de
una mentalidad contemplativa y de un pensamiento fundamentalmente no
pasional; un exoterismo no puede, en cuanto tal, constituir esta
vía, pero puede, como es el caso del Islam, predisponer a ella por
su perspectiva fundamental, su estructura y su clima. Desde el punto
de vista estrictamente sharaíta, la inteligencia se reduce, para el
Islam, a la responsabilidad; visto desde este ángulo, todo hombre
responsable es inteligente, es decir, se define al hombre
responsable desde el punto de vista de la inteligencia y no
solamente desde el de la libertad volitiva. (30)
Capítulo 6: La Vía, segunda
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El Islam se funda en la
naturaleza de las cosas en el sentido de que ve la condición de la
salvación en nuestra deiformidad, a saber, en el carácter total de
la inteligencia humana, a continuación en la libertad de la voluntad
y por último en el don de la palabra, a condición de que estas
facultades sean vehículo respectivamente —gracias a una intervención
divina «objetiva»— de la certidumbre, el equilibrio moral y la
oración unitiva; hemos visto también que estos tres modos de
deiformidad y sus contenidos están representados en la tradición
islâmica —grosso modo por el ternario Imân—Islâm—Ihsân
(«Fe-Ley-Vía»). Ahora bien, hablar de una deiformidad es referirse a
características propias de la Naturaleza divina, y, en efecto, Allâh
es «luz» (Nûr),(31) «Vida» (Hayât) o «Voluntad» (Irâda)
y «Palabra» (Kalâm, Kalima); esta Palabra es la
palabra creadora kun (« ¡sé! »); (32) pero lo que en Allâh es poder
creador será en el hombre poder transformador y deificante; si la
Palabra divina crea, la palabra humana que le responde —la «mención»
de Allâh— devuelve a Allâh. La Palabra divina primero crea y luego
revela; la palabra humana primero transmite y luego transforma;
transmite la verdad y, dirigiéndose a Allâh, transforma y deifica al
hombre; a la Revelación divina corresponde la transmisión humana, y
a la Creación, la deificación. La palabra no tiene por función, en
el hombre, más que la transmisión de la verdad y la deificación;
ella es, ya discurso verídico, ya oración. (33)
Nos gustaría resumir toda esta doctrina en algunas palabras: para
poder comprender el sentido del Corán como sacramento, hay que saber
que él es el prototipo increado del don de la palabra, que es la
eterna Palabra de Allâh (kalâmu-Lláh), y que el hombre y
Allâh se encuentran en el discurso revelado, en el Logos que ha
tomado la forma diferenciada del lenguaje humano a fin de que el
hombre, a través de este lenguaje, reencuentre la Palabra
indiferenciada y salvadora del Eterno. Todo esto explica el inmenso
poder salvífico de la palabra «teófora», su capacidad de ser
vehículo de un poder divino y de aniquilar una legión de pecados.
(34)
El segundo fundamento de la vía es la concentración contemplativa u
operativa, o la oración en todas sus formas y en todos sus grados.
El soporte de esta concentración —o de la oración quintaesencial— es
en el Islam la «mención» o el «recuerdo» (dhikr), (35) que
va desde la recitación total del Corán hasta el soplo místico que
simboliza a la hâ' final del Nombre Allâh o a la hâ'
inicial del Nombre Huwa, «Él». Todo lo que se puede decir
del Nombre divino —por ejemplo, que «todo sobre la tierra está
maldito, salvo el recuerdo del Allâh», o que «nada aleja
tanto de la cólera de Allâh como este recuerdo»—, todo esto
puede decirse igualmente del corazón y del intelecto, (36) y, por
extensión, de la intelección metafísica y de la concentración
contemplativa. En el corazón estamos unidos al Ser puro y, en el
intelecto, a la Verdad total, y las dos cosas coinciden en el
Absoluto. (37)
La concentración aparece, en el Islam, como la «sinceridad» de la
oración; ésta no es plenamente válida más que a condición de ser
sincera, y es esta sinceridad —y, por lo tanto, de hecho, esta
concentración— la que «abre» el dhikr, es decir, la que le
permite ser simple poseyendo a la vez un efecto inmenso. (38) A la
objeción de que la oración jaculatoria es cosa fácil y exterior, de
que no puede borrar mil pecados ni tener el valor de mil buenas
acciones, la tradición responde que del lado humano todo el mérito
consiste, primero en la intención que nos hace pronunciar la oración
—sin esta intención no la pronunciaríamos—, y luego en nuestro
recogimiento, o sea en nuestra «presencia» ante la Presencia de
Allâh; pero que este mérito no es nada comparado con la gracia.
El «recuerdo de Allâh» es al mismo tiempo el olvido de sí;
inversamente, el ego es una especie de cristalización del olvido de
Allâh. El cerebro es como el órgano de este olvido, (39) es como una
esponja llena de imágenes de este mundo de dispersión y de pesadez y
también de las tendencias a la vez dispersantes y endurecedoras del
ego. El corazón, por su parte, es el recuerdo latente de Allâh,
escondido en el trasfondo de nuestro «yo»; la oración es como si el
corazón, subido a la superficie, viniera a tomar el lugar del
cerebro, dormido, desde ahora, con un santo sueño que une y aligera,
y cuyo signo más elemental en el alma es la paz. «Duermo, pero
mi corazón vela». (40)
Si Ibn ‘Arabi y otros exigen —en conformidad con el Corán y la
Sunna— «penetrarse de la majestad de Allâh» antes y durante
la práctica del dhikr, se trata aquí, no simplemente de una
actitud reverencial que tiene su raíz en la imaginación y el
sentimiento, sino de una conformación de todo nuestro ser al «Motor
inmóvil», es decir, en suma, de un retorno a nuestro arquetipo
normativo, a la pura substancia adánica «hecha a imagen de Allâh»;
y esto, por lo demás, está directamente en relación con la dignidad,
cuyo papel aparece claramente en las funciones sacerdotales y
reales: el sacerdote y el rey están ante el Ser divino, por encima
del pueblo, y son al mismo tiempo «algo de Allâh», si se
puede decir así. En cierto sentido, la dignidad del dhákir
-del orante- se une a la «imagen» que toma con relación a él la
Divinidad, o, dicho de otro modo, esta dignidad —este «santo
silencio» o este «no-actuar»— es la imagen misma del divino
Principio. El Budismo ofrece un ejemplo particularmente concreto de
ello: la imagen sacramental de Buda es a la vez «forma divina» y
«perfección humana», indica la unión de lo terrenal y lo celestial.
Pero todo esto sólo concierne a la oración contemplativa, aquélla de
la que se trata precisamente cuando se habla del dhikr de los
sufíes.
El Nombre Allâh, que es la quintaesencia de todas las fórmulas
coránicas posibles, consiste en dos sílabas unidas por la lam
doble; ésta es como la muerte corporal que precede al más allá y a
la resurrección, o como la muerte espiritual que inaugura la
iluminación y la santidad, y esta analogía se puede extender al
universo, en un sentido ya ontológico, ya cíclico: entre dos grados
de realidad, ya se consideren desde el punto de vista de su
encadenamiento o, dado el caso, desde el de su sucesion, siempre hay
una suerte de extinción; 41 esto es lo que expresa también la
palabra illâ («si no es») en la Shahâda. (42) La
primera sílaba del Nombre se refiere, según una interpretación que
se impone, al mundo y a la vida en cuanto manifestaciones divinas, y
la segunda a Allâh y al más allá o a la inmortalidad; mientras que
el Nombre comienza con una especie de hiato entre el silencio y la
elocución (la hamza), como una creatio ex nihilo,
termina con el soplo ilimitado que desemboca simbólicamente en el
Infinito -es decir, que la hâ' final señala la
«No-Dualidad» sobreontológica-, (43) y esto indica que no hay
simetría entre la nada inicial de las cosas y el No-Ser
trascendente. El Nombre Allâh abarca, pues, todo lo que «es», (44)
«desde lo Absoluto hasta la menor mota de polvo, mientras que el
Nombre Huwa, «Él», que personifica la há' final,
indica el Absoluto como tal, en su inefable trascendencia y su
inviolable misterio.
Hay necesariamente en los Nombres divinos mismos una garantía de
eficacia. En el amidismo, (45) la certeza salvífica de la práctica
encantatoria deriva del «voto original» de Amida; pero esto es lo
mismo que decir, en el fondo, que en toda práctica análoga en otras
formas tradicionales esta certeza deriva del sentido mismo que
implica el mantra o el Nombre divino. Así, si la Shahâda
entraña la misma gracia que el «voto original», (46) es en virtud de
su propio contenido: es porque ella es la formulación por excelencia
de la Verdad, y porque la Verdad libera por su propia naturaleza;
identificarse a la Verdad, infundirla en nuestro ser y transferir
nuestro ser en ella, es escapar del imperio del error y de la
malicia. Ahora bien, la Shahâda no es sino la exteriorización
doctrinal del Nombre Allâh; corresponde estrictamente al Eheieh
asher Eheieh de la Zarza ardiente de la Torá. Es mediante
fórmulas así como Allâh anuncia «quién es», y, por consiguiente, qué
significa Su Nombre, y por eso estas fórmulas —estos mantras—
son otros tantos Nombres de Allâh. (47)
Acabamos de decir que la significación del Nombre Allâh es que
lâ ilaha illâ-Llâh, es decir: que la manifestación cósmica es
ilusoria y que sólo el Principio metacósmico es real; para mayor
claridad, debemos repetir aquí una haqîqa a la que hemos aludido en
nuestro capítulo sobre el Corán: puesto que desde el punto de vista
de la manifestación —que es el nuestro en cuanto existimos— el mundo
posee incontestablemente cierta realidad, es necesario que la verdad
que le concierne positivamente esté también incluida en la primera
Shahâda; ahora bien, está incluida en ella en la forma de la segunda
Shahâda —Muhammadun Rasûlu-Llâh— la cual surge de
la palabra Ulû («si no es») de la primera y significa que
la manifestación tiene una realidad relativa que es reflejo del
Principio. Este testimonio opone a la negación total de las cosas
transitorias —de los «accidentes» si se quiere— una afirmación
relativa, la de la manifestación como reflejo divino o, dicho de
otro modo, del mundo como manifestación divina. Muhammad es el mundo
considerado bajo el aspecto de la perfección; Rasûl indica
la relación de causalidad y une así el mundo a Allâh. Cuando el
intelecto se sitúa en el nivel de la Realidad absoluta, la verdad
relativa es como absorbida por la verdad total: desde el punto de
vista de los símbolos verbales, se encuentra entonces como retirada
en este «condicional» metafísico que es la palabra illâ. Como no hay
nada fuera de Allâh, también el mundo debe estar comprendido en Él y
no puede ser «otro que Él» (gayruhu): por esto la
manifestación «es el Principio» en cuanto Éste es «el Exterior» (Al-Zhâhir),
siendo el Principio como tal «el Interior» (Al-Bâtin). Así
es como el Nombre Allâh comprende todo lo que es, y sobrepasa a todo
lo que es. (48)
A fin de precisar la posición de la fórmula de consagración (la
Basmala) en este conjunto de relaciones, añadiremos lo que
sigue: al igual que la segunda Shahâda surge de la primera —de la
palabra illâ que es a la vez «istmo» ontológico y eje del mundo—, lo
mismo la Basmala surge de la lam doble del medio del Nombre
Allâh; (49) pero mientras que la segunda Shahâda —el
Testimonio sobre el Profeta— señala un movimiento ascendente y
liberador, la Basmala indica un descenso creador, revelador o
misericordioso; comienza, en efecto, con Allâh (bismi-Lláh)
y acaba con Rahim, mientras que la segunda Shahâda comienza
con Muhammad y acaba con Allúh (rasúlu-Lláh). La primera
Shahâda —con la segunda, que lleva en sí misma— es como el
contenido o el mensaje de la Basmala; pero es también su
principio, pues el Nombre supremo «significa» la Shahâda
cuando se lo considera en modo distintivo; en este caso, se puede
decir que la Basmala surge del illâ divino. La
Basmala se distingue de la Shahâda por el hecho de que
señala una «salida», indicada por las palabras «en el Nombre de» (bismi),
mientras que la Shahâda es, bien «contenido» divino, bien «mensaje»:
es, ya el sol, ya la imagen del sol, pero no el rayo, aunque pueda
concebírsela también, desde otro punto de vista, como una «escala»
que une la «nada» cósmica con la Realidad pura.
En el siguiente hadith: «A aquél que invoca a Allâh
hasta el punto de que sus ojos desbordan por temor y de que la
tierra está inundada por sus lágrimas, Allâh no le castigará en el
Día de la Resurrección», en este hadith se trata, no
exclusivamente del don de lágrimas o de bhakti, sino ante
todo de la «licuefacción» de nuestro endurecimiento post-edénico,
fusión o solución cuyo símbolo tradicional lo proporcionan las
lágrimas, y a veces la nieve que se derrite. Pero no está prohibido
proseguir el encadenamiento de las imágenes-claves, detenerse, por
ejemplo, en el simbolismo de los ojos, tomando en cuenta el hecho de
que el ojo derecho corresponde al sol, a la actividad, al porvenir,
y el ojo izquierdo a la luna, al pasado, a la pasividad: éstas son
dos dimensiones del ego, que se refieren, la primera, al porvenir
como germen de ilusión y, la segunda, al pasado como acumulación de
experiencias «egoizantes»; dicho de otro modo, el pasado del ego, lo
mismo que su porvenir -lo que somos y aquello en lo que queremos
convertirnos o queremos poseer-, deben «fundirse» en el presente
fulgurarite de una contemplación transpersonal, de ahí el «terror» (khashya)
expresado en el hadîth citado. «Sus ojos desbordan» (fâdhat
aynahu) y «la tierra es inundada» (yusîbu-l-ardh): hay
una licuefacción interior y otra exterior, y ésta responde a
aquélla; cuando el ego está «licuado», el mundo exterior —del que
aquél está tejido en gran medida— parece arrastrado en el mismo
proceso de alquimia, en el sentido de que se vuelve «transparente» y
el contemplativo ve a Allâh en todo, o lo ve todo en Allâh.
Consideremos ahora la oración desde el ángulo más general: la
llamada a Allâh, para ser perfecta o «sincera», debe ser ferviente,
al igual que la concentración, para ser perfecta, debe ser pura; en
el nivel de la piedad emotiva, la clave de la concentración es el
fervor. A la cuestión de saber cómo el hombre escapa a la tibieza y
realiza el fervor o la concentración, hay que responder que el celo
depende de la conciencia que tenemos de nuestro objetivo; el hombre
indiferente o perezoso sabe apresurarse cuando un peligro le amenaza
o cuando un objeto agradable le seduce, (50) lo que equivale a decir
que el motivo del celo puede ser bien el temor, bien el amor. Pero
este motivo puede ser igualmente —y a fortiori— el
conocimiento; también él —en la medida en que es real— nos
proporciona razones suficientes para el ardor, sin lo cual habría
que admitir que el hombre —todo hombre— no es capaz de actuar sino
bajo el imperio de amenazas o de promesas, lo que en verdad es
cierto para las colectividades, pero no para todos los individuos.
El hecho mismo de nuestra existencia es una oración y nos obliga a
la oración, de modo que podríamos decir: soy, luego oro; sum
ergo oro. La existencia es cosa ambigua, y de ello resulta que
nos obliga a la oración de dos maneras: en primer lugar por su
cualidad de expresión divina, de misterio coagulado y segmentado, y
en segundo lugar por su aspecto inverso de encadenamiento y
perdición, de modo que debemos «pensar en Allâh» no sólo porque,
siendo hombres, no podemos dejar de darnos cuenta del fondo divino
de la existencia —en la medida en que somos fieles a nuestra
naturaleza—, sino también porque estamos obligados al mismo tiempo a
comprobar que somos fundamentalmente más que la existencia y que
vivimos como exiliados en una casa que arde. (51) Por una parte, la
existencia es una ola de gozo creador, toda criatura loa a Allâh;
existir es loar a Allâh, ya seamos cascadas, árboles, pájaros u
hombres; pero, por otra parte, es no ser Allâh, es, pues,
fatalmente, oponerse a Él en cierto aspecto; esa existencia nos
oprime como la túnica de Neso. El que ignora que la casa arde no
tiene ninguna razón para pedir socorro; y, de igual modo, el hombre
que no sabe que se está ahogando no se agarrará a la cuerda
salvadora; pero saber que perecemos es, o desesperarse, o rezar.
Saber realmente que no somos nada, porque el mundo entero no es
nada, es acordarse de «Lo que es», (52) y liberarse por este
recuerdo.
Cuando un hombre es víctima de una pesadilla y se pone entonces, en
pleno sueño, a llamar a Allâh en su ayuda, se despierta
infaliblemente, y esto demuestra dos cosas: en primer lugar, que la
inteligencia consciente del Absoluto subsiste en el sueño como una
personalidad distinta —nuestro espíritu permanece, pues, fuera de
nuestros estados de ilusión— y, en segundo lugar, que el hombre,
cuando llama a Allâh, acabará por despertarse también de este gran
sueno que es la vida, el mundo, el ego. Si hay una llamada que puede
romper el muro del sueño, ¿porqué no ha de romper también el muro de
este sueno más vasto y más tenaz que es la existencia?
No hay en esta llamada ningún egoísmo, desde el momento en que la
oración pura es la forma más íntima y mas preciosa del don de sí.
(53) El hombre vulgar está en el mundo para recibir, e incluso si da
limosna roba a Allâh —y se roba a sí mismo— en la medida en que cree
que su don es todo lo que Allâh y el prójimo pueden pedirle; al
dejar «que la mano izquierda sepa lo que hace la derecha»
siempre espera algo de su ambiente, consciente o inconscientemente.
Hay que adquirir la costumbre del don interior, sin el cual todas
las limosnas no son dones mas que a medias; y lo que se da a Allâh
se da por esto mismo a todos los hombres.
Si se parte de la idea de que la intelección y la concentración, o
la doctrina y el método, son las bases de la vía, conviene añadir
que estos dos elementos sólo son válidos y eficaces en virtud de una
garantía tradicional, o sea de un «sello» que viene del Cielo. La
intelección tiene necesidad de la tradición, de la Revelación fijada
en la duración y adaptada a una sociedad, para poder despertarse en
nosotros, o para no desviarse, y la oración se identifica a la
Revelación misma o procede de ella, tal como hemos visto; en otros
términos, el sentido de la ortodoxia de la tradición, de la
Revelación, es que los medios de realizar el Absoluto deben provenir
«objetivamente» del Absoluto; el conocimiento no puede surgir
«subjetivamente» más que en el marco de una formulación divina
«objetiva» del Conocimiento.
Pero este elemento «tradición», precisamente a causa de su carácter
impersonal y formal, exige un complemento de carácter esencialmente
personal y libre, a saber, la virtud; sin la virtud, la ortodoxia se
convierte en fariseísmo, subjetivamente por supuesto, ya que su
incorruptibilidad objetiva no se discute.
Si hemos definido la metafísica como el discernimiento entre lo Real
y lo no-real, definiremos la virtud como la inversión de la relación
ego-alter: siendo esta relación una inversi0n natural, pero
ilusoria, de las «proporciones» reales, y por ello mismo una «caída»
y una ruptura de equilibrio —pues el hecho de que dos personas crean
ser «yo» prueba que ninguna tiene razón, so pena de absurdo, pues el
«yo» es lógicamente único—, la virtud será la inversión de esta
inversión, o sea el enderezamiento de nuestra caída; verá en cierto
modo, relativo pero eficaz, el «yo mismo» en «el otro», o
inversamente. Esto muestra claramente la función sapiencial de la
virtud: la caridad, lejos de reducirse a sentimentalismo o
utilitarismo, opera un estado de conciencia, apunta a lo real y no a
lo ilusorio; confiere una visión de lo real a nuestro «ser»
personal, a nuestra naturaleza volitiva, y no se limita a un
pensamiento que no compromete a nada. Lo mismo en cuanto a la
humildad: cuando está bien concebida, realiza en nosotros la
conciencia de nuestra nada ante el Absoluto y de nuestra
imperfección en relación con otros hombres; como toda virtud, es
causa y efecto a la vez. Las virtudes son, como los ejercicios
espirituales —pero de otra forma— agentes de fijación para los
conocimientos del espíritu. (54)
Un error que se produce con demasiada facilidad en la conciencia de
los que abordan la metafísica por reacción contra una religiosidad
convencional es el de creer que la verdad no tiene necesidad de
Allâh —del Allâh personal que nos ve y nos oye— ni, por lo demás, de
nuestras virtudes; que no tiene ninguna relación con lo humano y que
nos basta, por consiguiente, saber que el Principio no es la
manifestación, y así sucesivamente, como si estas nociones nos
dispensaran de ser hombres y nos inmunizaran contra los rigores de
las leyes naturales, por decir lo menos. Si el destino no lo hubiera
querido —y el destino no resulta de nuestras nociones de doctrina—
no tendríamos ninguna ciencia, ni siquiera ninguna vida; Allâh está
en todo lo que somos, sólo Él puede darnos vida, darnos luz y
protegernos. Lo mismo para las virtudes: la verdad ciertamente no
tiene necesidad de nuestras cualidades personales, puede incluso
situarse más allá de nuestros destinos, pero nosotros tenemos
necesidad de la verdad y debemos doblegarnos a sus exigencias, que
no son exclusivamente mentales; (55) puesto que existimos, nuestro
ser -sea cual sea el contenido de nuestro espíritu- debe estar de
acuerdo en todos los planos con su principio divino. Las virtudes
catafáticas, luego algo «individualistas», son las claves de las
virtudes apofáticas, y éstas son inseparables de la gnosis; las
virtudes dan fe de la belleza de Allâh. Es ¡lógico y pernicioso
—para sí mismo al igual que para otros— pensar la verdad y olvidar
la generosidad.
Quizá convendría precisar aquí que llamamos «apofáticas» a las
virtudes que no son «producciones» del hombre, sino que, por el
contrario, irradian de la naturaleza del Ser: ellas preexisten con
respecto a nosotros, de modo que nuestro papel en relación con ellas
será el de apartar lo que en nosotros se opone a su irradiación, y
no el de producirlas «positivamente»; en esto reside toda la
diferencia entre el esfuerzo individual y el conocimiento
purificador. Es en todo caso absurdo creer que el sufí que afirma
haber ido más allá de determinada virtud o incluso de toda virtud
está desprovisto de las cualidades que constituyen la nobleza del
hombre y sin las cuales no hay santidad; la única diferencia es que
él ya no «vive» estas cualidades como «suyas», que no tiene, pues,
conciencia de un mérito «personal» como es el caso en las virtudes
ordinarias. (56) Se trata aquí de una divergencia de principio o de
naturaleza, aunque, desde otro punto de vista más general y menos
operativo, toda virtud o incluso toda cualidad cósmica puede ser
considerada en un sentido apofático, es decir, según la esencia
ontológica de los fenómenos; esto es lo que expresan a su manera los
hombres piadosos cuando atribuyen sus virtudes a la gracia de Allâh.
Conformemente a las exhortaciones coránicas, el «recuerdo de Allâh»
exige las virtudes fundamentales y —en función de éstas— los actos
de virtud que se imponen según las circunstancias. Las virtudes
fundamentales y universales, que son inseparables de la naturaleza
humana, son la humildad o la auto-anulación; la caridad o la
generosidad; la veracidad o la sinceridad, luego la imparcialidad;
después la vigilancia o la perseverancia; el contentamiento o la
paciencia; y, por último, esta «cualidad de ser» que es la piedad
unitiva, la plasticidad espiritual, la disposición a la santidad.
(57)
Todo lo que antecede permite hacer comprender el sentido de las
virtudes y de las leyes morales; éstas son estilos de acción
conformes a determinadas perspectivas espirituales y a determinadas
condiciones materiales y mentales, mientras que las virtudes
representan, por el contrario, bellezas intrínsecas que se insertan
en estos estilos y que se realizan a través de ellos. Toda virtud y
toda moral es como un modo de equilibrio o, más precisamente, una
manera de participar, aunque fuera en detrimento de un equilibrio
exterior y falso, en el Equilibrio universal; permaneciendo en el
centro, el hombre escapa de las vicisitudes de la periferia
inestable; éste es el sentido de la «no-acción» taoísta. La moral es
una forma de actuar, pero la virtud es una manera de ser: una manera
de ser enteramente uno mismo, más allá del ego, o de ser simplemente
lo que es. (58) Podríamos expresarnos también del modo siguiente:
las morales son los marcos de las virtudes al mismo tiempo que sus
aplicaciones a las colectividades; la virtud de la colectividad es
su equilibrio determinado por el Cielo. Las morales son diversas,
pero la virtud, tal como acabamos de definirla, es en todas partes
la misma, porque el hombre es en todas partes el hombre. Esta unidad
moral del género humano va a la par de su unidad intelectual: las
perspectivas y los dogmas difieren, pero la verdad es una.
Otro elemento fundamental de la vía es el simbolismo, que se afirma
en el arte sagrado lo mismo que en la naturaleza virgen. Sin duda,
las formas sensibles no tienen la importancia de los símbolos
verbales o escriturarios, pero no por ello dejan de poseer, según
las circunstancias, una función de «encuadramiento» o de «sugestión
espiritual» muy valiosa, sin hablar de la importancia ritual de
primer orden que pueden tomar; además, el simbolismo tiene la
particularidad de combinar lo exterior con lo interior, lo sensible
con lo espiritual, y así va más allá, en principio o de hecho, de la
función de simple «telón de fondo».
El arte sagrado es en primer lugar la forma visible y audible (59)
de la Revelación, y después su revestimiento litúrgico
indispensable. La forma debe ser la expresión adecuada del
contenido; no debe en ningún caso contradecirlo; no puede ser
abandonada a la arbitrariedad de los individuos, a su ignorancia y a
sus pasiones. Pero hay que distinguir diversos grados en el arte
sagrado, diversos niveles de absolutidad o de relatividad; (60)
además, hay que tener en cuenta el carácter relativo de la forma
como tal. El «imperativo categórico» que es la integridad espiritual
de la forma no puede impedir que el orden formal esté sometido a
ciertas vicisitudes; el hecho de que las obras maestras del arte
sagrado sean expresiones sublimes del Espíritu no debe hacernos
olvidar que, vistas a partir de este Espíritu mismo, estas obras, en
sus más pesadas exteriorizaciones, aparecen ya ellas mismas como
concesiones al «mundo» y hacen pensar en esta frase evangélica: «El
que saca la espada, morirá por la espada». En efecto, cuando el
Espíritu necesita exteriorizarse hasta ese punto es que ya está bien
próximo a perderse; la exteriorización como tal lleva en sí misma el
veneno de la exterioridad, luego del agotamiento, la fragilidad y la
decrepitud; la obra maestra está como cargada de pesares, es ya un
«canto del cisne»; a veces se tiene la impresión de que el arte, por
la misma sobreabundancia de sus perfecciones, sirve para suplir la
ausencia de sabiduría o de santidad. Los Padres del desierto no
tenían necesidad de columnatas ni de vitrales; en cambio, las
personas que, en nuestros días, desprecian más el arte sagrado en
nombre del «puro espíritu» son los que menos lo comprenden y quienes
más necesidad tendrían de él. (61) Sea lo que fuere, nada noble
puede perderse nunca: todos los tesoros del arte, al igual que los
de la naturaleza, vuelven a encontrarse perfecta e infinitamente en
la Beatitud; el hombre que tiene plena conciencia de esta verdad no
puede dejar de estar desapegado de las cristalizaciones sensibles
como tales.
Pero existe también el simbolismo primordial de la naturaleza
virgen; ésta es un libro abierto, una revelación del Creador, un
santuario e incluso, en ciertos aspectos, una vía. Los sabios y los
cremitas de todas las épocas han buscado la naturaleza, cerca de
ella se sentían lejos del mundo y cerca del Cielo; inocente y
piadosa, pero sin embargo profunda y terrible, ella fue siempre su
refugio. Si tuviéramos que elegir entre el más magnífico de los
templos y la naturaleza inviolada, es a ésta a la que escogeríamos;
la destrucción de todas las obras humanas no sería nada al lado de
la destrucción de la naturaleza. (62) La naturaleza ofrece a la vez
vestigios del Paraíso terrenal y signos precursores del Paraíso
celestial.
Y sin embargo, desde otro punto de vista, cabe preguntarse qué es
más precioso, si las cumbres del arte sagrado en cuanto
inspiraciones directas de Allâh, o las bellezas de la naturaleza en
cuanto creaciones divinas y símbolos; (63) el lenguaje de la
naturaleza es más primordial, sin duda, y más universal, pero es
menos humano que el arte y menos inmediatamente inteligible; exige
más conocimiento espiritual para poder entregar su mensaje, pues las
cosas externas son lo que somos nosotros, no en si mismas, sino en
cuanto a su eficacia; (64) hay en ello la misma relación, o casi,
que entre las mitologías tradicionales y la metafísica pura. La
mejor respuesta a este problema, es que el arte sagrado, del que
determinado santo no tiene «necesidad» personalmente, exterioriza
sin embargo su santidad, es decir, precisamente este algo que puede
hacer superflua para el santo la exteriorización artística; (65) por
el arte, esta santidad o esta sabiduría se ha hecho milagrosamente
tangible, con toda su materia humana que la naturaleza virgen no
puede ofrecer; en cierto sentido, la virtud «dilatante» y
«refrescante» de la naturaleza es el hecho de no ser humana sino
angélica. Decir que se prefieren las «obras de Allâh» a las «obras
de los hombres» sería no obstante simplificar en exceso el problema,
dado que, en el arte que merece el epíteto de «sagrado», es Allâh el
autor; el hombre no es más que el instrumento y lo humano no es más
que la materia. (66)
El simbolismo de la naturaleza es solidario de nuestra experiencia
humana: si la bóveda estelar gira es porque los mundos celestiales
evolucionan alrededor de Allâh; la apariencia es debida no sólo a
nuestra posición terrestre, sino también, y ante todo, a un
prototipo trascendente que no es en absoluto ilusorio, y que parece
incluso haber creado nuestra situación espacial para permitir a
nuestra perspectiva espiritual ser lo que es; la ilusión terrestre
refleja, pues, una situación real, y esta relación es de la mayor
importancia, pues muestra que son los mitos —siempre solidarios de
la astronomía ptolemaica— los que tendrán la última palabra. Como ya
hemos indicado en otras ocasiones, la ciencia moderna, aunque
realiza evidentemente observaciones exactas, pero ignorando el
sentido y el alcance de los símbolos, no puede contradecir de jure
las concepciones mitológicas en lo que tienen de espiritual, luego
de válido; no hace más que cambiar los datos simbólicos o, dicho de
otro modo, destruye las bases empíricas de las mitologías sin poder
explicar la significación de los datos nuevos. Desde nuestro punto
de vista, esta ciencia superpone un simbolismo de lenguaje
infinitamente complicado a otro, metafísicamente igual de verdadero
pero mas humano —un poco como se traducirla un texto a otra lengua
más difícil—, pero ignora que descubre un lenguaje y que propone
implícitamente un nuevo ptolomeísmo metafísico.
La sabiduría de la naturaleza es afirmada numerosas veces en el
Corán, que insiste en los «signos» de la creación «para aquellos
que están dotados de entendimiento», lo que indica la relación
existente entre la naturaleza y la gnosis; la bóveda celeste es el
templo de la eterna sophia.
La misma palabra «signos» (âyât) designa los versículos del
Libro; como los fenómenos de la naturaleza a la vez virginal y
maternal, revelan a Allâh brotando de la «Madre del Libro» y
transmitiéndose por el espíritu virgen del Profeta. (67) El Islam,
como el antiguo judaísmo, se encuentra particularmente cerca de la
naturaleza por el hecho de que está anclado en el alma nómada; su
belleza es la del desierto y del oasis; la arena es para él un
símbolo de pureza —se la emplea para las abluciones cuando falta
agua— y el oasis prefigura el Paraíso. El simbolismo de la arena es
análogo al de la nieve: es una gran paz que unifica, semejante a la
Shahâda que es paz y luz y que disuelve a fin de cuentas
los nudos y las antinomias de la Existencia, o que reduce,
reabsorbiéndolas, todas las coagulaciones efímeras a la Substancia
pura e inmutable. El Islam surgió de la naturaleza; los sufíes
retornan a ella, lo cual es uno de los sentidos de este hadith:
«El Islam comenzó en el exilio y acabará en el exilio». Las
ciudades, con su tendencia a la petrificación y con sus gérmenes de
corrupción, se oponen a la naturaleza siempre virgen; su única
justificación, y su única garantía de estabilidad, es la de ser
santuarios; garantía muy relativa, pues el Corán dice: «Y no hay
ciudad que Nosotros (Allâh) no destruyamos o no castiguemos
severamente antes del Día de la resurrección» (XVII, 60). Todo
esto permite comprender por qué el Islam ha querido mantener, en el
marco de un sedentarismo inevitable, el espíritu nómada: las
ciudades musulmanas conservan la marca de una peregrinación a través
del espacio y el tiempo; el Islam refleja en todas partes la santa
esterilidad y la austeridad del desierto, pero también, en este
clima de muerte, el desbordamiento alegre y precioso de las fuentes
y los oasis; la gracia frágil de las mezquitas repite la de los
palmerales, mientras que la blancura y la monotonía de las ciudades
tienen una belleza desértica y por ello mismo sepulcral. En el fondo
del vacío de la existencia y detrás de sus espejismos está la eterna
profusión de la Vida divina.
Pero volvamos a nuestro punto de partida, la verdad metafísica en
cuanto fundamento de la vía. Como esta verdad concierne al
esoterismo —en las tradiciones con polaridad exo/esotérica al
menos—, debemos responder aquí a la cuestión de saber si existe o no
una «ortodoxia esotérica» o si en ello no hay más bien una
contradicción en los términos o un abuso de lenguaje. Toda la
dificultad, allí donde se presenta, reside en una concepción
demasiado restringida del término «ortodoxia», por una parte, y del
conocimiento metafísico, por otra: hay que distinguir, en efecto,
entre dos ortodoxias, una extrínseca y formal, y otra intrínseca e
informal; la primera se refiero al dogma y, por consiguiente, a la
«forma», y la segunda a la verdad universal, y así, a la «esencia».
Ahora bien, las dos cosas están ligadas en el esoterismo, en el
sentido de que el dogma es la clave del conocimiento directo; una
vez alcanzado éste, la forma es evidentemente superada, pero el
esoterismo sin embargo está conectado necesariamente con la forma
que ha sido su punto de partida y cuyo simbolismo sigue siendo
siempre válido. (68) El esoterismo islámico, por ejemplo, no
rechazará nunca los fundamentos del Islam, aun si llega
incidentalmente a contradecir tal o cual posición o interpretación
exotérica; diremos incluso que el sufismo es tres veces ortodoxo, en
primer lugar porque toma impulso a partir de la forma islámica y no
de otra, en segundo lugar porque sus realizaciones y sus doctrinas
corresponden a la verdad y no al error, y en tercer lugar porque
permanece siempre solidario del Islam, puesto que se considera la
«médula» (lubb) de ésta y no de otra religión. lbn ‘Arabi,
a pesar de sus audacias verbales, no se hizo budista y no rechazó
los dogmas y las leyes de la sharî’a, lo que equivale a
decir que no salió de la ortodoxia, ya sea la del Islam o de la
Verdad a secas.
Si una formulación puede parecer que contradice determinado punto de
vista exotérico, la cuestión que se plantea es la de saber si es
verdadera o falsa, y no si es «conformista» o «libre»; en la
intelectualidad pura los conceptos de «libertad», de «independencia»
o de «originalidad» no tienen ningún sentido, como, por lo demás,
tampoco sus contrarios. Si el esoterismo más puro implica la verdad
total —ésta es su razón de ser—, la cuestión de la «ortodoxia» en el
sentido religioso no puede plantearse, evidentemente; el
conocimiento directo de los misterios no podría ser «musulmán» o
«cristiano», lo mismo que la visión de una montaña es la visión de
una montaña y no otra cosa; hablar de un esoterismo «no-ortodoxo» no
es menos absurdo, pues esto equivaldría a sostener, en primer lugar,
que este esoterismo no es solidario de ninguna forma —en este caso
no tiene ni autoridad, ni legitimidad, ni siquiera ninguna utilidad—
y, en segundo lugar, que no es el resultado iniciático o «alquímico»
de una vía revelada, que no tiene, pues, ningún tipo de garantía
formal y «objetiva». Estas consideraciones deberían hacer comprender
que el prejuicio de querer explicarlo todo en términos de
«préstamos» o de «sincretismo» está mal fundado, pues las doctrinas
sapienciales, siendo verdaderas, no pueden dejar de concordar; y si
el fondo es idéntico, ocurre forzosamente que las expresiones lo
sean. El hecho de que una expresión particularmente feliz pueda ser
recogida por una doctrina ajena está también en la naturaleza de las
cosas —lo contrario sería anormal e inexplicable—, pero esto no
constituye una razón para generalizar este caso excepcional y
llevarlo al absurdo; es como si se quisiera concluir, porque las
cosas se influyen a veces mutuamente, que todas las analogías
existentes en la naturaleza provienen de influencias unilaterales o
recíprocas. (69
Capítulo 7: La Vía, tercera
parte
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Índice
La cuestión de los orígenes del
sufismo se resuelve por el discernimiento (furqân)
fundamental de la doctrina islámica: Allâh y el mundo; ahora bien,
este discernimiento tiene algo de provisional por el hecho de que la
Unidad divina, perseguida hasta sus últimas consecuencias, excluye
precisamente la dualidad formulada por todo discernimiento, y es
aquÍ en cierto modo donde se sitúa el punto de partida de la
metafísica original y esencial del Islam. Una cosa que hay que tener
en cuenta es que el conocimiento directo es en sí mismo un estado de
pura «conciencia» y no una teoría; no hay, pues, nada de
sorprendente en el hecho de que las formulaciones complejas y
sutiles de la gnosis no se manifestaran desde el principio y de una
sola vez, y de que incluso hayan podido tomar prestados a veces,
para las necesidades de la dialéctica, conceptos platónicos. El
sufismo es la «sinceridad de la fe», y esta «sinceridad» —que no
tiene absolutamente nada que ver con el «sincerismo» de nuestra
época— no es otra cosa, en el plano de la doctrina, que una visión
intelectual que no se detiene a medio camino y que, por el
contrario, saca de la idea unitaria las consecuencias más rigurosas;
el resultado de ello es no sólo la idea del mundo‑nada, sino también
la de la Identidad suprema y la realización correspondiente: la
«unidad de Realidad» (wahdat al‑Wuyûd). (70)
Si la perfección o la santidad consiste, para el israelita y para el
cristiano, en «amar a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y
con todo tu poder» (71) o «con todas tus fuerzas » (72) —en el
israelita a través de la Tora y la obediencia a la Ley, en el
cristiano por el sacrificio vocacional «de amor»—, la perfección
será, para el musulmán, el «creer» con todo su ser que «no hay
más dios que Allâh», fe total cuya expresión escrituraria es
este hadith ya citado: «La virtud espiritual (ihsân,
cuya función es la de hacer «sinceros» el imán y el islám, la fe y
la práctica) consiste en adorar a Allâh como si lo vieras, y si
tú no Lo ves, Él sin embargo te ve». (73) Allí donde el
judeocristiano pone la intensidad, o sea la totalidad del amor, el
musulmán pondrá la «sinceridad», o sea la totalidad de la fe, que al
realizarse se convertirá en gnosis, unión, misterio de no‑alteridad.
Visto desde el Islam sapiencial, el Cristianismo puede ser
considerado como la doctrina de lo sublime, no como la del Absoluto;
es la doctrina de una relatividad sublime (74) y que salva por su
sublimidad misma —pensamos aquí en el Sacrificio divino—, pero que
tiene su raíz, no obstante y necesariamente, en el Absoluto y que
puede, por consiguiente, conducir a Él. Si partimos de la idea de
que el Cristianismo es «el Absoluto hecho relatividad a fin de
que lo relativo se haga Absoluto» (75) —por parafrasear una
fórmula antigua bien conocida— nos encontramos en plena gnosis, y la
reserva «sentida» por el Islam deja de aplicarse; pero lo que hay
que decir también, de un modo más general y fuera de la gnosis, es
que el Cristianismo se sitúa en un punto de vista en el que la
consideración del Absoluto como tal no tiene que intervenir a
priori; el acento se pone en el «medio» o el «intermediario», éste
absorbe en cierto modo el fin; o también, el fin está como
garantizado por la divinidad del medio. Todo esto equivale a decir
que el Cristianismo es fundamentalmente una doctrina de la Unión, y
por ahí es por donde se reúne, con toda evidencia, con el
«unitarismo» musulmán y más particularmente sufí. (76)
Hay en la historia del Cristianismo como una nostalgia latente de lo
que podríamos denominar la «dimensión islámica» refiriéndonos a la
analogía existente entre las tres perspectivas de «temor», «amor»,
«gnosis» —los «reinos» del «Padre», del «Hijo» y del «Espíritu
Santo»— y los tres monoteísmos judaico, cristiano y musulmán; el
Islam es de hecho, desde el punto de vista «tipológico», la
cristalización religiosa de la gnosis, de ahí su blancura metafísica
y su realismo terrestre. El protestantismo, con su insistencia en el
«Libro» y el libre albedrío y su rechazo del sacerdocio sacramental
y el celibato, es la manifestación más masiva de esta nostalgia,
(77) aunque de forma extra‑tradicional y moderna y en un sentido
puramente «tipológico»; (78) pero hubo otras manifestaciones, más
antiguas y más sutiles, como los movimientos de un Amalrico de Béne
y de un Joaquín de Fiori, ambos en el siglo XII, sin olvidar a los
montanistas del final de la Antigüedad. En el mismo orden de ideas,
es sabido que los musulmanes interpretan el anuncio del Paráclito en
el Evangelio de San Juan como una referencia al Islam, lo que, sin
excluir evidentemente la interpretación cristiana, se vuelve
comprensible a la luz del ternario «temor‑amor‑gnosis» al que hemos
aludido. Si se nos observara que en el seno del Islam ha habido
ciertamente una tendencia inversa hacia la posibilidad cristiana o
el «reino del Hijo», diremos que hay que buscar sus huellas por el
lado del chiísmo y de la Bektâshiyya, es decir, en ambiente
persa y turco.
En terminología vedántica, la enunciación fundamental del
Cristianismo es: «Atmâ se ha hecho Mâyâ a fin de que Mâyâ se
haga Atmâ»; la del Islam será que «no hay âtma salvo el
único Atmâ» y, para el Muhamadun Rasûlu‑Llâh: «Mâyâ
es la manifestación de Atmâ». En la formulación cristiana
subsiste un equívoco en el sentido de que Atmâ y Mâyâ
están yuxtapuestos; se podría entender que la segunda existe con
pleno derecho junto al primero, que posee una realidad idéntica a
éste; el Islam responde a su manera a este posible malentendido. 0
también: todas las teologías —o teosofías— se dejan reducir grosso
modo a estos dos tipos: Dios‑Ser y Dios‑Consciencia, o Dios‑Objeto y
Dios‑Sujeto, o también: Dios objetivo, «absolutamente otro», y Dios
subjetivo, a la vez inmanente y trascendente. El Judaísmo y el
Cristianismo pertenecen a la primera categoría; el Islam también, en
cuanto religión, pero al mismo tiempo es como la expresión religiosa
y «objetivista» del Dios‑Sujeto, y es por esto por lo que se impone,
no por el fenómeno o el milagro, sino por la evidencia, siendo el
contenido o el «motor» de ésta la «unidad», y así la absolutidad; es
por esto también por lo que hay cierta relación entre el Islam y la
gnosis o el «reino del Espíritu». Por lo que se refiere a la
significación universal de «Atmâ se ha hecho Mâyâ a fin de que
Mâyâ se haga Atmâ», se trata aquí del descendimiento de lo
Divino, del Avatâra, del Libro sagrado, del Símbolo, del Sacramento,
de la Gracia bajo todas las formas tangibles y por consiguiente
también de la Doctrina o del Nombre de Allâh, lo que nos conduce de
nuevo al Muhammadun Rasûlu‑Llâh. El acento se pone, ya en
el continente divino como en el Cristianismo —pero entonces este
continente tiene forzosamente también un aspecto de contenido, (79)
y, así, de «verdad» —ya en el contenido «verdad» como en el Islam y
a fortiori en las gnosis— y entonces este contenido se
presenta forzosamente bajo el aspecto formal de continente, y, así,
de «fenómeno divino» o de símbolo. (80) El continente es el «Verbo
hecho carne», y el contenido es la absolutidad de la Realidad o del
Sí, expresada, en el Cristianismo, por la exhortación a amar a Dios
con todo nuestro ser y a amar al prójimo como a nosotros mismos,
pues «todo es Atmâ». (81)
La diversidad de las religiones y su equivalencia en cuanto a lo
esencial viene dada —según la perspectiva sufí más intelectual— por
la diversidad natural de los receptáculos colectivos: si cada
receptáculo individual tiene su Señor particular, lo mismo ocurre
con las colectividades psicológicas. (82) El «Señor» es el
Ser‑Creador en cuanto concierne o «mira» a una determinada alma o a
una determinada categoría de almas, y es considerado por ellas en
función de sus naturalezas propias, que a su vez derivan de
determinadas posibilidades divinas, pues Allâh es «el Primero» (Al‑Awwal)
y «el último» (Al-Akhir).
Una religión es una forma —luego un límite— que «contiene» a lo
Ilimitado, si se nos permite esta paradoja; toda forma es
fragmentaria por su exclusión necesaria de las demás posibilidades
formales; el hecho de que las formas —cuando son enteras, es decir,
perfectamente «ellas mismas»— representen cada una a su manera la
totalidad no impide que sean fragmentarias desde el punto de vista
de su particularización y de su exclusión recíproca. Para salvar el
axioma —metafísicamente inadmisible— de la absolutidad de un
determinado fenómeno religioso se llega a negar la verdad principial
—a saber, el Absoluto verdadero— y el intelecto que toma conciencia
de ella, y se transfieren al fenómeno como tal los caracteres de
absolutidad y de certeza que son propios del Absoluto y del
intelecto, lo que da lugar a tentativas filosóficas sin duda
hábiles, pero que viven sobre todo de su contradicción interna. Es
contradictorio fundar una certidumbre que se quiere total, por una
parte en el orden fenoménico y, por otra, en la gracia mística, a la
vez que se exige una adhesión intelectual; una certidumbre de orden
fenoménico puede derivar de un fenómeno, pero una evidencia
principial no proviene sino de los principios, sea cual fuere la
causa ocasional de la intelección, según los casos; si la
certidumbre puede surgir de la inteligencia —y debe derivar de ella
en la medida misma en que la verdad por conocer es profunda— es que
se encuentra ya en ella por su naturaleza fundamental.
Por otro lado, si lo que en sí es Evidencia in divinis se
vuelve Fenómeno sagrado en un orden determinado —en el orden humano
e histórico en este caso— es ante todo porque el receptáculo
previsto es una colectividad, es decir, un sujeto múltiple que se
diferencia por los individuos y que se extiende a través de la
duración y más allá de las individualidades efímeras; la divergencia
de los puntos de vista no se produce sino a partir del momento en
que el fenómeno sagrado se separa, en la conciencia de los hombres,
de la verdad eterna que él manifiesta —y que ya no se «percibe»— y
en que, por este hecho, la certidumbre se convierte en «creencia» y
no se vale más que del fenómeno, del signo divino objetivo, del
milagro externo, o —lo que viene a ser lo mismo— del principio
captado racionalmente y prácticamente reducido al fenómeno. Cuando
el fenómeno sagrado como tal se convierte prácticamente en el factor
exclusivo de la certidumbre, el intelecto principial y supra-fenoménico
es rebajado al nivel de los fenómenos profanos, como si la
inteligencia pura sólo fuera capaz de relatividades y como si lo
«sobrenatural» estuviera en tal o cual arbitrariedad celestial y no
en la naturaleza de las cosas. Al distinguir entre la «substancia» y
los «accidentes», comprobamos que los fenómenos están relacionados
con éstos y el intelecto con aquélla; pero el fenómeno religioso,
claro está, es una manifestación directa o central del elemento
«substancia», mientras que el intelecto, en su actualización humana
y únicamente desde el punto de vista de la expresión, pertenece
forzosamente a la accidentalidad de este mundo de las formas y de
los movimientos.
El hecho de que el intelecto sea una gracia estática y permanente lo
hace simplemente «natural» a los ojos de algunos, lo que equivale a
negarlo; en el mismo orden de ideas, negar el intelecto porque no
todo el mundo tiene acceso a él es tan falso como negar la gracia
porque no todo el mundo goza de ella. Algunos dirán que la gnosis es
un luciferismo que tiende a vaciar a la religión de su contenido y a
rechazar un don sobrenatural, pero podríamos decir igualmente que el
intento de prestar al fenomenismo religioso, o al exclusivismo que
éste implica, una absolutidad metafísica es la tentativa más hábil
de invertir el orden normal de las cosas negando —en nombre de una
certidumbre sacada del orden fenoménico y no del orden principial e
intelectual— la evidencia que el intelecto lleva en sí mismo. El
intelecto es el criterio del fenómeno; si lo inverso es cierto
igualmente, lo es sin embargo en un sentido más indirecto y de una
forma mucho más relativa y externa.
En los comienzos de una religión, o en el interior de un mundo
religioso todavía homogéneo, el problema no se plantea
prácticamente.
La prueba de la trascendencia cognitiva del intelecto es que, a la
vez que depende existencialmente del Ser en cuanto se manifiesta,
puede ir más allá de éste en cierta manera, puesto que puede
definirlo como una limitación —con miras a la creación— de la
Esencia divina, la cual es «Sobre‑Ser» o «Sí». Y del mismo modo: si
se nos pregunta si el intelecto puede o no «colocarse» por encima de
las religiones en cuanto fenómenos espirituales e históricos —o si
existe fuera de las religiones un punto «objetivo» que permita
escapar de tal o cual «subjetividad» religiosa—‑, responderemos:
perfectamente, puesto que el intelecto puede definir la religión y
comprobar sus límites formales; pero es evidente que, si se entiende
por «religión» la infinitud interna de la Revelación, el intelecto
no puede ir más allá de ella, o más bien la cuestión ya no se
plantea entonces, pues el intelecto participa de esta infinitud y se
identifica incluso con ella desde el punto de vista de su naturaleza
intrínseca más rigurosamente «ella misma» y mas difícilmente
accesible.
En el simbolismo de la tela de araña, que ya hemos tenido ocasión de
mencionar en libros precedentes, los radios representan la
«identidad» esencial y los círculos la «analogía» existencial, lo
que muestra, de modo muy simple pero en todo caso adecuado, toda la
diferencia existente entre los elementos «intelección» y «fenómeno»,
al mismo tiempo que su solidaridad; y como, debido a ésta, ninguno
de los dos elementos se presenta en estado puro, se podría hablar
también —a fin de no descuidar ningún matiz importante— de una
«analogía continua» para el primero y de una «identidad discontinua»
para el segundo. Toda certidumbre —la de las evidencias lógicas y
matemáticas especialmente— surge del Intelecto divino, el único que
es; pero surge de él a través de la pantalla existencial o
fenoménica de la razón o, más precisamente, a través de las
pantallas que separan a la razón de su Fuente última; es la
«identidad discontinua» de la luz solar, que, aun filtrada a través
de varios vitrales de colores, sigue siendo siempre esencialmente la
misma luz. En cuanto a la «analogía continua» entre los fenómenos y
el Principio que los exhala, si bien es evidente que el
fenómeno‑símbolo no es lo que simboliza —el sol no es Allâh, y por
esto se pone— su existencia es sin embargo un aspecto o un modo de
la Existencia como tal; (83) esto es lo que permite calificar de
«continua» a la analogía cuando la consideramos desde el punto de
vista de su conexión ontológica con el Ser puro, bien que tal
terminología, empleada aquí a título provisional, sea lógicamente
contradictoria y prácticamente inútil. La analogía es una identidad
discontinua, y la identidad una analogía continua; (84) en esto
reside, una vez más, toda la diferencia entre el fenómeno sagrado o
simbólico y la intelección principial. (85)
Se ha reprochado a la gnosis el ser una exaltación de la
«inteligencia humana»; en esta última expresión podemos coger el
error al vuelo, pues metafísicamente la inteligencia es ante todo la
inteligencia y nada más; sólo es humana en la medida en que deja de
ser completamente ella misma, es decir, cuando de substancia se
convierte en accidente. Para el hombre, e incluso para todo ser, hay
que considerar dos aspectos: el aspecto «círculo concéntrico» y el
aspecto «radio centrípeto»: (86) según el primero, la inteligencia
está limitada por un nivel determinado de existencia, es
considerada, entonces, desde el punto de vista de su separación de
su fuente o en cuanto no es más que una refracción de ésta; según el
segundo, la inteligencia es todo lo que es por su naturaleza
intrínseca, sea cual sea su situación contingente, según los casos.
La inteligencia discernible en las plantas —en la medida en que es
infalible— «es» la de Allâh, la única que es; esto es cierto con
mayor razón para la inteligencia del hombre en cuanto ésta es capaz
de adecuaciones superiores gracias a su carácter a la vez íntegro y
trascendente. No hay más que un sujeto, el universal Sí, y sus
refracciones o ramificaciones existenciales son Él mismo o no son Él
mismo, según el punto de vista considerado. Esta verdad se comprende
o no se comprende; es imposible acomodarla a toda necesidad de
causalidad, lo mismo que es imposible «poner al alcance de todo el
mundo» nociones tales como lo «relativamente absoluto» o la
«transparencia metafísica» de los fenómenos. El panteísmo diría que
«todo es Allâh», con el pensamiento tácito de que Allâh no es otro
que el conjunto de las cosas; la metafísica verdadera, bien al
contrario, dirá al mismo tiempo que «todo es Allâh» y «nada es Allâh»,
añadiendo que Allâh no es nada más que Él mismo, y que no es nada de
lo que hay en el mundo. Hay verdades que sólo se pueden expresar por
antinomias, lo que no significa en absoluto que éstas constituyan en
este caso un «procedimiento» filosófico que deba conducir a tal o
cual «conclusión», pues el conocimiento directo se sitúa por encima
de las contingencias de la razón; no hay que confundir la visión con
la expresión. Después de todo, las verdades son profundas, no porque
sean difíciles de expresar para el que las conoce, sino porque son
difíciles de comprender para el que no las conoce; de ahí la
desproporción entre la simplicidad del símbolo y la complejidad
eventual de las operaciones mentales.
Pretender, como han hecho algunos, que en la gnosis la inteligencia
se pone orgullosamente en el lugar de Allâh, es ignorar que la
inteligencia no puede realizar en el marco de su naturaleza propia
lo que podríamos llamar el «ser» del Infinito; la inteligencia pura
comunica de él un reflejo —o un sistema de reflejos— adecuado y
eficaz, pero no transmite directamente el «ser» divino, sin lo cual
el conocimiento intelectual nos identificaría de una manera
inmediata con su objeto. La diferencia entre la creencia y la gnosis
—la fe religiosa elemental y la certidumbre metafísica— es
comparable a la que existe entre una descripción y una visión: al
igual que la primera, la segunda no nos sitúa en la cima de una
montaña, pero nos informa sobre las propiedades de ésta y sobre el
camino que hay que tomar; no olvidemos, sin embargo, que un ciego
que camina sin detenerse avanza más deprisa que un hombre normal que
se detiene a cada paso. Sea como fuere, la visión identifica el ojo
a la luz, comunica un conocimiento justo y homogéneo (87) y permite
tomar atajos allí donde la ceguera obliga a andar a tientas, mal que
les pese a los despreciadores moralizantes del intelecto que se
niegan a admitir que este último es también una gracia, pero en modo
estático y «naturalmente sobrenatural». (88) Sin embargo, ya lo
hemos dicho, la intelección no es toda la gnosis pues ésta incluye
los misterios de la unión y desemboca directamente en el Infinito,
si cabe expresarse así; el carácter «increado» del sufí en el
sentido pleno (al‑sûfî lam yukhlaq) no concierne a
priori más que a la esencia transpersonal del intelecto y no al
estado de absorción en la Realidad que el intelecto nos hace
«percibir», o del que nos hace «conscientes». La gnosis sobrepasa
inmensamente todo lo que aparece en el hombre como «inteligencia»,
precisamente porque es un inconmensurable misterio de «ser»; en eso
está toda la diferencia, indescriptible en lenguaje humano, entre la
visión y la realización; en ésta, el elemento «visión» se convierte
en «ser», y nuestra existencia se transmuta en luz. Pero incluso la
visión intelectual ordinaria —la intelección que refleja, asimila y
discierne sin operar ipso facto una trasmutación ontológica— supera
ya inmensamente al simple pensamiento, al juego discursivo y
«filosófico» de la mente.
La dialéctica metafísica o esotérica evoluciona entre la simplicidad
simbolista y la complejidad reflexiva; esta última —y éste es un
punto que a los modernos les cuesta comprender— puede volverse cada
vez más sutil sin por ello acercarse un ápice a la verdad; dicho de
otro modo, un pensamiento puede subdividirse en mil ramificaciones y
rodearse de todas las precauciones posibles y, sin embargo,
permanecer exterior y «profano», pues ningún virtuosismo del
alfarero transformará la arcilla en oro. Se puede concebir un
lenguaje cien veces más elaborado que el que se usa actualmente,
puesto que para ello no hay límites de principio; toda formulación
es forzosamente «ingenua» a su manera, y siempre se puede tratar de
realzarla mediante un alarde de sutilezas lógicas o imaginativas;
ahora bien, esto prueba, por una parte, que la elaboración como tal
no añade ninguna realidad esencial a una enunciación y, por otra,
retrospectivamente, que las enunciaciones relativamente simples de
los sabios de antaño estaban cargadas de una plenitud que,
precisamente, ya no se sabe discernir a priori y cuya
existencia se niega con facilidad. No es una elaboración del
pensamiento llevada al absurdo lo que puede introducirnos en el
corazón de la gnosis; los que entienden proceder en este plano
mediante investigaciones y tanteos, los que escrutan y pesan, no han
comprendido que no pueden someter todos los órdenes de conocimiento
al mismo «régimen» de lógica y de experiencia, y que hay realidades
que se comprenden de una ojeada o no se comprenden en absoluto.
No sin relación con lo que antecede, está la cuestión de las dos
sabidurías, metafísica una y mística la otra: sería del todo falso
apoyarse en la autoridad de ciertas formulaciones místicas o
«unitivas» para negar la legitimidad de las definiciones
intelectuales, al menos por parte de alguien situado fuera del
estado de que se trata, pues de hecho se da el caso de
contemplativos que rechazan en nombre de la experiencia directa las
formulaciones doctrinales, que para ellos se han convertido en
«palabras», lo cual no siempre les impide proponer otras
formulaciones del mismo orden y eventualmente del mismo valor.19 Se
trata aquí de no confundir el plano propiamente intelectual o
doctrinal, que posee toda la legitimidad y por lo tanto toda la
eficacia que le confiere a su nivel la naturaleza de las cosas, con
el plano de la experiencia interior, de las «sensaciones»
ontológicas o de los «perfumes» o «sabores» místicos; sería
igualmente falso discutir el carácter adecuado de un mapa porque se
hubiera emprendido un viaje concreto, o pretender, por ejemplo,
porque se hubiera viajado de norte a sur, que el Mediterráneo se
encuentra «arriba» y no «abajo» como en el mapa.
La metafísica tiene como dos grandes dimensiones, una «ascendente» y
que trata de los principios universales y de la distinción entre lo
Real y lo ilusorio, y otra «descendente» y que trata, por el
contrario, de la «vida divina» en las situaciones de las criaturas,
es decir, de la «divinidad» fundamental y secreta de los seres y de
las cosas, pues «todo es Atmâ»; la primera dimensión puede
ser llamada «estática», se refiere a la primera Shahâda y a
la «extinción» (fanâ’), la «aniquilación» (istihlâk),
mientras que la segunda dimensión aparece como «dinámica» y se
refiere a la segunda Shahâda y a la «permanencia» (baqâ’).
Comparada con la primera dimensión, la segunda es misteriosa y
paradójica, parece contradecir en ciertos puntos a la primera, o
también, es como un vino con el que se embriaga el Universo; pero no
hay que perder nunca de vista que esta segunda dimensión ya está
contenida implícitamente en la primera —al igual que la segunda
Shahâda deriva de la primera, a saber, del «punto de
intersección» illâ— de modo que la metafísica estática,
«elemental» o «separativa» se basta a sí misma y no merece ningún
reproche por parte de los que saborean las paradojas embriagadoras
de la experiencia unitiva.
Lo que en la primera Shahâda es la palabra illâ,
será, en la primera metafísica, el concepto de la causalidad
universal: partimos de la idea de que el mundo es falso, puesto que
sólo el Principio es real, pero, como estamos en el mundo, añadimos
la reserva de que el mundo refleja a Allâh; y es de esta reserva de
donde surge la segunda metafísica, desde cuyo punto de vista la
primera es como un dogmatismo insuficiente. En esto está en cierto
modo la confrontación entre las perfecciones de incorruptibilidad y
de vida: una no va sin la otra, y seria un «error de óptica»
pernicioso despreciar la doctrina en nombre de la realización, o
negar ésta en nombre de aquella; no obstante, como el primer error
es más peligroso que el segundo —este último, por lo demás, no se
produce apenas en metafísica pura, y, si se produce, consiste en
sobrestimar la «letra» doctrinal en su particularismo formal—,
queremos, para gloria de la doctrina, recordar esta frase de Cristo:
«El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán». La
teoría hindú, o hindú‑budista, de los upâyas da
perfectamente cuenta de estas dimensiones de lo espiritual: los
conceptos son verdaderos según los niveles a que se refieren, pueden
ser sobrepasados, pero nunca dejan de ser verdaderos en su nivel
respectivo, y éste es un aspecto de lo Real absoluto.
Frente al Absoluto en cuanto puro Sí y Aseidad impensable la
doctrina metafísica está ciertamente teñida de relatividad, pero no
por ello deja de ofrecer puntos de referencia absolutamente seguros
y «aproximaciones adecuadas» de las que el espíritu humano no puede
prescindir; esto es lo que los simplificadores «concretistas» son
incapaces de comprender. La doctrina es a la Verdad lo que el
círculo o la espiral es al centro.
La noción de «subconsciente» es susceptible de una interpretación no
sólo psicológica e inferior, sino también espiritual, superior y,
por consiguiente, puramente cualitativa; es verdad que en este caso
debería hablarse de «supra-consciente», pero de hecho el supra-consciente
tiene también un aspecto «subterráneo» con respecto a nuestra
conciencia ordinaria, exactamente igual, por lo demás, que el
corazón, que es semejante a un santuario sumergido y que,
simbólicamente hablando, reaparece en la superficie gracias a la
realización unitiva; nos fundamos aquí en este aspecto para hablar
—a título provisional— de un «subconsciente» espiritual, que no
deberá hacer pensar en ningún momento en el psiquismo inferior y
vital, en el sueño pasivo y caótico de los individuos y las
colectividades.
El subconsciente espiritual, tal como lo entendemos, está formado
por todo lo que el intelecto contiene de modo latente e implícito;
ahora bien, el intelecto «sabe» por su misma substancia todo lo que
es susceptible de ser sabido, atraviesa —como la sangre fluye en las
menores arterias del cuerpo— todos los egos de los que está tejido
el universo, y desemboca, en sentido «vertical», en el Infinito. En
otros términos: el centro intelectivo del hombre, que en la práctica
es «subconsciente», tiene conocimiento no sólo de Allâh, sino
también de la naturaleza del hombre y de su destino; (90) y esto nos
permite presentar la Revelación como una manifestación
«sobrenaturalmente natural» de lo que la especie humana «conoce», en
su omnisciencia virtual y sumergida, sobre sí misma y sobre Allâh.
El fenómeno profético aparece así como una suerte de despertar, en
el plano humano, de la conciencia universal, la cual está presente
en todas partes en el cosmos, en diferentes grados de abertura o de
somnolencia; pero como la humanidad es diversa, este brotar de
ciencia es diverso también, no en el aspecto del contenido esencial,
sino en el de la forma, y esto es otro aspecto del «instinto de
conservación» de las colectividades o de su sabiduría
«subconsciente»; pues la verdad salvadora debe corresponder a los
receptáculos, debe ser inteligible y eficaz para cada uno de ellos.
En la Revelación, quien habla es siempre en último término el «Sí»,
y como Su Palabra es eterna, los receptáculos humanos la «traducen»
—en su raíz y por su naturaleza, no consciente o voluntariamente— al
lenguaje de tales o cuales condiciones espaciales y temporales, (91)
las conciencias individualizadas son otros tantos velos que filtran
y adaptan la fulgurante luz de la Conciencia incondicionada del Sí.
(92) Para la gnosis sufí, toda la creación es un juego —con
combinaciones infinitamente variadas y sutiles— de receptáculos
cósmicos y de desvelamientos divinos.
El interés de estas consideraciones es, no el añadir una
especulación a otras especulaciones, sino el hacer presentir —si no
demostrar a toda necesidad de causalidad— que el fenómeno religioso,
aunque plenamente «sobrenatural» por definición, tiene también un
lado «natural» que, a su manera, garantiza la veracidad del
fenómeno; queremos decir que la religión —la sabiduría— es
connatural al hombre, que éste no sería el hombre si no llevase en
su naturaleza un terreno de eclosión para el Absoluto; o también,
que no sería el hombre —«imagen de Dios»— si su naturaleza no le
permitiera tomar «conciencia», a pesar de su «petrificación» y a
través de ella, de todo lo que «es», y, así, de todo lo que es en su
interés último. La Revelación manifiesta, por consiguiente, toda la
inteligencia que poseen las cosas vírgenes, es analógicamente
asimilable —pero en un plano eminentemente superior— a la
infalibilidad que conduce a las aves migratorias hacia el sur y que
atrae a las plantas hacia la luz; (93) ella es todo lo que sabemos
en la plenitud virtual de nuestro ser, y también todo lo que amamos,
y todo lo que somos.
El hombre primordial, antes de la pérdida de la armonía edénica,
veía todas las cosas desde el interior, en su sustancialidad y en la
Unidad; después de la caída ya no las vio sino desde el exterior y
en su accidentalidad y, así, fuera de Allâh. Adán es el espíritu (rûh)
o el intelecto (‘aql) y Eva es el alma (nafs); a
través del alma —complemento «horizontal» del espíritu «vertical» y
polo existencial de la inteligencia pura— o a través de la voluntad
vino el movimiento de exteriorización y de dispersión; la serpiente
tentadora, que es el genio cósmico de este movimiento, no puede
actuar directamente sobre la inteligencia, debe, pues, seducir a la
voluntad, Eva. Cuando el viento sopla sobre un lago perfectamente
tranquilo, el reflejo del sol se altera y se segmenta; así es como
se ha producido la pérdida del Edén, cómo se ha roto el reflejo
divino. La Vía es el retorno a la visión de la inocencia, a la
dimensión interior en la que todas las cosas mueren y renacen en la
Unidad —en este Absoluto que es, con sus concomitancias de
equilibrio y de inviolabilidad, todo el contenido y toda la razón de
ser de la condición humana—.
Y esta inocencia es también la «infancia» que «no se preocupa del
mañana». El sufí es «hijo del momento» (ibn al‑waqt), lo
que significa ante todo que tiene conciencia de la eternidad y que,
por su «recuerdo de Allâh», se sitúa en el «instante intemporal» de
la «actualidad celestial»; pero esto significa igualmente, y por vía
de consecuencia, que se mantiene siempre en la Voluntad divina, es
decir, que es consciente de que el momento presente es lo que Allâh
quiere de él; no deseará, pues, estar «antes» o «después», o gozar
de lo que, de hecho, se sitúa fuera del «ahora» divino —este
instante irreemplazable en el que pertenecemos concretamente a Allâh,
y este único instante en el que podemos, de hecho, querer
pertenecerle—.
Queremos dar ahora un resumen sucinto pero tan riguroso como sea
posible de lo que constituye fundamentalmente la Vía en el Islam.
Esta conclusión de nuestro libro subrayará al mismo tiempo —y una
vez más— el carácter estrictamente coránico y muhammadiano de la vía
de los sufies. (94)
Recordemos en primer lugar el hecho crucial de que el tasawwuf
coincide, según la tradición, con el ihsân, y que el
ihsân es «que adores a Allâh como si Lo vieras, y si tú no
Lo ves, Él sin embargo te ve». El ihsân —el
tasawwuf— no es otra cosa que la «adoración» (‘ibâda)
perfectamente «sincera» (mukhlisa) de Allâh, la adecuación
íntegra de la inteligencia‑voluntad a su «contenido» y prototipo
divino. (95)
La quintaesencia de la adoración —luego la adoración como tal, en
cierto sentido— es creer que lâ ilaha illâ‑Lláh, y, por vía
de consecuencia, que Muhammadun Rasûlu‑Llâh. La prueba:
según el dogma islámico y en su «radio de jurisdicción», el hombre
no se condena con certeza más que en razón de la ausencia de esta
fe. El musulmán no se condena ipso facto porque no reza o
no ayuna; puede, en efecto, tener un impedimento para hacerlo, y las
mujeres están exentas de ello en ciertas condiciones físicas;
tampoco se condena necesariamente porque no paga el diezmo: los
pobres —los mendigos sobre todo— están exentos de ello, lo que al
menos es índice de cierta relatividad, como en los casos
precedentes. Con mayor razón, uno no se condena por el solo hecho de
no realizar la Peregrinación; el muslim sólo está obligado
a hacerla si puede; en cuanto a la Yihad, no siempre tiene
lugar, e incluso cuando tiene lugar los enfermos, los inválidos, las
mujeres y los niños no están obligados a participar en ella. Pero
uno se condena necesariamente —siempre en el marco del Islam o bien
en un sentido transpuesto— porque no cree que lâ ilaha illâ-LIâh
y que Muhammadun Rasûlu‑Llâh; (96) esta ley no conoce
ninguna excepción, pues se identifica en cierto modo con lo que
constituye el sentido mismo de la condición humana. Es, pues,
incontestablemente esta fe lo que constituye la quintaesencia del
Islam; y la «sinceridad» (ikhlâs) de esta fe o de esta
aceptación es lo que constituye el ihsân o el tasawwuf.
En otros términos: es en rigor concebible que un muslim
que, por ejemplo, hubiera omitido rezar o ayunar durante toda su
vida se salvara a pesar de todo y por razones que se nos escapan,
pero que cortarían para la divina Misericordia; por el contrario, es
inconcebible que un hombre que negara que lâ ilaha illâ‑Llâh
se salvara, puesto que esta negación le privaría con toda evidencia
de la cualidad misma de muslim, o sea la conditio sine
qua non de la salvación.
Ahora bien, la sinceridad del imân implica también su
profundidad, según nuestras capacidades, quien dice capacidad, dice
vocación. (97) Debemos comprender en la medida en que somos
inteligentes, no en la medida en que no lo somos y en que no hay
adecuación posible entro el sujeto conocedor y el objeto por
conocer. La Biblia también enseña en cada uno de los Testamentos que
debemos «amar» a Dios con todas nuestras facultades; así pues, la
inteligencia no puede ser excluida, tanto más cuanto que es ella la
que caracteriza al hombre y lo distingue de los animales. El libre
albedrío sería inconcebible sin la inteligencia.
El hombre está hecho de inteligencia íntegra o trascendente —luego
capaz tanto de abstracción como de intuición suprasensible— y de
voluntad libre, y es por esto por lo que hay una verdad y una vía,
una doctrina y un método, una fe y una sumisión, un imân y
un islâm; el ihsân, siendo su perfección y su
resultado, está a la vez en ellos y por encima de ellos. Se puede
decir también que hay un ihsân porque hay en el hombre algo
que exige la totalidad, o algo de absoluto o de infinito.
La quintaesencia de la verdad es el discernimiento entre lo
contingente y lo Absoluto; y la quintaesencia de la vía es la
conciencia permanente de la absoluta Realidad. Ahora bien, quien
dice «quintaesencia» dice ihsân, en el contexto espiritual de que se
trata.
El hombre, hemos dicho, está hecho de inteligencia y voluntad; está
hecho, pues, de comprensión y de virtudes, o de cosas que sabe y
cosas que realiza, o en otros términos: de lo que sabe y de lo que
es. Las comprensiones están prefiguradas por la primera Shahâda
y las virtudes por la segunda; por esto el tasawwuf puede
ser descrito, bien exponiendo una metafísica, bien comentando
virtudes. La segunda Shahâda se identifica esencialmente
con la primera, de la que no es sino una prolongación, como las
virtudes se identifican en el fondo con verdades y derivan de ellas
en cierto modo. La primera Shahâda —la de Allâh— enuncia
toda verdad de principio; la segunda Shahâda —la del
Profeta— enuncia toda virtud fundamental.
Las verdades esenciales son las siguientes; la de la Esencia divina
y «una» (Dzât, Ahadiya en el sentido de la
«no‑dualidad» vedántica); después la verdad del Ser creador (Khâliq),
Principio igualmente «uno» —pero en el sentido de una «afirmación» y
en virtud de una «autodeterminación» (Wâhidiya, «soledad»,
«unicidad»— y que comprende, si no «partes», (98) al menos aspectos
o cualidades (sifat).(99) De este lado de la esfera
principial o divina hay, por una parte, el macrocosmo —con su centro
«arcangélico» y «cuasi divino» (Rûh, «Espíritu»)— y, por
otra parte, en la extrema periferia de su despliegue, esta
coagulación —de la Sustancia universal— que llamamos «materia» y que
es, para nosotros, la corteza a la vez inocente y mortal de la
existencia.
En cuanto a las virtudes esenciales, de las que hemos tratado en
otro lugar pero que también deben figurar en este resumen final, son
las perfecciones de «temor», «amor» y «conocimiento» o, en otros
términos de «pobreza», «generosidad» y «sinceridad»; en cierto
sentido, constituyen el islâm como las verdades constituyen
el imân, y su profundización —o su resultado cualitativo—
constituye la naturaleza del ihsân o su fruto mismo.
Podríamos decir también que las virtudes consisten fundamentalmente
en fijarse en Allâh conforme a una suerte de simetría o de ritmo
ternario, en fijarse en Él «ahora», «aquí mismo» y «así»; pero estas
imágenes también pueden sustituirse unas por otras, pues cada una se
basta a sí mismo. El sufí se sitúa en el «presente» intemporal en el
que ya no hay ni pesares ni temores; se sitúa en el «centro»
ilimitado en el que el exterior y el interior se confunden o se
sobrepasan; o también, su «secreto» es la perfecta «simplicidad» de
la Sustancia siempre virgen. (100) No siendo sino «lo que él es», él
es todo «Lo que es».
Si el hombre es la voluntad, Allâh es Amor; si el hombre es la
inteligencia, Allâh es Verdad. Si el hombre es voluntad caída e
impotente, Allâh será el Amor redentor; si el hombre es inteligencia
oscurecida y extraviada, Allâh será la Verdad iluminadora que
libera; pues está en la naturaleza del conocimiento —la adecuación
inteligencia‑verdad— el hacer puro y libre. El divino Amor salva
«haciéndose lo que nosotros somos», «desciende» a fin de «elevar»;
la divina Verdad libera devolviendo al intelecto su objeto
«sobrenaturalmente natural» y con ello su pureza primera, es decir,
«recordando» que sólo el Absoluto «es», que la contingencia «no es»,
o que, por el contrario, «no es otra que Él» desde el punto de vista
de la pura Existencia, y también, según los casos, desde el de la
pura Inteligencia o «Conciencia» y desde el de la estricta analogía.
(101)
La Shahâda, por la cual Alláh se manifiesta como Verdad, se
dirige a la inteligencia, pero también, por vía de consecuencia, a
esta prolongación de la inteligencia que es la voluntad. Cuando la
inteligencia capta el sentido fundamental de la Shahâda
distingue lo Real de lo no-real, o la «Sustancia» de los
«accidentes»; cuando la voluntad sigue este mismo sentido se apega a
lo real, a la divina «Sustancia»: se «concentra», y presta al
espíritu su concentración. La inteligencia iluminada por la
Shahâda no tiene en último término más que un solo objeto o
contenido, Alláh, y los demás objetos o contenidos no son
considerados sino en función de Él o en relación con Él, de modo que
lo múltiple se encuentra como sumergido en el Uno; y lo mismo para
la voluntad, según lo que Allâh concede a la criatura. El «recuerdo»
de Allâh depende lógicamente de la justeza de nuestra noción de
Allâh y de la profundidad de nuestra comprensión: la Verdad, en la
medida en que es esencial y en que la comprendemos, toma posesión de
todo nuestro ser y lo transforma, poco a poco y según un ritmo
discontinuo e imprevisible. Cristalizándose en nuestro espíritu, «se
hace lo que nosotros somos a fin de convertirnos en lo que ella es».
La manifestación de la Verdad es un misterio de Amor, al igual que,
inversamente, el contenido del Amor es un misterio de Verdad.
Con todas estas consideraciones no hemos querido dar una imagen del
esoterismo musulmán tal como se presenta en su despliegue histórico,
sino devolverlo a sus posiciones más elementales relacionándolo con
las raíces mismas del Islam, que son forzosamente las suyas. Se
trataba menos de recapitular lo que el sufismo ha podido decir que
de decir lo que es y lo que nunca ha dejado de ser a través de toda
la complejidad de sus desarrollos. Esta manera de ver nos ha
permitido —en detrimento quizá de la coherencia aparente de este
libro— detenernos largamente en los puntos de confluencia con otras
perspectivas tradicionales, y también en las estructuras de lo que
—alrededor de nosotros y en nosotros mismos— es a la vez divinamente
humano y humanamente divino.
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