La Democracia contra sí misma
Por José Fernando Flórez*
José Fernando Flórez |
OPINIÓNPor increíble que parezca, el mayor mérito de la democracia moderna ha sido lograr corregir sus defectos, incluso al costo de minar sus fundamentos.
Miércoles 13 Octubre 2010
Parto de la premisa de que toda forma de dominación del hombre
por el hombre es por definición injusta. ¿Cómo puede ser justo el hecho de que
unos pocos manden sobre el resto? Por esta razón, desde que el poder existe como
hecho social, la necesidad de legitimarlo se convirtió en la principal tarea de
la filosofía política, dando rienda suelta a la más loca creatividad que
registra la historia de las ciencias sociales.
Primero fue el carácter divino del gobernante: faraones, emperadores, papas,
zares, príncipes, reyes, sultanes, califas, caciques, reclamaron de su relación
directa con los dioses la posibilidad de mandar. En líneas generales, la
situación permaneció igual hasta cuando los delirios de un ginebrino pergeñaron
la “soberanía popular” basada en un increíble “contrato social”. Contrato que,
hay que decirlo, no conozco al primero que lo haya firmado. Luego, azuzados por
una clase burguesa emergente, los nuevos ciudadanos soberanos decidieron que el
Rey ya no merecía ser adorado sino decapitado. Con el tiempo, gracias a los
buenos historiadores, aprendimos a entender el verdadero alcance de las
revoluciones: a identificar el pretexto, los bandos en conflicto, luego contar
la cantidad de muertos y finalmente ver cómo una nueva élite se apropia del
poder.
Vino el voto censitario, que posteriormente fue extendido incluso a los pobres
(algo revolucionario en la Inglaterra de la segunda mitad del XIX) y, por
último, a la mujer, ese ser socialmente heroico que, vergonzosamente, nuestras
democracias modernas aún no han logrado “desinferiorizar” por completo. Desde
entonces, periódicamente elegimos a un puñado de personas llamadas a
representarnos, para soslayar la imposibilidad física de que todos gobernemos al
tiempo poblaciones que se cuentan por millones. Sin embargo, como advirtió
Kelsen, esta “representación” es una mentira debido a la ausencia de mandato
imperativo por parte de los “representantes” que, una vez elegidos, hacen lo que
les viene en gana porque no tienen obligación jurídica alguna frente a los
electores por lo que prometieron.
En suma, no es que hayamos desacralizado la política, pues estos hombres aún se
creen y actúan como dioses: es sólo que el carácter divino ahora emana del voto.
Voto que, según estudios recientes, en las grandes democracias va en forma
sistemática al caudal electoral del candidato que más dinero le inyecta a su
campaña.
Favorecer la democracia participativa, y la local, fueron los principales
intentos por contrarrestar los defectos de las democracias meramente
representativas y centralizadas. Y, en este orden de ideas, hoy sólo habría
verdadera democracia en Suiza, único país del mundo donde el referéndum cantonal
es el deporte nacional (después del fútbol, claro).
Sin duda, la gran lección política que dejó el XX fue que en nombre de las
mayorías también se cometen las peores atrocidades: Hitler, Mussolini, Lenin y
Stalin contaron con ellas. Aprendieron a dominar el arte de la propaganda y la
censura, a “fabricar” el consentimiento ciudadano y acallar el pensamiento
autónomo, como ya lo había hecho Wilson para llevar a Estados Unidos a
intervenir en la Gran Guerra sin tener velas en ese entierro masivo (y lo
siguieron haciendo sus sucesores, para invadir otros Estados con no siempre
ingeniosos pretextos). Hoy abundan los “tiranos demócratas”, como Berlusconi y
Chávez, que se apropian de sus países y siguen ganando elecciones
fundamentalmente gracias a los medios. En Colombia, Uribe casi lo consigue
aupado por la maquinaria mediática y la clase política más corrupta del país,
galopando en su fantástico “Estado de opinión” -por fortuna hoy caído en el
desuso-.
El derrumbe definitivo del comunismo a finales de los ochenta (que consumó “El
fin de la historia”, según un notable autor de ciencia ficción que posa de
científico y hace poco estuvo de visita en el país), convirtió la democracia en
un lugar sagrado mundial intocable, y criticarla, en una herejía inconcebible
entre politólogos. Hoy, tanto revolucionarios como reaccionarios comulgan sin
reservas con el ideal democrático. Este tabú explica por qué casi todos los
libros sobre democracia son tan malos: porque los escriben demócratas acríticos,
que cultivan un razonamiento circular y en lugar de problematizar entonan un
himno exaltado a los lugares comunes.
Salvo excepciones, la reflexión democrática es autorreferencial. Se hace
apelando a ficciones históricas flagrantes como “voluntad del pueblo”,
“soberanía popular”, “opinión publica”, “representación”, “interés general”, que
siguen enseñándose en las universidades con una sonrisa idiota -lejos está de
ser difidente, como debería- del catedrático en la boca. Inmaculados conceptos
que, sin embargo, sencillamente no existen en la práctica.
Con todo, la farsa democrática continúa siendo la mejor que tenemos porque no
hemos sido capaces de imaginar otra. "La democracia es el peor sistema político
que existe, con excepción de todos los otros sistemas", aseveró Churchill. En
efecto, lo es, un pésimo sistema, como todas las demás formas de gobierno,
porque aspira al imposible de legitimar el reinado de unos pocos sobre muchos.
La democracia es un concepto dinámico que se construye dialécticamente por medio
de un diálogo que tiene lugar en las sociedades que la practican (¿o padecen?)
entre los votantes y quienes realmente ejercen el poder, con base en sus
respectivas aspiraciones. A fuerza de actualizarse según las exigencias de la
época, la democracia se convirtió en un sistema particularmente complejo. Tanto,
que el principio que le sirvió en un primer momento de zócalo, el de mayoría, ya
no basta para definirla.
Con la democracia ocurrió algo similar que con el capitalismo, el cual, si hoy
funciona, es en gran medida porque no lo es. Si las economías de mercado aún se
sostienen “pacíficamente” es sólo gracias a la intervención estatal que corrige
en algo sus injusticias, atemperando -muy poco, es cierto- la concentración de
la riqueza y la miseria que las “fuerzas del mercado” dejadas a su libre imperio
propician.
Pues bien, el principal correctivo que han engendrado las democracias
contemporáneas para conservarse, es la limitación de su principio basilar, el
mayoritario. No puede ser casual que hoy el grueso de los indicadores
“democráticos” consistan en límites infranqueables para las mayorías: derechos
humanos, separación de poderes, estatuto de la oposición, alternancia en el
poder, discriminaciones positivas, libertad de expresión y prensa, ius cogens,
independencia judicial (léase activismo), límites al poder de reforma
constitucional…
En esta medida, la democracia se volvió “contrademocrática”. El desarrollo de
sus nuevos principios ha conducido a reducir la realidad de su práctica. Por
increíble que parezca, el mayor mérito de la democracia moderna ha sido corregir
sus defectos incluso al costo de minar sus fundamentos. No de otra forma se
explica que los ciudadanos nos encontremos cada vez con mayor frecuencia, de
cara a una consulta popular o un proyecto de ley progresista, esperando que se
haga cualquier cosa, salvo la voluntad de la mayoría.
Tal vez sea hora de recordar a Chesterton: "There is nothing that fails like
success", pues el éxito mundial de la democracia pareciera estar convirtiéndola
en su principal víctima. El reto constante está, justamente, en conseguir
reinventarla a partir de sus propios límites.
La democracia contra sí misma
*Candidato a Doctor (PhD) en Ciencia Política por la Universidad París II
Panthéon-Assas
http://iuspoliticum.blogspot.com
Twitter: florezjose