V
Mientras otros pueblos modelaban los metales y las
piedras, los pueblos de Arabia aprendían a modelar
el verbo
En uno de sus raros escritos, el
sabio Sufí Hafik comenta que el camino del ser humano en
la tierra está lleno de contradicciones y desafíos que
sólo pueden superarse en la medida en que cada uno
admite ser el único responsable de sus decisiones: “Sólo
los ignorantes quieren imitar el comportamiento de los
otros. Los hombres inteligentes no pierden el tiempo con
esto, y desarrollan sus habilidades personales; saben
que no hay dos hojas iguales en un bosque de cien mil
árboles. No existen dos viajes iguales en el mismo
camino”.
Según otros sabios, Dios también
busca la diversidad en todo lo que hace. Y eso fue lo
que inspiró a Alejandro Dolina para asociar la historia
de la arena a una de las leyendas de la creación del
pueblo árabe.
Cuenta Dolina que, nada más terminar
de construir el mundo, uno de los ángeles advirtió al
Todopoderoso de que se había olvidado de poner la arena
en la Tierra; grave defecto, si consideramos que los
seres humanos se verían privados para siempre de pasear
por las orillas de los mares, masajeando sus pies
cansados y sintiendo el contacto con el suelo.
Además, el fondo de los ríos
resultaría siempre áspero y pedregoso, los arquitectos
no podrían usar un material que les es indispensable, y
los pies de los enamorados no tendrían donde dejar sus
huellas. Con la intención de remediar su olvido, Dios
envió al Arcángel San Gabriel con una enorme bolsa, para
que fuera derramando la arena por los lugares donde
fuera necesaria.
Gabriel hizo entonces las playas y el
lecho de los ríos, pero cuando ya regresaba al cielo
llevando el material que había sobrado, el Enemigo
–siempre atento para intentar arruinar la obra del
Todopoderoso– consiguió hacer un agujero en la bolsa por
el que se derramó todo su contenido. Esto ocurrió en el
lugar que hoy conocemos como Arabia, transformando casi
toda la región en un inmenso desierto.
Gabriel, desolado, fue a pedirle
disculpas al Señor por no haber notado que el Enemigo se
le acercaba. Y Dios, en su infinita sabiduría, resolvió
compensar al pueblo árabe por el error involuntario de
su mensajero.
Creó para ellos un cielo lleno de
estrellas, único en el mundo, para que siempre mirasen
hacia lo alto.
Creó el turbante, que, bajo el sol
del desierto, es mucho más valioso que una corona. Creó
la tienda, que permite que las personas puedan
desplazarse de un lugar a otro, descubriendo
constantemente nuevos paisajes a su alrededor, y sin las
desagradables necesidades de mantenimiento que tienen
los palacios.
Le enseñó a este pueblo cómo se forja
el mejor acero para la espada. Creó el camello.
Desarrolló la mejor raza de caballos. Y le dio algo
mucho más precioso que todo lo dicho y lo que falta por
decir: la palabra, el verdadero oro de los árabes.
Mientras otros pueblos modelaban los metales y las
piedras, los pueblos de Arabia aprendían a modelar el
verbo.
El poeta pasó a ser sacerdote, juez,
médico, jefe de los beduinos. Sus versos tienen poder:
pueden traer alegría, tristeza, nostalgia. Pueden
desencadenar la venganza y la guerra, unir a los
amantes, reproducir el canto de los pájaros.
Y concluye Alejandro Dolina:
“Los errores de Dios, como los de los
grandes artistas, como los de los verdaderos enamorados,
desencadenan tantas reparaciones felices, que cabe
desearlos”.